sábado, 28 de octubre de 2017

Andante, ma non troppo

Como se sabe, la memoria genética es un concepto controvertido y todavía nada científico que podría definirse como una reminiscencia, presente desde el nacimiento, que existe en ausencia de experiencia sensorial y que se incorpora al genoma durante el transcurso de largos periodos de tiempo. Noción utilizada y debatida en numerosas obras literarias, audiovisuales y películas de ciencia ficción, en cierto modo viene a presuponer que los individuos –también los humanos– no solo podemos adquirir o mejorar determinados caracteres físicos durante nuestra vida y transmitirlos a nuestra descendencia, sino que tenemos la capacidad adicional de incorporar nuestra personalidad y nuestras experiencias al código genético. De modo que cada uno arrastraríamos las memorias y personalidades de nuestros antepasados, que podrían ser recuperadas bien por urgencias inconscientes o mediante el uso de la tecnología o el adiestramiento adecuados.

Por otro lado, hace aproximadamente cuatro millones de años que el hombre se puso de pie. Al menos es lo que aseguran estudios científicos realizados del carpo de la muñeca de fósiles de australopithecus y de primates actuales. Las comparaciones que han hecho los paleontólogos entre las tomografías computerizadas de alta resolución del hueso capitatum de ambos han alumbrado modelos virtuales del desarrollo de los huesos de la muñeca, que permiten constatar rasgos diferenciales entre unos y otros. Se ha contrastado, por ejemplo, un desarrollo distintivo del hueso central, que es más robusto en las especies con conductas arbóreas que en las que practican la vida terrestre y la bipedación, que trasladan esa hipertrofia al dedo pulgar.

Los estudios referidos han permitido comprobar que la morfología de las extremidades inferiores del australophitecus anamensis, hallado en Kanapoi (Kenia), donde vivió hace  4,2 millones de años, evidencia que practicaba la bipedación terrestre, compatibilizándola con conductas arbóreas residuales. En cambio, el análisis de los fósiles del australophitecus afarensis, de hace 3,5 millones de años, acredita que ya no trepaba a los árboles. Ambas verificaciones son elementos que refuerzan la hipótesis de que la consolidación de los ancestros de la bipedación humana se debió producir en un intervalo que se extiende entre hace 4,2 y 3,5 millones de años. Dato que habla por sí mismo de la enormidad del espacio de tiempo que los humanos empleamos en tomar la decisión de caminar de pie y empezar a ver el mundo desde otra perspectiva. Nada menos que 700.000 años, es decir, cien veces la duración de la protohistoria y la historia juntas, o sea, el periodo de tiempo que media entre los vestigios conocidos de los primeros pueblos con nombre propio (sumerios, egipcios…) y la actualidad.

Nada tengo a favor o en contra de la verosimilitud de la memoria genética, aunque, la verdad, si la especie humana empleó milenios en adoptar la bipedestación, no deja de sorprender que los actuales humanos consumamos poco más de un año para adoptar idéntica decisión. Claro que ello puede ser el resultado de un proceso evolutivo consolidado que se muestra a través de resultados que son la consecuencia lógica del mero progreso biológico, pero ¿por qué desechar que el genoma pudiera replicar ciertas reminiscencias personales o experienciales de nuestros antepasados?

Ya se sabe que hoy la línea que separa la vida real y la homónima digital es crecientemente difusa. Para no poner ejemplos ajenos, señalaré que mi nieto nació hace dieciséis meses y ya conservo en mi teléfono una media de cuatro fotografías/vídeos diarios, que dan inequívoca fe de que existe. Apostillaré, entre comas, que me colma de satisfacción tal circunstancia porque me permite verlo casi diariamente aunque viva a cuatrocientos kilómetros de distancia. Pues bien, entre esos miles de testimonios gráficos, uno de mis preferidos es el vídeo que recoge  sus primeros ensayos para caminar erguido. Esa rutina tan común que pasa completamente inadvertida para la mayoría, excepto para quiénes tienen impedimentos insoslayables para practicarla y también para algunos expertos que la han escudriñado desde diferentes puntos de vista, algunos con objetivos tan peregrinos como descubrir en ella los rasgos de la personalidad. Sus conclusiones aseguran, por ejemplo, que caminar de forma enérgica y con pasos largos expresa felicidad; que deambular con paso lento o arrastrando los pies evidencia tristeza, miedo o incertidumbre; que caminar con las manos en los bolsillos supone confesar implícitamente que no estamos satisfechos con la imagen que proyectamos; o que justamente sucede todo lo contrario cuando nos movemos como si estuviésemos participando en un desfile de moda.

Nada de todo lo dicho tiene que ver con la conducta de mi nieto, que apenas alcanza a lograr el delicado equilibrio que exige desplazarse a pie. Cada vez que visiono la secuencia que mencionaba rememoro su epifanía en la bipedación. Las seis o siete decenas de raudos e inconscientes pasos que ensayó cuando cumplía los catorce meses, persiguiendo a su huidizo y estimulante padre entre lloros inconsolables, seguramente producto de su propio asombro al descubrirse involuntario practicante de arriesgadas conductas. Deslumbrado por una perspectiva que le alejaba de las que le habían proporcionado hasta entonces las seguras atalayas urdidas por los amorosos brazos de sus padres y abuelos, por las manos bienhechoras de los amigos de sus familiares, o por la cercanía de la tierra firme al reptar o gatear. El nuevo e ingrávido altozano que alcanzamos cuando nos ponemos de pie por primera vez seguramente nos induce un vértigo enorme, nos hace percibirnos frente a un abismo que nos sobrecoge. Probablemente el llanto desconsolado de mi nieto fue su espontánea reacción a la sensación que estaba experimentando. Nunca sabré, por otro lado, si fue expresión de lo atónito que se sintió o de la alegría que experimentó. Lo cierto es que desde entonces no hay marcha atrás. A partir de ahora verá la vida de otro modo. Lo importante es que la vea desde una perspectiva sana, feliz, larga y provechosa. Al menos es lo que yo deseo.

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