Hace
pocas semanas que Manuel Valls, el denigrado y vilipendiado exprimer ministro
francés y exsecretario general del PSF, ofrecía en el suplemento Ideas,
del diario El País, algunas impresiones
sobre el libro de Gilbert Grellet, que salía a la venta a primeros de este mes
de noviembre con un largo título: Un
verano imperdonable. 1936: la guerra de España y el escándalo de la no
intervención.
El
comentarista, abundando en un asunto trillado, exponía ciertas consideraciones
acerca del significado de la Guerra Civil y de sus vínculos con la subsiguiente
Guerra Mundial que, en mi opinión, nada añaden a lo que otros han reiterado
pródigamente. A partir de ellas, deducía algunas conclusiones sobre los
cicateros posicionamientos adoptados por su país y por el Reino Unido, de
Winston Churchill, que fueron determinantes para el desenlace de la tragedia
española. Por otro lado, les oponía con vehemencia el espíritu de resistencia
que representaron gentes como Malraux y otros, que, en su opinión, representan
la antítesis de aquella impresentable determinación.
Aún
siendo sustanciales estas reflexiones –dado que apuntan a la parte nuclear del
problema– no son precisamente el asunto que hoy me interesa. Lo que retengo del
argumentario de Valls, lo que concita mi atención, son los párrafos finales de
su artículo en los que detalla algunas lecciones que deben extraerse de cuanto
sucedió en aquel lejano verano de 1936. Y me interesan particularmente porque
son enseñanzas no aprendidas que, lamentablemente, en mi opinión, están de
plena actualidad.
Alude,
en primer lugar, a la ineludible obligación de ser lúcidos que tienen los
responsables políticos y que debería requerírsenos, también, a todos los
ciudadanos. Concuerdo con él en que una de las
principales enseñanzas que nos legó el verano del 36 es que no debemos
acomodarnos en los brazos de la complacencia que producen las posturas
evidentes. No se puede sucumbir al desahogo que proporcionan las soluciones de
conveniencia. Al contrario, hemos de esforzarnos en practicar el discernimiento
crítico, con tesón, incluso cuando conlleve enturbiar las relaciones con
nuestros socios y colegas, y hasta cuando propicia los desacuerdos y las
rupturas con los aliados. No pueden traicionarse los principios, ni siquiera
cuando los demás están determinados a hacerlo. De manera radical y sin ambages.
Políticos y ciudadanos estamos obligados a empeñar nuestras capacidades
cognitivas, nuestros recursos analíticos y reflexivos, en examinar
rigurosamente las situaciones y en enfocar los problemas, aunque ello
signifique ir contracorriente. Hemos de activar los reflejos y la capacidad de
reacción en los momentos de tensión y/o de incertidumbre para tratar de
asegurar la mayor coherencia entre las acciones y las convicciones. Ser lúcido
no equivale a ser docto o erudito, significa, simplemente, ejercitar la
capacidad de razonar y comprender con sensatez, claridad y premura. Dicho de
otro modo, esforzarse por tener activadas permanentemente la perspicacia y la
sagacidad en lugar de sucumbir a la acomodación y al conformismo.
La
segunda lección apunta a la intransigencia. Una actitud que no afecta igual a
las ideas que a los principios, que es sana y valiente, y que debe ejercitarse frente a la razón y/o la fuerza
del poder, especialmente cuando éste se manifiesta con arrogancia y/o
estupidez. Concuerdo con Valls en que se puede y se debe debatir sobre
cualquier idea, pero no sobre determinados principios. Para su defensa no cabe
otra actitud que la intransigencia. Inequívocamente, se debe ser intransigente
con quienes cuestionan la dignidad del ser humano o su libertad individual, con
quienes niegan la igualdad de todos o la solidaridad. Es irrenunciable combatir
las anomalías que arremeten contra el humanitarismo, como es ineludible
defender los valores cívicos: la igualdad, la honestidad, la integridad, la
abnegación, la laboriosidad, el activismo político y, en general, el compromiso
con la suerte de los demás. Todos ellos son principios situados en las
antípodas de la ambición, la ostentación o la avaricia, del cinismo, la
cobardía, la extravagancia o el lujo, anomalías, todas, que alimentan las actitudes
opresivas y la corrupción.
La
tercera lección alude a eso que retóricamente se conoce como “altura de miras”.
Algo de lo que carecieron las llamadas “potencias occidentales” cuando con su
tibieza e indefinición propiciaron la gran farsa de la “no intervención”. El
recelo del Foreign Office y el ‘mindungueo’ francés facilitaron y consintieron
que Alemania e Italia apoyaran sin reservas la causa de los sublevados.
Obviamente, no por convicciones filantrópicas sino porque tenían la mirada
puesta en “mayores empresas” que estaban por llegar, para las que se preparaban
intensivamente utilizando el magnífico banco de pruebas que les ofrecía la
Guerra Civil. La tríada que completó la Unión Soviética, tan desleal a los
principios de la no intervención como cicatera y rácana en la ayuda a sus
camaradas republicanos, no tiene parangón hasta hoy. Como dice Grellet en su
libro, todos adoptaron actitudes y disposiciones imperdonables, sin paliativos.
Actitudes y acciones que les condenan ad
eternum, sin remisión posible.
Los
demócratas, las gentes con convicciones, debemos intentar aprender y sacar
provecho de las lecciones que nos ofrece la Historia. Esta nos enseña que
sucumbir a los intereses inmediatos y a las actitudes egocéntricas nos
convierte en seres miserables, capaces de desplegar conductas tan imperdonables
como las mencionadas. Los demócratas estamos obligados a no retroceder, a no
abandonar nunca y a esperar siempre porque, si nos vence la tibieza, habremos
fallado estrepitosamente como lo hicieron las viejas potencias europeas.
Nuestra determinación será, entonces, tan imperdonable como la de quienes
propiciaron el abandono del proyecto republicano en las fauces de los
implacables golpistas.
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