Esta
mañana me he despertado entretejiendo pensamientos sobre el monotema conversacional
de los últimos meses: la cuestión catalana. Mientras urdía argumentos al hilo
de mis reflexiones en torno a las aristas y vertientes que ofrece un problema tan
viejo como complejo, he abierto en la tableta una página del diario El País y me
he encontrado con la habitual viñeta de Andrés Rábago, El Roto. He contemplado
durante unos minutos la enésima muestra del talento de esta luminaria patria,
que nos tiene acostumbrados a sus genialidades. En este caso, la ilustración
muestra una venerable figura que se asemeja a una especie de “lama”, ataviado
con unos ropajes impropios que, mirando al observador, sentencia con
rotundidad: “Los conflictos hacen grandes a los pequeños, y hacen pequeños a
los grandes”.
Viñeta de El Roto (El País, 26 septiembre) |
Me
parece una acertada metáfora de la situación que hoy vivimos en este país plural,
que incluye tan variopintas realidades e interpretaciones territoriales
(nacionalidades, regiones, comunidades autónomas, ciudades con autonomía…). Por
un lado, el elemento grande, el Estado, el gigantesco aparato
burocrático-político-económico-policial que cada día que pasa empequeñece su
dignidad, mal dirigido por una clase política que no merece tal nombre, cuya
impericia y/o ‘torticería’ la desacreditan para gestionar y representar a una
ciudadanía infinitamente más decente. Con la excusa del secesionismo, está
acabando de laminar derechos fundamentales que todavía permanecían en pie
después de la magna campaña de demolición que acompañó y acompaña a la última
gran crisis económica. A cuenta de ella se han allanado multitud de derechos
laborales, buena parte de las conquistas sociosanitarias y algunas libertades.
Elementos, todos, fundamentales para que los ciudadanos sean seres autónomos,
protagonistas y dueños de sus vidas y sus destinos. Hoy, por desgracia, hemos hipotecado
buena parte de todo ello ad infinitum.
Hasta el punto de que es difícil aventurar qué generación futura acabará de
pagar, si logra hacerlo, la terrorífica deuda pública que han contraído los gobernantes
malandrines, que siguen acrecentando sin recato para mayor preocupación y escarnio
de todos, y para mayor lucro de los pocos impresentables (especuladores, titulares
de fondos buitre, gentes sin alma) que se reparten a manos llenas la tarta que
todos producimos. Esa gente que es dueña de las emisiones de deuda pública y de los principales valores económicos patrios (IBEX 35), adquiridos a precio de
saldo, que les confieren derechos y atribuciones que harán valer algún día, arrodillándonos
y obligándonos a atender sus exigencias (¿de qué soberanía, pues, hablamos?).
Por
si todo lo anterior no fuera suficiente, ahora, con la excusa del secesionismo,
se están allanando otros derechos fundamentales. ¿Acaso significa otra cosa la
suspensión de facto de la autonomía en Cataluña? El Estado, sin remilgo alguno,
ha intervenido asuntos esenciales del autogobierno como la actividad económica (nadie
puede gestionar un euro sin el control del Gobierno Central), el orden público
(subordinando la jerarquía de los Mossos d’Esquadra a la de la seguridad del
Estado), la tutela judicial (vehiculada a través de la fiscalía y casi siempre sumisa
a las indicaciones de tribunales especialmente politizados, como el Supremo y
el Constitucional) o la libertad de expresión (cada día con mayores cortapisas
y limitaciones). Con la excusa del independentismo se está empequeñeciendo a
una velocidad de vértigo la talla de la civilidad que debiera amparar un Estado
de Derecho que, bien al contrario, se desmonta día a día, de tapadillo y por la
vía de los hechos consumados, sin luces ni taquígrafos y sin garantías ni
controles parlamentarios. Dos pruebas incontrovertibles de ello son el
desmantelamiento del pacto territorial establecido en la Constitución, generado
por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut (2010), que está
en el origen del actual desorden institucional y que el constitucionalista
Pérez Royo ha documentado ampliamente. La otra es la aplicación del artículo
155 de la Constitución por la vía de los hechos, sin las formalidades y las
garantías requeridas por semejante excepcionalidad, eludiendo el control parlamentario
de la actividad gubernamental mandatada por aquella.
Por
otro lado, estoy convencido de que, más allá de los números que manejan los interesados
de uno y otro lado, los catalanes independentistas son los que son. Llevando
las cosas al extremo, creo que no alcanzan el millón ni por asomo. Y debemos
recordar que en Cataluña viven más de cinco millones y medio de personas con
derecho a voto. Por tanto, aun suponiendo que solo la mitad de ellas ejerciera
su prerrogativa de voto, sus respectivas opciones, que nunca serían a favor de
la independencia, duplicarían en número a quienes optan por ella.
Sin
embargo, hoy, el independentismo parece –o se presenta como– una auténtica
fuerza de la naturaleza, un fenómeno que asemeja alcanzar proporciones formidables.
