Como se sabe, la memoria genética es un concepto controvertido y
todavía nada científico que podría definirse como una reminiscencia, presente
desde el nacimiento, que existe en ausencia de experiencia sensorial y que se
incorpora al genoma durante el transcurso de largos periodos de tiempo. Noción utilizada
y debatida en numerosas obras literarias, audiovisuales y películas de ciencia
ficción, en cierto modo viene a presuponer que los individuos –también los humanos–
no solo podemos adquirir o mejorar determinados caracteres físicos durante nuestra
vida y transmitirlos a nuestra descendencia, sino que tenemos la capacidad adicional
de incorporar nuestra personalidad y nuestras experiencias al código genético.
De modo que cada uno arrastraríamos las memorias y personalidades de nuestros
antepasados, que podrían ser recuperadas bien por urgencias inconscientes o
mediante el uso de la tecnología o el adiestramiento adecuados.
Por otro lado, hace aproximadamente cuatro millones de años que el
hombre se puso de pie. Al menos es lo que aseguran estudios científicos realizados
del carpo de la muñeca de fósiles de australopithecus
y de primates actuales. Las comparaciones que han hecho los paleontólogos entre
las tomografías computerizadas de alta resolución del hueso capitatum de
ambos han alumbrado modelos virtuales del desarrollo de los huesos de la muñeca, que permiten constatar rasgos
diferenciales entre unos y otros. Se ha contrastado, por ejemplo, un
desarrollo distintivo del hueso central, que es más robusto en las especies con
conductas arbóreas que en las que practican la vida terrestre y la bipedación,
que trasladan esa hipertrofia al dedo pulgar.
Los estudios referidos han permitido comprobar que la morfología de
las extremidades inferiores del australophitecus
anamensis, hallado en Kanapoi (Kenia), donde vivió hace 4,2 millones de años, evidencia que practicaba
la bipedación terrestre, compatibilizándola con conductas arbóreas residuales. En
cambio, el análisis de los fósiles del australophitecus
afarensis, de hace 3,5 millones de años, acredita que ya no trepaba a los
árboles. Ambas verificaciones son elementos que refuerzan la hipótesis de que
la consolidación de los ancestros de la bipedación humana se debió producir en un
intervalo que se extiende entre hace 4,2 y 3,5 millones de años. Dato que habla
por sí mismo de la enormidad del espacio de tiempo que los humanos empleamos en
tomar la decisión de caminar de pie y empezar a ver el mundo desde otra
perspectiva. Nada menos que 700.000 años, es decir, cien veces la duración de
la protohistoria y la historia juntas, o sea, el periodo de tiempo que media
entre los vestigios conocidos de los primeros pueblos con nombre propio (sumerios,
egipcios…) y la actualidad.
Nada tengo a favor o en contra de la verosimilitud de la memoria
genética, aunque, la verdad, si la especie humana empleó milenios en adoptar la
bipedestación, no deja de sorprender que los actuales humanos consumamos poco
más de un año para adoptar idéntica decisión. Claro que ello puede ser el
resultado de un proceso evolutivo consolidado que se muestra a través de
resultados que son la consecuencia lógica del mero progreso biológico, pero ¿por
qué desechar que el genoma pudiera replicar ciertas reminiscencias personales o
experienciales de nuestros antepasados?
Ya se sabe que hoy la línea que separa la vida real y la homónima
digital es crecientemente difusa. Para no poner ejemplos ajenos, señalaré que mi
nieto nació hace dieciséis meses y ya conservo en mi teléfono una media de
cuatro fotografías/vídeos diarios, que dan inequívoca fe de que existe.
Apostillaré, entre comas, que me colma de satisfacción tal circunstancia porque
me permite verlo casi diariamente aunque viva a cuatrocientos kilómetros de
distancia. Pues bien, entre esos miles de testimonios gráficos, uno de mis
preferidos es el vídeo que recoge sus primeros
ensayos para caminar erguido. Esa rutina tan común que pasa completamente
inadvertida para la mayoría, excepto para quiénes tienen impedimentos
insoslayables para practicarla y también para algunos expertos que la han
escudriñado desde diferentes puntos de vista, algunos con objetivos tan
peregrinos como descubrir en ella los rasgos de la personalidad. Sus
conclusiones aseguran, por ejemplo, que caminar de forma enérgica y con pasos
largos expresa felicidad; que deambular con paso lento o arrastrando los pies
evidencia tristeza, miedo o incertidumbre; que caminar con las manos en los
bolsillos supone confesar implícitamente que no estamos satisfechos con la
imagen que proyectamos; o que justamente sucede todo lo contrario cuando nos
movemos como si estuviésemos participando en un desfile de moda.
Nada de todo lo dicho tiene que ver con la conducta de mi nieto,
que apenas alcanza a lograr el delicado equilibrio que exige desplazarse a pie. Cada
vez que visiono la secuencia que mencionaba rememoro su epifanía en la bipedación.
Las seis o siete decenas de raudos e inconscientes pasos que ensayó cuando cumplía
los catorce meses, persiguiendo a su huidizo y estimulante padre entre lloros
inconsolables, seguramente producto de su propio asombro al descubrirse involuntario
practicante de arriesgadas conductas. Deslumbrado por una perspectiva que le
alejaba de las que le habían proporcionado hasta entonces las seguras atalayas
urdidas por los amorosos brazos de sus padres y abuelos, por las manos bienhechoras
de los amigos de sus familiares, o por la cercanía de la tierra firme al reptar
o gatear. El nuevo e ingrávido altozano que alcanzamos cuando nos ponemos de
pie por primera vez seguramente nos induce un vértigo enorme, nos hace
percibirnos frente a un abismo que nos sobrecoge. Probablemente el llanto
desconsolado de mi nieto fue su espontánea reacción a la sensación que estaba
experimentando. Nunca sabré, por otro lado, si fue expresión de lo atónito que
se sintió o de la alegría que experimentó. Lo cierto es que desde entonces no
hay marcha atrás. A partir de ahora verá la vida de otro modo. Lo importante es
que la vea desde una perspectiva sana, feliz, larga y provechosa. Al menos es
lo que yo deseo.
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