El
episodio de lluvias acaecido la semana pasada dejó cincuenta o sesenta litros
por metro cuadrado en Alicante y aledaños. Una excepción en agosto y, a la vez,
una auténtica bendición para la tierra, para la mar y para los animales y
plantas que las habitan. También para las personas que, por fin, hallamos un
pequeño desahogo en este soporífero verano –¿cuántos son ya?–. Las
bondades de la eventual lluvia estival han alcanzado a todo el mundo, incluido un
pequeño grupo de animales invertebrados, los moluscos, habitantes de cualquier
espacio en el que more una minúscula planta.
Los
solares y las viejas y abandonadas parcelas agrarias de las afueras están
sembrados de estos pequeños, rastreros y silenciosos seres, que únicamente precisan
el rocío de una noche desembarazada de nubes y nieblas, o
las párvulas gotas de un esporádico ‘aguarrujo’, para expandir su pie y desplazar
el abultado caparazón que lo preserva por los tallos de las barrillas y los
hinojos, por la hojarasca que reposa al pie de algarrobos y olivos desairados
que sobreviven de aquella manera, por las hojas coriáceas de plantas como el
‘ensopegall’, el cantueso o la orquídea pobre. En ese efímero ecosistema, reseco
y abrasado, engrudados a los tallos de hinojos, cardos y bledos, o encubiertos
en las oquedades que acogen las raíces de los arbustos, sobreviven durante
meses estos pequeños moluscos, que aprovechan las lluvias circunstanciales para
alimentarse de la ruda y exigua vegetación que les ofrece la rala pradera que
constituye su hábitat. En este caso, dado que han sido varios los días en que las
nubes han vertido su preciosa carga, han gozado de una oportunidad excepcional para
pacer a sus anchas y llenar a rebosar su aparato digestivo, como previendo el
largo ayuno que seguramente les espera.
Conozco
en los alrededores del entrañable barrio de Rabasa pequeños rincones con las
características mencionadas, que todavía permanecen ajenos a las micciones y deposiciones
de los chuchos paseantes y a los desechos que producen las necesidades y
apreturas –también el incivismo– de algunas cuadrillas de visitantes dominicales,
que pasan el día a la sombra de los pocos árboles que quedan.
¡Ay,
los caracoles! Una de las viandas que, junto con las vísceras, menos apetece
hoy a la gente. Encontrar un puesto de casquería en cualquier mercado es casi
una quimera. Solamente algunas carnicerías ofrecen limitadísimas vísceras,
prácticamente reducidas al hígado y poco más. Es evidente que con el
desarrollismo cambiaron los hábitos alimentarios. Simultáneamente a la
proliferación de los establecimientos de comida rápida, sobre todo pizzerías y
hamburgueserías, han menguado los menús a base de platos de cuchara y casi han desaparecido las casquerías que ofrecían en sus expositores mollejas,
zarajos, entresijos, gallinejas, criadillas, sangre, cabecitas y manitas de cordero o cabrito, riñones de
cerdo, sesos, morro, careta, asadura, lengua de ternera, etc. Mencionar a niños
y jóvenes cualquiera de estos productos –y explicarles lo que son, porque
desconocen la mayoría de ellos– equivale a provocarles muecas de aprensión y
repugnancia. ¡Cómo hemos cambiado!
Actualmente la
comercialización de los caracoles silvestres es ilegal porque escapa a
todo control sanitario y su ingesta puede provocar intoxicaciones si están
contaminados por helicidas y productos fitosanitarios, o se conservan en mal
estado. Una ley de 2007 prohíbe genéricamente su recolección, permitiendo
exclusivamente la venta de los criados en granja que dispongan de registro
sanitario. Por otro lado, la recogida para el
autoconsumo ha dejado de ser la práctica ancestral que fue. En nuestra tierra,
un decreto del Consell, de 2012, limita esa práctica a un kilogramo por persona
y día, si se trata de caracoles comunes; y solamente a 300 gramos para la
variedad denominada iberus gualterianus,
más conocida como ‘vaqueta’ o ‘serrana’.