Por diferentes motivos, se ha generado un estado de cosas que facilita que se
incluya en el mismo saco lo que le pertenece por derecho propio y también, paradójicamente,
las opciones de otras muchísimas personas que nada tienen que ver con las expectativas
independentistas. Se agranda así la sombra de lo pequeño, que algunos
interpretan como símbolo inequívoco de que cae el crepúsculo.
Llegados
a este punto, es inevitable preguntarse: ¿cómo se han podido hacer tan mal las
cosas? ¿O es que, por el contrario, se han hecho muy bien dependiendo de según qué intereses? Porque, en
mi opinión, este guirigay solo beneficia a los posicionados en los extremos, a
quienes situados en polaridades opuestas ansían por igual la anomia y el
autoritarismo, dado que lo único que les importa son sus propios intereses.
Nos
encontramos en una encrucijada que expresa el mayor de los dislates, estamos
posicionados en el despropósito más inverosímil. Una situación que aparenta ser
un callejón sin salida y que, bien al contrario, puede tener muchas. Si se convocase
un concurso de ideas al respecto aflorarían decenas de soluciones originales,
imaginativas y eficientes. A vuelapluma, se me ocurren al menos dos. Si tuviese
en mis manos la responsabilidad de intentar resolver este conflicto, aplicaría
dos tentativas de solución que ya han sido experimentadas en otros contextos.
La primera sería remedar, adaptándola, la llamada “Ley de claridad” canadiense.
En síntesis, sería algo así como asegurar a los cinco millones y medio de
ciudadanos catalanes con derecho a voto la oportunidad de pronunciarse con
garantías respecto a la independencia de Cataluña y de sus particulares
territorios. Más allá de que varios centenares de miles de ellos optasen
legítimamente por la independencia, debería darse la opción a la
autodeterminación a toda la colectividad catalana, llevando este principio a
sus últimas consecuencias. De modo que, de la misma manera que Cataluña podría
independizarse de España, cualquier otro espacio territorial catalán, fuese
provincia, ciudad, población o comarca, podría hacerlo de Cataluña. De manera
que mientras unos podrían optar por independizarse como país, otros podrían
decidir lo contrario, o algo diferente con relación a su vínculo con el
hipotético nuevo Estado. De modo que si una provincia, veinte ciudades o
trescientos pueblos no optasen por la alternativa independentista podrían
desvincularse de la nueva realidad territorial, permaneciendo donde corresponda
según lo que preestablezca una previa y reformada Constitución, que, por
cierto, debería incorporar algunas otras cautelas fundamentales, como la
exigencia de mayorías cualificadas para adoptar decisiones tan trascendentales
o contar con la aprobación previa de los respectivos parlamentos.
Otra
solución posible sería pactar, sin más argumentos, un referéndum sobre la
autodeterminación, con todas las garantías y a tres o cuatro años vista. Un tiempo
más que suficiente para sosegar los ánimos, cambiar los actores de reparto y que
las diversas opciones tengan sobrada oportunidad de hacer campaña, pedagogía,
demagogia, etc. sobre las virtualidades de sus respectivas alternativas.
Siento
una profunda vergüenza cuando leo o escucho cada mañana, en esa especie de
patio de vecindad ‘customizado’ que conforman las redes sociales, decenas de ocurrencias
y chirigotas que ofrecen revisiones interesadas de la historia de España y de Cataluña,
que nada tienen de Historia pero que contribuyen, y mucho, a agrandar la enorme ceremonia de la confusión
existente, construida sesgadamente sobre la formidable ignorancia que todavía embarga
a la población del país. Me restriego los ojos no dando crédito a lo que
observo en los vídeos tomados últimamente a las puertas de las comisarías, que reproducen
despedidas “épicas” que se dan a funcionarios policiales que parece que se
acaban de enrolar en fuerzas expedicionarias y se disponen a combatir a un
hipotético y feroz enemigo. Cuando simplemente se dirigen a cumplir sus
obligaciones reglamentarias, limitadas a garantizar el orden público en la
provincia de al lado o un poco más allá (lugares en los que, por cierto, hasta
hoy no se han producido particulares desórdenes), eso sí ardorosamente
envueltos en los símbolos patrios, arengados por algún mando montaraz y
espoleados por grupitos de ciudadanos y por colegas que parecen más preocupados
por defender sus provechos que el interés general, que es para lo que cobran sus
salarios con cargo al erario público, al que presuntamente contribuimos todos.
Alucino
con la pequeñez con que se muestra ante nuestros ojos la enorme maquinaria del
Estado, que cuatro chiquilicuatres han convertido en un auténtico esperpento.
Me restriego los ojos para acabar de despertarme e intentar entender cómo ha
sido posible que una minoría independentista haya logrado aglutinar en tan breve espacio de tiempo semejante
pandemónium de intereses contradictorios, que probablemente tiene el mismo
futuro que un caramelo a la puerta de un colegio.
Y
todo ello, junto y separadamente, me produce vergüenza y preocupación. Y si se
me apura, hasta miedo. Como sugiere El Roto: Grande pequeño, y viceversa.
Paradojas del tiempo que nos toca vivir. ¡Ojalá llegue noviembre sin que suceda ninguna catástrofe!
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