He
dicho en otras ocasiones que las denominadas emociones básicas contribuyen a
asegurar la adaptación social y a facilitar el propio equilibrio personal,
aspectos ambos que son transcendentales en la vida. Por ello me han preocupado con
cierta asiduidad y me siguen interesando. Hoy me he propuesto comentar algunas impresiones
sobre una de ellas, la confianza.
Es
esta una emoción positiva que experimentamos las personas, que la primera
acepción del diccionario de la RAE define como la esperanza firme que se
tiene de alguien o algo. Algo como la certidumbre depositada en la
respuesta del otro, o en que una determinada cosa sucederá. Por otro lado, no
es una cualidad privativa de los humanos, sino que es patrimonio de todos los
seres vivos. Bien es cierto que los animales la experimentan a nivel instintivo,
mientras que las personas la practicamos consciente y voluntariamente. De ahí
que alcanzarla nos cueste bastante más trabajo y esfuerzo que a ellos, porque no
en vano es un recurso valiosísimo que facilita las relaciones personales y
ayuda a entenderlas. Cuando confiamos en alguien, creemos indubitablemente que cumplirá
sin ambages los compromisos que ha adquirido, y eso nunca ha tenido precio, y mucho
menos en estos tiempos.
Esta
emoción esencial puede analizarse desde el punto de vista individual, como
puede estudiarse desde una perspectiva sociológica. Desde la perspectiva
individual, está ampliamente contrastado que cuanta más confianza tenemos en
nosotros mismos más fácilmente logramos nuestros propósitos. También es
indubitable que la confianza acrecienta el optimismo y la felicidad, como se sabe
por experiencia que confiar en las personas que nos rodean facilita la
convivencia.
Por
otro lado, desde la perspectiva sociológica, entre los expertos existe acuerdo
en que el sentimiento de confianza es un recurso preciosísimo para cualquier grupo
social. Y es que, pese a ser un bien intangible, a la vez es un elemento tan
real y provechoso como los bienes tangibles que palpamos y disfrutamos. De ahí
que se considere un activo importantísimo del capital social que atesora una determinada
colectividad. De hecho, cuanto más abunda en ella, más rica se considera porque
donde predomina la confianza es más fácil cooperar, emprender proyectos, realizar
negocios o impulsar iniciativas sociales que en los entornos donde prima la
desconfianza. La confianza propicia, incluso, que crezca la propensión a
aceptar de buen grado las cargas impositivas y a cumplir las obligaciones
cívicas; lo que, en último término, no hace sino redundar en beneficio de
todos.
Así
pues, si parece fuera de toda duda que la confianza contribuye al enriquecimiento
personal y al incremento del bienestar general, como es evidente que la
desconfianza conlleva importantes costes personales y sociales, ¿cuál es la
razón para que sea tan común la segunda?
Básicamente,
la desconfianza es un mecanismo de autoprotección. Cuando nos percibimos indefensos
frente a algo o a alguien tendemos a desconfiar mucho más que cuando nos
sentimos fuertes y seguros. De ahí que la desconfianza sea un dudoso patrimonio,
compañero de la inseguridad, originado en el miedo a no saber defenderse de las
amenazas, sean reales o imaginadas. Los desconfiados acostumbran a ser personas
temerosas, con baja autoestima, que se sienten vulnerables y se protegen de
todo y en cualquier situación. La tensión que acumulan y el círculo vicioso en
el que se desenvuelven no hacen sino empeorar su situación porque, al
desconfiar sistemáticamente de los demás, motivan que adopten comportamientos reactivos que coadyuvan a que sientan
verificadas sus hipótesis, fortaleciendo sus ideas acerca de la desconfianza.
De
manera que, como en tantas otras cosas, lograr buenas cosechas exige sembrar a
tiempo y extremar los cuidados a los planteles. En el ámbito al que nos
referimos queda mucho camino por recorrer. No deja de ser paradójico contrastar
que llegamos a la vida sintiendo las emociones de los demás con naturalidad,
con plena empatía. Los primeros pasos de cualquier ser humano son esencialmente
emocionales y, sin embargo, esa empatía casi universal se pierde en el olvido,
por mor de no cultivarla, en un escasísimo intervalo de tiempo. Anteponemos la
educación de los sentidos o de la razón a la educación de la emoción y del
deseo, olvidando una cautela esencial: la
educación emocional es sustancial para la crianza tanto en el ámbito doméstico
como en el escolar y social.
Una
persona inmersa en una buena educación emocional crecerá confiada y confiando en
sí misma, será capaz de percibir sus capacidades y déficits, aprenderá de sus
errores, se autoestimará y será asertiva, tendrá habilidades sociales y
recursos para resolver los conflictos, será capaz de enfrentarse a los desafíos
diarios y se comunicará con los demás exitosamente... No en vano las emociones condicionan el modo como afrontamos
la vida; de ahí la radical importancia de su educación. Abogo tajantemente
por la educación emocional como prerrequisito de cualquier aprendizaje exitoso,
sea personal, social o académico. La reivindico como quimera educativa,
como proceso continuo y permanente a lo largo del ciclo vital, en el que
estamos concernidos todos los actores sociales: padres, amigos, compañeros,
maestros, profesores…, la ciudadanía global. Como alguien dijo en cierta
ocasión, la confianza de un pájaro no esta en que la rama sobre la que se posa no se rompa, está en
sus propias alas.
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