Así
pues, la venta de caracoles está muy reglamentada, lo que hace que su
comercialización se circunscriba a mercados y grandes superficies, donde se
venden convenientemente envasados y con todas las garantías sanitarias. No obstante, de vez en cuando, en los aledaños de los mercadillos y fuera de toda
regulación y control, algunas personas ofrecen caracoles que presuntamente han
recolectado, sin garantía alguna, lo que desaconseja su adquisición y su
consumo.
De modo que los caracoles silvestres se han convertido en un producto
casi proscrito, categorización que en absoluto me disuade de la propensión que
siento hacia ellos. Por eso, en ocasiones, cuando caen cuatro gotas, me falta
tiempo para perderme en esos espacios aledaños de la ciudad y atrapar una
pequeña cosecha de moluscos, que eclosionan su vida a la
luz de las aguas. Anteayer, por ejemplo, aún sin llover, lo hice y con estimable
fortuna, pues recogí bastantes de pequeño tamaño y otros más medianos, que se
habían animado a salir de sus escondrijos por efecto del ambiente relativamente
húmedo, fruto de la continuidad de la lluvia en los días precedentes.
Completé
alrededor de tres cuartos de kilo e impaciente, nada más llegar a casa, me
apresuré a prepararlos de acuerdo con una sencilla y vieja receta que aprendí
de mi madre. Desoyendo su primera y fundamental instrucción –confinarlos
en una malla o bolsa transpirable durante unos días para que ayunen y vacíen
sus intestinos–, preso de la precipitación por el ansia de saborearlos, los enjuagué exhaustivamente dándoles bastantes aguas, los deposité en una olla con agua fría y los puse “a engañar” a fuego lento. Estimulados por la humedad y el suave
calorcito que les llegaba del fogón, fueron sacando lentamente sus mollas y cayendo en
la apacible y mortífera trampa que les había preparado. Entretanto fui preparando la salsa para
condimentarlos, a base cebolleta bien picada, un par de dientes de ajo, una
hojita de laurel, un par de pellizcos de hierbabuena, tres cucharadas soperas
de tomate y una pizca de cayena para dar un toquecito picante a un producto
que por sí solo resulta bastante insípido.
Ambas
tareas concluyeron casi simultáneamente. De modo que sólo restaba lavar
nuevamente los caracoles ya "engañados" y mezclarlos con la salsa en la olla, añadir agua
hasta cubrirlos y dejarlos cocer a fuego lento por espacio tres cuartos de hora.
Excuso decir el festín que me dí en el aperitivo de ayer y el que pienso darme
este mediodía. Además, todavía sobrará una pequeña reserva que congelaré para consumirla en otra ocasión. Solo
un pero que ponerle a la faena: no haber tenido paciencia para condimentarlos
pasados unos días, cuando hubiesen ayunado lo suficiente. Con los caracoles
pequeños este detalle apenas tiene relevancia, pero los de mayor tamaño requieren
esa cautela, que mi impaciencia eludió indebidamente. Más allá de ese pequeño contratiempo,
estaban deliciosos.
Cada
vez que voy a recolectar caracoles, da igual si lo hago cerca de la ciudad o en
la soledad de una sierra, no puedo evitar que se reaviven en mi ciertas sensaciones. Por una parte, y pese a que
respeto lo reglamentado, tengo la impresión de que soy casi un furtivo, o al
menos un pequeño granuja que se apropia de bienes que no le pertenecen,
aunque realmente tampoco sean de nadie. Por otro, me agrada sobremanera tomar con mis manos, directamente en su hábitat, los productos que voy a consumir porque es algo que cada vez me resulta
más difícil hacer realidad. Finalmente, me relaja extraordinariamente vagar por el campo,
hurgar entre los matojos, descubrir las oquedades… Entonces, tengo la impresión de que se para el
reloj y olvido cuanto sucede a mi alrededor. Y eso, a ratos, no tiene precio.
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