domingo, 5 de noviembre de 2017

Confianza

He dicho en otras ocasiones que las denominadas emociones básicas contribuyen a asegurar la adaptación social y a facilitar el propio equilibrio personal, aspectos ambos que son transcendentales en la vida. Por ello me han preocupado con cierta asiduidad y me siguen interesando. Hoy me he propuesto comentar algunas impresiones sobre una de ellas, la confianza.

Es esta una emoción positiva que experimentamos las personas, que la primera acepción del diccionario de la RAE define como la esperanza firme que se tiene de alguien o algo. Algo como la certidumbre depositada en la respuesta del otro, o en que una determinada cosa sucederá. Por otro lado, no es una cualidad privativa de los humanos, sino que es patrimonio de todos los seres vivos. Bien es cierto que los animales la experimentan a nivel instintivo, mientras que las personas la practicamos consciente y voluntariamente. De ahí que alcanzarla nos cueste bastante más trabajo y esfuerzo que a ellos, porque no en vano es un recurso valiosísimo que facilita las relaciones personales y ayuda a entenderlas. Cuando confiamos en alguien, creemos indubitablemente que cumplirá sin ambages los compromisos que ha adquirido, y eso nunca ha tenido precio, y mucho menos en estos tiempos.

Esta emoción esencial puede analizarse desde el punto de vista individual, como puede estudiarse desde una perspectiva sociológica. Desde la perspectiva individual, está ampliamente contrastado que cuanta más confianza tenemos en nosotros mismos más fácilmente logramos nuestros propósitos. También es indubitable que la confianza acrecienta el optimismo y la felicidad, como se sabe por experiencia que confiar en las personas que nos rodean facilita la convivencia.

Por otro lado, desde la perspectiva sociológica, entre los expertos existe acuerdo en que el sentimiento de confianza es un recurso preciosísimo para cualquier grupo social. Y es que, pese a ser un bien intangible, a la vez es un elemento tan real y provechoso como los bienes tangibles que palpamos y disfrutamos. De ahí que se considere un activo importantísimo del capital social que atesora una determinada colectividad. De hecho, cuanto más abunda en ella, más rica se considera porque donde predomina la confianza es más fácil cooperar, emprender proyectos, realizar negocios o impulsar iniciativas sociales que en los entornos donde prima la desconfianza. La confianza propicia, incluso, que crezca la propensión a aceptar de buen grado las cargas impositivas y a cumplir las obligaciones cívicas; lo que, en último término, no hace sino redundar en beneficio de todos.

Así pues, si parece fuera de toda duda que la confianza contribuye al enriquecimiento personal y al incremento del bienestar general, como es evidente que la desconfianza conlleva importantes costes personales y sociales, ¿cuál es la razón para que sea tan común la segunda?

Básicamente, la desconfianza es un mecanismo de autoprotección. Cuando nos percibimos indefensos frente a algo o a alguien tendemos a desconfiar mucho más que cuando nos sentimos fuertes y seguros. De ahí que la desconfianza sea un dudoso patrimonio, compañero de la inseguridad, originado en el miedo a no saber defenderse de las amenazas, sean reales o imaginadas. Los desconfiados acostumbran a ser personas temerosas, con baja autoestima, que se sienten vulnerables y se protegen de todo y en cualquier situación. La tensión que acumulan y el círculo vicioso en el que se desenvuelven no hacen sino empeorar su situación porque, al desconfiar sistemáticamente de los demás, motivan que adopten  comportamientos reactivos que coadyuvan a que sientan verificadas sus hipótesis, fortaleciendo sus ideas acerca de la desconfianza.

De manera que, como en tantas otras cosas, lograr buenas cosechas exige sembrar a tiempo y extremar los cuidados a los planteles. En el ámbito al que nos referimos queda mucho camino por recorrer. No deja de ser paradójico contrastar que llegamos a la vida sintiendo las emociones de los demás con naturalidad, con plena empatía. Los primeros pasos de cualquier ser humano son esencialmente emocionales y, sin embargo, esa empatía casi universal se pierde en el olvido, por mor de no cultivarla, en un escasísimo intervalo de tiempo. Anteponemos la educación de los sentidos o de la razón a la educación de la emoción y del deseo, olvidando una cautela esencial: la educación emocional es sustancial para la crianza tanto en el ámbito doméstico como en el escolar y social.

Una persona inmersa en una buena educación emocional crecerá confiada y confiando en sí misma, será capaz de percibir sus capacidades y déficits, aprenderá de sus errores, se autoestimará y será asertiva, tendrá habilidades sociales y recursos para resolver los conflictos, será capaz de enfrentarse a los desafíos diarios y se comunicará con los demás exitosamente... No en vano las emociones condicionan el modo como afrontamos la vida; de ahí la radical importancia de su educación. Abogo tajantemente por la educación emocional como prerrequisito de cualquier aprendizaje exitoso, sea personal, social o académico. La reivindico como quimera educativa, como proceso continuo y permanente a lo largo del ciclo vital, en el que estamos concernidos todos los actores sociales: padres, amigos, compañeros, maestros, profesores…, la ciudadanía global. Como alguien dijo en cierta ocasión, la confianza de un pájaro no esta en que la rama sobre la que se posa no se rompa, está en sus propias alas. 

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