She
wore blue velvet
bluer than velvet was the night
softer than satin was the light
from the stars
bluer than velvet was the night
softer than satin was the light
from the stars
[B. Vinton]
Bobby
Vinton, cantante estadounidense conocido como “el príncipe polaco”, que además
de esos ascendientes también tiene otros lituanos, es el autor de la popularísima
Blue Velvet, canción que versionada
por el incombustible Tony Bennett alcanzó nada más y nada menos que el número uno
del Billboard Pop Singles Chart, en
1951. Un tema que, además de emocionar durante décadas a decenas de millones de
personas, sirvió de inspiración a la película homónima, escrita y dirigida
por David Lynch en 1986. Un clásico que lanzó a su director al estrellato
internacional.
Como
tantos otros de sus colegas, es probable que el autor de Blue Velvet jamás imaginase que la popularidad de su tema llegaría
a donde lo ha hecho. No solo nos ha turbado a millones de personas,
acompañándonos en algunos de nuestros momentos más inolvidables, sino que, como
he dicho, inspiró a Lynch para crear uno de los grandes temas de su universo
visual, que muestra las imbricaciones entre realidad e irrealidad, entre luz y
oscuridad, entre mal y bien, entre
sueños y vigilia. Una película que nos brinda su magistral visión de la América
profunda, ese mundo idílico construido sobre un ideal dogmático que se
estremece cuando se confronta con la realidad. Probablemente Vinton todavía podía
imaginar menos que su emblemática canción llegaría a convertirse en uno de los
acompañamientos del erotismo homosexual jamás visto hasta entonces en el cine,
como el que se ofrecía en la película Scorpio
Rising (1964), de Kennet Anger.
En
Alicante –el
pequeño universo donde algunos encontramos prácticamente cuanto necesitamos– hay una tienda rotulada con el sugerente título
de Blue Velvet. Sobre su entrada, en un
sencillo panel de color terracota, situado sobre una persiana metálica en la
que se reproduce una pareja cinematográfica que desconozco, se destaca en
letras amarillentas ese rótulo fluyendo de la bocina de un viejo gramófono y anunciando
la compraventa de discos, libros y compactos. Ya se sabe: las pequeñas argucias
de los comerciantes para evitar que los grafiteros se enseñoreen de las
persianas de sus escaparates.
Desconozco
si tal establecimiento continúa abierto porque no percibo últimamente signos de
actividad allí. En cualquier caso, más allá de que hubiese entre sus
existencias un viejo vinilo con reminiscencias de terciopelo azul, la propia
fachada del edificio es una cuajada alegoría de ese color. Y no de un matiz de
azul cualquiera, sino de un vistoso tono océano, que combina divinamente con
otros vivos colores con los que se han pintado algunas casas colindantes (ocres
amarillos y rojos, azul cobalto, verde veronés…).
La fachada a la que aludo corresponde a un respetable número de viviendas que
conforman un edificio que ocupa la esquina que delimitan la calle Campos
Vasallo y la Plaza de los Hermanos Pascual. Este último es un pequeño espacio
de la ciudad sobre el que haré algún comentario, que va más allá de la razonable
propuesta de los munícipes para cambiar su denominación, afectada plenamente
por la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica. Se ha propuesto que en lo sucesivo se
conozca con el nombre de Plaza de José Estruch, en homenaje al profesor
y dramaturgo, largamente exilado, que acabó siendo docente en la Escuela de
Arte Dramático de Madrid durante el tardofranquismo.
Tal
vez lo que debería destacarse, en primer lugar, es que el espacio al que me
refiero no es realmente una plaza. Es, más bien, una especie de peana troncopiramidal, que ha servido para nivelar y facilitar el uso de
un pequeño terraplén de la cara sur del redundante Monte Tossal. Cuando paso
por allí, cosa que hago a menudo, esa apacible placeta me sugiere una especie
de metáfora de lo que es la propia ciudad.
Por
un lado es recoleta, amable, acogedora, fantástica. Un espacio mínimo que
dispone de una gran pérgola que cubre parcialmente una magnífica buganvilla de
color fucsia, que da una extraordinaria sombra y a cuyo resguardo se descansa
maravillosamente tras el paseo matinal. Y, sin embargo, apenas deslizas la mirada unos metros hacia delante, encuentras los artefactos de un parque infantil que desmerece en el entorno en que se ha instalado. Y lo que es peor, algunos pasos más allá rechina
una presuntuosa y mínima pseudoreserva ecológica, habilitada para acoger las
micciones y deposiciones de los canes, que debiera ser ajena a la plaza, y
mucho más a los niños que juegan a escasa distancia de ella.
Por
otro lado, en los extremos de las colindantes y vetustas edificaciones,
recientemente pintadas y adecentadas, se observan fachadas de casas descuidadas,
degradadas y semiabandonadas, que contrastan estridentemente con aquéllas y que
son exponente de la dejadez que invade crecientemente la trama urbana en este y otros barrios de la ciudad. Es más,
junto a ambas conviven pequeñas viviendas unifamiliares, algunas bien
conservadas, que lindan con altas torresde apartamentos, dándole un aire anárquico
a este tramo de la particular y primigenia ronda de circunvalación que conforma la avenida de
Pérez Galdós.
De
alguna manera, este pequeño rincón, que pudo ser el penúltimo reducto romántico
del centro urbano, reproduce los méritos y deméritos de su reciente
historia urbanística, caracterizada por una constatación irrefutable: nunca
tuvimos un modelo definido de ciudad. Durante la historia reciente las ideas subyacentes
a planes y ordenanzas urbanísticas jamás han respondido a un modelo científico
y racional, simplemente han aportado sesgadas inspiraciones acordes con los
dictados interesados de los mandamases de turno. Así lo fue en el primer
franquismo, cuando el pensamiento totalitario de inspiración falangista
impregnó el orden arquitectónico y urbanístico de las plazas de la Montañeta y
del Ayuntamiento, que materializan la antítesis de lo que hoy se entiende por
espacio público. Nada tienen que ver con un uso de esa naturaleza porque son simples
y descarnadas escenografías del poder dominante. Algo que José R. Navarro nos
recuerda, de vez en cuando, apoyándose en las teorías de Henri Lefebvre, que
sostiene que el espacio vacío en la ciudad construida es una representación del
poder; o, dicho de otro modo, el espacio público no es un espacio producido
para ser usado, sino para ser “leído”.
Como decía, la pequeña plaza también hace honor, a pequeña escala, a
otros hitos de la historia urbana de Alicante que, años después, en la década
de los sesenta, permitió y autorizó la construcción de edificios de gran altura
que marcaron y marcan su paisaje. El urbanismo de la época tiene el triste
honor de representar el paradigma de las irregularidades e ilegalidades de la
época del desarrollismo (de todas las épocas, habría que decir), que ni
siquiera se ocultaban, al contrario, se exhibían sin pudor justificándolas con
argumentos como los esgrimidos por Agatángelo Soler, alcalde de la ciudad desde
1954 a 1963, en respuesta a un largo y crítico escrito del presidente del
Colegio de Arquitectos, que recogía el diario Información el 8 de septiembre de 1968: “Lo que había que hacer,
con estudios minuciosos y lentos, era incompatible con la explosión de
vitalidad que se nos venía encima y que Alicante no podía desaprovechar.
Mientras no se pusieran al día las ordenanzas, había que dar facilidades, aunque
fuese en precario, para que Alicante construyera y construyera, y se adelantara
a la invasión del turismo”.
En
fin, nada tiene que ver pero, por aquello de que habrá que concluir, Alacant
a part, Josevicente Mateo. En blue, añado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario