viernes, 10 de noviembre de 2017

Tú me retratas, yo te castigo

"Dichoso el que ha aprendido a admirar
pero no a envidiar,
 a seguir pero no a imitar,
a aplaudir pero no a adular
 y a dirigir, pero no a manipular".
[W.A. Ward]


El chantaje emocional es una vieja estrategia que se sirve de los sentimientos y que no pasa de moda. Es una forma de control que manipula la culpa y otras emociones para lograr que la gente actúe de acuerdo con los deseos de quienes lo practican. El mensaje que esconde es taxativo: “Si no me das lo que deseo, vas a sufrir”. A veces se expresa más sutilmente, aunque con la misma interesada intención, “eres egoísta y muy malo, porque me haces sufrir”. Así pues, es una de las prácticas psicológicas más utilizadas e ilegítimas con las que, unas veces inconscientemente y otras de modo voluntario, presionamos a los otros para que actúen, digan, piensen o sientan de una determinada manera, aunque ello signifique ir en contra de sus principios.

Está tan incrustado en las relaciones sociales que no resulta fácil discernir entre cuando somos sus víctimas y cuando lo ejercitamos. De hecho, la manipulación es una de las prácticas más utilizadas en las relaciones de pareja. A menudo se exige al otro que actúe según los propios deseos o necesidades utilizando como arma los sentimientos. El silencio, las amenazas directas o veladas, los celos, o incluso la actitud victimista, son las indignas estrategias que se activan con mayor frecuencia en esas diatribas.

Chantajear emocionalmente es lo que acostumbran a hacer las gentes débiles e inseguras, carentes de argumentos y de recursos para conseguir sus propósitos. Personas incapaces de convencer a los demás con sus conductas o con sus razonamientos, que imponen torticeramente sus apetencias y caprichos utilizando los sentimientos. Gentes que no dudan en calificar a los demás de traidores a la amistad o al cariño, que entienden que les deben, cuando no acceden a sus exigencias. Esta variante de la intimidación psicológica ha prosperado en los diferentes contextos sociales, sean familiares, amistosos o de pareja. ¿Quién no ha dicho u oído aquello de: “¿es que ya no me quieres?”; o el socorrido: “con lo que he hecho por ti…”

En el fondo, estos embaucadores, burdos o sutiles, que de todo hay, son personajes tóxicos, posesivos, conocedores de los puntos vulnerables de quienes les rodean, que saben mostrarse como víctimas cuando no se accede a sus exigencias. A veces aparentan ser personas maquiavélicas y enrevesadas, incluso egoístas o malvadas; otras, rehúsan disfrazarse y se muestran tal cual son: débiles e inseguras, auténticas naderías comparadas con los que se relacionan que, contrariamente, suelen ser gentes con criterio y autonomía.

Todos hemos sido protagonistas eventuales de algún chantaje emocional. ¿Quién no ha intentado alguna vez utilizar a otras personas para conseguir algún beneficio? Sin embargo, existen importantes diferencias de grado. Ciertos chantajes son circunstanciales, transparentes y casi inofensivos, mientras otros resultan sistemáticos, retorcidos e incluso tiránicos y destructivos, llegando al maltrato psicológico y a la agresión impune, que no deja rastro ni heridas, pero que no por ello es menos dañina.

Los y las chantajistas adoptan diferentes perfiles. Unos responden a la tipología del “castigador” y son personajes toscos, que expresan con claridad lo que ansían y las consecuencias a las que se expondrán quienes no cedan a sus pretensiones. A menudo ofrecen promesas maravillosas a cambio de que se acate su voluntad. En cambio, los que adoptan el perfil del “autocastigador” son personajes más sutiles; advierten de que se dañarán a sí mismos si no se accede a sus anhelos. Son especialistas en mostrarse como víctimas, obligando a los demás a adivinar sus deseos y haciendo recaer sobre ellos la responsabilidad de satisfacerlos.

Estas manipulaciones suelen producirse en el contexto de una relación con muchos elementos positivos. El o la chantajista logra que el recuerdo de las experiencias agradables compartidas con el otro eclipse en él la percepción de que algo no funciona. De hecho, quienes sufren el chantaje optan por ceder para no quebrar el “buen rollo”. Es algo equiparable a pagar cierto peaje para obtener y/o disfrutar del cariño y/o el respeto de las personas que se aprecian. El problema es que los chantajistas ignoran los sentimientos de los demás y nunca están satisfechos. Por mucho que se ceda, piden más y más; no dudan en presionar y extorsionar hasta conseguir sus deseos, suceda lo que suceda con la autoestima o el bienestar de los otros.

Pocos son quienes no han conocido algún practicante del chantaje emocional, a cualquiera de esos individuos que utilizan las múltiples formas de intimidación para mantener a un ser cercano pendiente continuamente de sus deseos y sentimientos. Sabemos por experiencia que mantener vivas las relaciones interpersonales exige cesiones alternativas por las diferentes partes. No es eso lo que sucede con los chantajistas de sentimientos, sino otra cosa bien diferente. No es aquello de “hoy por ti, mañana por mí”; lo que prima en este caso es “yo, yo, y después de mí, yo también”. Con tan deshonesta y tóxica receta abusan de los demás, de la gente sensible y bienintencionada que ante un lagrimeo o un gesto torcido ceden a sus espurios deseos, aunque ello signifique renunciar a ser quienes son.

Evidentemente, no es ese el camino. Con los chantajistas hay que actuar de la manera que se considere idónea para cada momento y situación. Sin rehuir las circunstancias comprometidas; al contrario, aprovechándolas para dejar claro que no es así como deben conseguirse los propósitos y manteniendo la firmeza en el ofrecimiento de un diálogo sincero para llegar a acuerdos. Porque, no lo olvidemos, las relaciones interpersonales saludables se basan esencialmente en la confianza y en la aceptación, no en la toxicidad. Cuando el camino para mantener un vínculo pasa por la manipulación del otro, seguramente no merece la pena tomar en consideración tal ligazón; y mucho menos, conservarla.

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