Los
profesionales de la psicología suelen decir que el insulto tiene una función
reguladora de las emociones. Aseguran que recurrimos a los insultos (incluidos
los pretendidamente afectuosos y entrañables) cuando percibimos, consciente o
inconscientemente, que algo amenaza nuestras pretensiones y somos incapaces de responder
o argumentar de otra manera. Cuando reaccionamos con un insulto a una amenaza o
a una frustración, real o subjetivamente percibida, intentamos recuperar el
estatus que creemos haber perdido pese a que ello no mejora nuestra posición; al
contrario, el insulto es un comportamiento reactivo y poco exitoso cuando se
pretende erosionar la posición del insultado.
Realmente
los insultos vienen a ser desahogos, reacciones primarias, cuya intención perciben
los demás inmediatamente. En cierto modo son como las frases hechas o los
refranes: facilitan la comunicación a base de simplificar las cosas o de empobrecer
la expresión. A veces, son ocurrencias de quienes viven la vida desde el «postureo», queriendo demostrar permanentemente a los demás que son de lo más guay, sin reflexionar
sobre los efectos que pueden ocasionar sus infantiles, descabellados e
irresponsables comportamientos. En ocasiones, sus ocurrencias –que
solo ellos celebran– afectan intensamente a las personas que les rodean, haciéndoles
sujetos pasivos de sus despropósitos que, a veces, suponen monumentales
meteduras de pata de las que suelen salir indemnes, beneficiándose de una norma
no escrita, aunque muy común en la sociedad desregulada, extremadamente
permisiva con los excesos y radicalmente restrictiva con los derechos.
Por
otro lado, aunque los insultos contribuyan a aliviar las tensiones o a regular las
emociones ello no les convierte, necesariamente, en procedimientos idóneos para
conseguir tales finalidades. Existen otros mecanismos que constituyen
respuestas más ajustadas para lograr esos propósitos. Pondré un ejemplo: es más
recomendable intentar racionalizar las amenazas percibidas utilizando técnicas
como la afirmación positiva, la detención del pensamiento, el cambio de
perspectiva o el ensayo mental, que «tirar por el camino de en medio» y optar
por el insulto, que no es otra cosa que una respuesta improvisada e
irreflexiva, una nadería comparada con cualquiera de las réplicas anteriores, que
son respuestas serenas e incomparablemente más pertinentes para el logro de la
finalidad perseguida.
Ciertos
estudiosos han intentado clasificar los insultos, agrupándolos en categorías. Básicamente
organizan el elenco de los improperios en cuatro grandes grupos: los destinados
a desmerecer o infravalorar (inútil,
zopenco), los que atribuyen estupidez o deprivación intelectual (idiota, mongolo), aquellos que aluden al
vicio y/o la depravación (degenerado,
drogota), y, finalmente, los que atribuyen cualidades que contravienen o se
apartan de las normas o convenciones sociales (gordinflas, marrano).
Los
insultos, como parte que son del lenguaje, evolucionan con él. Cada época
histórica tiene los suyos, aunque exista un poso que trasciende las modas y
asegura en cierto modo la pervivencia de la tradición en el uso del improperio.
A veces son auténticas metáforas, recurso que no solo es artificio genuino de
la imaginación poética o de la ornamentación retórica sino que también forma
parte del lenguaje común. Porque las metáforas no son simples medios formales;
al contrario, constituyen vehículos para el pensamiento y la acción. Muchos consideran
que podemos arreglárnoslas perfectamente sin metáforas, sin embargo, creo que están
profundamente equivocados porque nuestro sistema conceptual, el que posibilita que
pensemos y actuemos, es radicalmente de naturaleza metafórica. Cómo
interpretar si no befas como truhán, malandrín o granuja, que son cariñosas maneras
de etiquetar a personas astutas, ligeras y enredadoras, incluso estafadoras, cuyos
comportamientos asociales o delictivos difieren radicalmente de los de otros
especímenes actuales como los corruptos, los rufianes o los depravados.
Los
insultos seguirán formando parte de las lenguas y evolucionando con ellas. De modo
que siendo ello inevitable, y pese a que existen recursos más eficientes para
desfogarse, yo abogaría por combatir el simplismo y la impericia, también en
este ámbito. Propondría que se promocionase el uso de insultos con clase, con
pedigrí, en lugar de recurrir a la torpeza del uso constante de los diez o doce
que integran el actual top ten de la especialidad, que incluye bobadas como
gilipollas, idiota o mamón; burro, calientapollas y capullo; o puta, payaso y
cabrón.
El «arte
de insultar» es complicado y no está al alcance de cualquiera. Todos los días
escuchamos insultos vulgares, innobles, chabacanos, inoportunos e innecesarios.
Son pocos los proferidos con calidad, con actitud distante, utilizados en el
momento oportuno, bien pensados y trabados con símiles,
metáforas o hipérboles, que producen cien veces más efecto que las socorridas
mediocridades vociferadas con alusiones a los muertos o a la profesión de la
madre de turno. Por tanto, si decidimos insultar, no trivialicemos y por lo
menos hagámoslo con gracia. Incorporemos a nuestros falsarios requiebros recursos
estilísticos que aliviarán su tosquedad. Y si nuestras habilidades expresivas o nuestra imaginación son romas, al menos echemos mano de términos que den cierta enjundia
a conductas tan poco edificantes. Ahí va una propuesta de vademécum de
bolsillo que tal vez sea útil para ese propósito: botarate, papanatas, chiquilicuatre,
abrazafarolas, cenutrio, pimpín, gualtrapa, mangurrian, alfeñique, petimetre,
mascachapas, mamacallos, gaznápiro, verriondo, pelafustán, badulaque, zahorro,
estafermo, perdulario, pisaverde, zurumbático, harón, arracacho, malquisto… Es
un decir, claro.
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