Hace
meses que queríamos vernos con unos buenos amigos. A unos y a otros nos
entretienen unas y otras cosas, haciendo que a veces pasen las semanas y los
meses sin que se tercie la oportunidad de compartir algunas horas. Ayer tuvimos
la ocasión de hacerlo en un lugar agradable, junto al mar, ocupando un par de ellas
en una conversación distendida, despaciosa e interesante, como era de esperar.
Tras un rápido repaso a las cuestiones de salud, familia y amigos comunes,
abordamos el comentario de otras facetas del día a día: oportunidades de ocio,
proyectos inmediatos, situación social y política del país y del mundo, etc. En
uno de sus últimos comentarios, mi amigo Ramón aseguraba, no sin cierto resabio,
que es pesimista cara al futuro. Le respondí que compartía su pesimismo porque
la mayoría de los indicios que percibo no auguran precisamente la proximidad de
una nueva primavera gozosa. Ni para el empleo, ni para las perspectivas
económicas de las familias, ni para la mejora de la felicidad de la gente; más
bien parece todo lo contrario. Lo que atisbo que llega es más resignación, más
renuncias, más obligado conformismo, más inmediatez en los planteamientos
vitales y menos perspectivas de futuro, pese a lo que anuncian los voceros del
gobierno de turno –de los gobiernos, en general– que hace tiempo que,
permítaseme la grosería, no solo nos mean sino que quieren que digamos que
llueve.
Ciertamente,
el pesimismo es la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más
desfavorable. Una perspectiva que actualmente comparten millones de
conciudadanos, espantados con las noticias que día a día nos machacan desde
hace años a nivel nacional e internacional. Domésticamente, la mayoría
sociológica que expresan los resultados de las últimas confrontaciones
electorales se pregunta, por ejemplo, qué más debe suceder en el país –además
de que nos roben a manos llenas, nos mientan compulsivamente, quebranten las
leyes, hipotequen el futuro de las dos próximas generaciones, etc.– para que quienes nos representan en el
Parlamento desalojen al gobierno. Si miramos al exterior, lo que sucede en
África o América, por poner dos ejemplos, incluida la aventura Trump, no son
precisamente motivos para la euforia.
Optimismo
y pesimismo son actitudes aprendidas y contagiosas y, por tanto, susceptibles
de ser revisadas y reeducadas. No son algo que adquirimos puntualmente durante
el proceso de formación de nuestra personalidad, sino que se alcanzan y se
cultivan a lo largo de toda la vida. Sabemos por experiencia que el pesimismo no es el mejor compañero de viaje porque deprime, además de sumir en la
tristeza, limitar la voluntad e infundir preocupación y ansiedad. Es más, cuando
nos abandonamos en sus brazos, claudicamos ante la inactividad y la inconstancia.
Y aún teniendo razón en lo que defendemos o en la motivación de nuestra
desesperanza nos sentimos mal, y hasta fracasan nuestras tentativas para
prosperar porque desistimos buenamente ante cualquier adversidad. Incluso, a
veces, nos ocasiona quebrantos importantes en la salud.
Por
otro lado, hoy está de moda el optimismo. En los últimos años se ha expandido
una especie de pseudocultura que algunos han llamado ”optimismo en píldoras”.
De manera muy esquemática podría decirse que esta corriente defiende que la
solución a todos los males es adoptar la “actitud adecuada”. El denominado “pensamiento
positivo” vende libros de autoayuda, consagra gurús y llena twitter de
frases hechas, seguramente tan bienintencionadas como inútiles para la mejora de
la vida de las personas. Están por acreditarse los éxitos atribuibles a las que
podrían denominarse “emociones
del buen rollo”, mientras que, en el ámbito profesional, por ejemplo, los
factores clave del desarrollo y el éxito nada tienen que ver con ese “pensar
bien” sino con dos comportamientos concretos: definir objetivos claros,
ajustados y motivadores para la persona en cuestión; y la dedicación, el
esfuerzo y la resistencia a la frustración adquiridos a través de las
experiencias educativas y vitales.
De otra parte no todo es negativo en el pesimismo. Al fin y al cabo, nuestro
desarrollo personal no es sino el fruto de la permanente tensión dicotómica entre
el optimismo y el pesimismo. Pocas personas están instaladas en uno de los
polos permanentemente. También, aunque parece acreditado que quienes son
optimistas suelen actuar mejor y consiguen mayores éxitos, es indudable
que el pesimismo refuerza el sentido de la realidad, facilitando actuar con
ponderación y precisión. De modo que no es desaconsejable adoptar un moderado
pesimismo porque ayuda a evitar los actos irreflexivos, las decisiones
apresuradas o las temeridades.
Por tanto, reflexionando sobre la confidencia de mi amigo Ramón, entiendo que
de la misma manera que no elegimos cómo nos sentimos en un determinado momento,
contrariamente, sí está en nuestra mano optar por lo que podemos hacer para
encontrarnos mejor. Así que, más que
intentar controlar las emociones, los pensamientos y las actitudes, tal vez deberíamos
concentrarnos en organizar mejor nuestras vidas y las cosas que nos rodean. El
optimismo de boquilla o de píldora, sin determinaciones rigurosas y esfuerzo,
lleva poco lejos. A mi me convence más lo que podría denominarse el pesimismo
estratégico, que no equivale a instalarse en la negatividad y en el
desasosiego, sino en prepararse para lo peor intentando ampliar las posibilidades
de disfrutar de lo mejor. No negaré que en tiempos difíciles, como los
actuales, se necesitan personas optimistas. En todo caso, no me parece que
sirva cualquier tipo de optimismo sino específicamente aquél que se asienta
sobre la realidad y aspira a transformarla, con determinación y esfuerzo. Quizás lo mejor de estas visiones del pesimismo estratégico y del optimismo
realista es que coinciden en idénticos principios: realismo, actuación planificada
y esfuerzo. Es más, con tales premisas los enfoques emocionales de uno y otro me
parecen irrelevantes.
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