Hace
años que llamó mi atención un término que emplean habitualmente las mujeres y
los hombres del tiempo: medianías. Atrajo mi interés entonces y me agrada cada
vez que lo vuelvo a escuchar. Durante algún tiempo me limité a imaginar su
significado, hasta que un día decidí mirar en la enciclopedia y salir de dudas.
Descubrí que medianías es el nombre que se da en las Islas Canarias al
territorio comprendido entre los 600 y los 1500 m. de altitud sobre el nivel
del mar, una zona intermedia de algunas islas en la que la circulación
atmosférica genera un manto casi continuo de estratocúmulos que reduce la
insolación y la evaporación (el llamado “mar de nubes”, o la “panza de burro”,
como prefieren denominarlo los isleños). Panza o mar –como se desee–
que aporta un significativo suplemento de agua al territorio a través de la
genuina “lluvia horizontal” que producen las nieblas, en una cuantía
equivalente a la pluviosidad media anual que precipita sobre nuestras tierras.
Hoy,
cuando daba mi paseo matinal y apenas había consumido la tercera parte del
recorrido habitual, me ha dado un pronto y he tomado una deriva inusual estrenando
un itinerario alternativo que me ha hecho evocar el referido término. He
iniciado un nuevo camino que discurre por las alturas intermedias que enlazan
los muros que coronan el castillo de San Fernando con los patios traseros de
las viviendas de las calles más cercanas al piedemonte, que en estos rincones
se presenta poblado de pequeñas arboledas de cipreses y otras especies importadas,
cuyos troncos conectan mangueras de
riego de colores estridentes, que están a la intemperie, abandonadas por el desapego
del sustrato orgánico que debió cubrirlas en otro tiempo, que la lluvia y otras
inclemencias ambientales han debido arrastrar a otras latitudes.
Transitaba
por esas calles mientras rememoraba viejas referencias a Berlín, Londres,
Marrakech o Praga, todas apellidadas “ciudades de las mil caras”. No es que
haciendo una transposición indecorosa me estuviese dejando llevar hacia un edén
imaginario. Tampoco es que pretendiese reivindicar para Alicante un lugar propio
en tan exclusivo elenco. Aunque, bien mirado, ¿por qué desdeñar tal aspiración?
Tal vez una ciudad como la nuestra, tan expeditiva y drásticamente metamorfoseada,
ha acopiado méritos suficientes para incorporarse a tan exclusivo repertorio. Obviamente,
cada cual opinará lo que estime oportuno y conveniente, como dice el avieso Rajoy,
pero nadie podrá negar que Alicante ofrece mil panorámicas en las que nos
reconocemos sus habitantes.
Por
otro lado, aunque nada tiene que ver con lo anterior, no sé por qué regla de
tres, me ha venido a la mente la debilidad que tengo por los medios tiempos
musicales. Dicen los profesionales que si hay un elemento que realmente afecta
a la música es el tempo. Estoy plenamente de acuerdo porque su influencia añade
variopintas sensaciones y hasta puede llegar a desfigurar una determinada obra.
Es más, en ocasiones llega a trascenderla permeabilizando el ambiente e influyendo
en la actitud, en el ánimo e incluso en el comportamiento de quienes la escuchan.
Tampoco
tienen nada que ver las medianías con los medios tiempos musicales y, sin
embargo, me inducen parecidas emociones. Tanto me entusiasma escuchar una pseudobalada
como me complace otear las panorámicas de la ciudad desde el sinuoso recorrido
que serpentea la vertiente sureste del castillo de S. Fernando. Desde el prolongado
altozano que discurre a media altura del piedemonte sur del monte Tossal, que
describe el firme de las calles Ronda y Camino del Castillo, se aprecian unas
vistas que contrastan estrepitosamente con otras que retiene mi retina que
pertenecen a la década de los sesenta y primeros años setenta, cuando no se
había edificado ni la mitad del espacio actualmente urbanizado.
Sin
embargo, sorprendentemente, el paseo también me ha hecho rememorar imágenes muy
similares a las de antaño. He divisado un gran crucero anclado en el espigón de
Levante que me ha recordado los viejos paquebotes que enlazaban en los años
setenta la Estación Marítima con Palma de Mallorca. E incluso he llegado a
percibir imágenes anteriores de buques que cubrían la línea Alicante-Orán-Argel,
como el Sidi Mabrouk, el Sidi Obka; o el Victoria y el Virgen de
África, repatriando los pied-noirs
tras el triunfo de la revolución argelina.
Por
enésima vez he reparado en la imponente presencia del edificio Riscal proyectándose
sobre la mar, alzándose artificiosamente por encima de una base de edificación compuesta
por terrazas destartaladas, patios interiores, edificios retejados y espacios
heterogéneos. Nada tiene que ver esta híbrida y desolada perspectiva con los exuberantes
bosques laurifolios que ocupan el cinturón nuboso de las islas macaronésicas o
con la extraordinaria abundancia de especies vegetales y animales que los
habitan. Tal vez la radicalidad de los contrastes, que únicamente mi retina y
mi mente percibían, me ha hecho recordar, reactivamente, viniese o no a cuento,
el término medianías.
Una
postrera visión ha quebrado por fin mi ensoñación, sacándome del ensimismamiento
en que me hallaba y devolviéndome a la realidad. No ha sido otra que la
contemplación del lamentable estado en que se encuentra el baluarte
troncocónico del extremo suroeste del castillo, agrietado como una breva madura
y amenazando con derrumbarse. Es la enésima constatación del deterioro de una
obra que, como tantas otras de este país, fue cara, militarmente inútil (no
tuvo tal uso jamás) y se construyó deprisa y mal, pues al poco tiempo de su edificación
empezó a mostrar deficiencias que no han cesado hasta hoy.
He contrastado
una vez más la proverbial desidia de nuestros munícipes, acostumbrados a mirar
hacia el lado ajeno a sus obligaciones. En este caso abandonando a su suerte a
uno de los emblemas de la ciudad, que cualquier día nos dará un disgusto sin
que nadie parezca tener intención de remediarlo. He visto cerca senderos
abandonados, espacios de tránsito y descanso repletos de despojos de animales y
de personas que vejan el asombroso recorrido que ofrece la ladera sureste de
uno de los exoesqueletos de la ciudad, permitiendo al paseante ahondar en su fisonomía
y calar en su identidad. Ninguna ciudad –mucho menos sus ciudadanos– merece
semejante maltrato.
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