domingo, 3 de septiembre de 2017

Pesimismo vs. optimismo

Hace meses que queríamos vernos con unos buenos amigos. A unos y a otros nos entretienen unas y otras cosas, haciendo que a veces pasen las semanas y los meses sin que se tercie la oportunidad de compartir algunas horas. Ayer tuvimos la ocasión de hacerlo en un lugar agradable, junto al mar, ocupando un par de ellas en una conversación distendida, despaciosa e interesante, como era de esperar. Tras un rápido repaso a las cuestiones de salud, familia y amigos comunes, abordamos el comentario de otras facetas del día a día: oportunidades de ocio, proyectos inmediatos, situación social y política del país y del mundo, etc. En uno de sus últimos comentarios, mi amigo Ramón aseguraba, no sin cierto resabio, que es pesimista cara al futuro. Le respondí que compartía su pesimismo porque la mayoría de los indicios que percibo no auguran precisamente la proximidad de una nueva primavera gozosa. Ni para el empleo, ni para las perspectivas económicas de las familias, ni para la mejora de la felicidad de la gente; más bien parece todo lo contrario. Lo que atisbo que llega es más resignación, más renuncias, más obligado conformismo, más inmediatez en los planteamientos vitales y menos perspectivas de futuro, pese a lo que anuncian los voceros del gobierno de turno de los gobiernos, en general que hace tiempo que, permítaseme la grosería, no solo nos mean sino que quieren que digamos que llueve.

Ciertamente, el pesimismo es la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable. Una perspectiva que actualmente comparten millones de conciudadanos, espantados con las noticias que día a día nos machacan desde hace años a nivel nacional e internacional. Domésticamente, la mayoría sociológica que expresan los resultados de las últimas confrontaciones electorales se pregunta, por ejemplo, qué más debe suceder en el país –además de que nos roben a manos llenas, nos mientan compulsivamente, quebranten las leyes, hipotequen el futuro de las dos próximas generaciones, etc.–  para que quienes nos representan en el Parlamento desalojen al gobierno. Si miramos al exterior, lo que sucede en África o América, por poner dos ejemplos, incluida la aventura Trump, no son precisamente motivos para la euforia.

Optimismo y pesimismo son actitudes aprendidas y contagiosas y, por tanto, susceptibles de ser revisadas y reeducadas. No son algo que adquirimos puntualmente durante el proceso de formación de nuestra personalidad, sino que se alcanzan y se cultivan a lo largo de toda la vida. Sabemos por experiencia que el pesimismo no es el mejor compañero de viaje porque deprime, además de sumir en la tristeza, limitar la voluntad e infundir preocupación y ansiedad. Es más, cuando nos abandonamos en sus brazos, claudicamos ante la inactividad y la inconstancia. Y aún teniendo razón en lo que defendemos o en la motivación de nuestra desesperanza nos sentimos mal, y hasta fracasan nuestras tentativas para prosperar porque desistimos buenamente ante cualquier adversidad. Incluso, a veces, nos ocasiona quebrantos importantes en la salud.  

Por otro lado, hoy está de moda el optimismo. En los últimos años se ha expandido una especie de pseudocultura que algunos han llamado ”optimismo en píldoras”. De manera muy esquemática podría decirse que esta corriente defiende que la solución a todos los males es adoptar la “actitud adecuada”. El denominado “pensamiento positivo” vende libros de autoayuda, consagra gurús y llena twitter de frases hechas, seguramente tan bienintencionadas como inútiles para la mejora de la vida de las personas. Están por acreditarse los éxitos atribuibles a las que podrían denominarse “emociones del buen rollo”, mientras que, en el ámbito profesional, por ejemplo, los factores clave del desarrollo y el éxito nada tienen que ver con ese “pensar bien” sino con dos comportamientos concretos: definir objetivos claros, ajustados y motivadores para la persona en cuestión; y la dedicación, el esfuerzo y la resistencia a la frustración adquiridos a través de las experiencias educativas y vitales.

De otra parte no todo es negativo en el pesimismo. Al fin y al cabo, nuestro desarrollo personal no es sino el fruto de la permanente tensión dicotómica entre el optimismo y el pesimismo. Pocas personas están instaladas en uno de los polos permanentemente. También, aunque parece acreditado que quienes son optimistas suelen actuar mejor y consiguen mayores éxitos, es indudable que el pesimismo refuerza el sentido de la realidad, facilitando actuar con ponderación y precisión. De modo que no es desaconsejable adoptar un moderado pesimismo porque ayuda a evitar los actos irreflexivos, las decisiones apresuradas o las temeridades.

Por tanto, reflexionando sobre la confidencia de mi amigo Ramón, entiendo que de la misma manera que no elegimos cómo nos sentimos en un determinado momento, contrariamente, sí está en nuestra mano optar por lo que podemos hacer para encontrarnos mejor. Así que, más que intentar controlar las emociones, los pensamientos y las actitudes, tal vez deberíamos concentrarnos en organizar mejor nuestras vidas y las cosas que nos rodean. El optimismo de boquilla o de píldora, sin determinaciones rigurosas y esfuerzo, lleva poco lejos. A mi me convence más lo que podría denominarse el pesimismo estratégico, que no equivale a instalarse en la negatividad y en el desasosiego, sino en prepararse para lo peor intentando ampliar las posibilidades de disfrutar de lo mejor. No negaré que en tiempos difíciles, como los actuales, se necesitan personas optimistas. En todo caso, no me parece que sirva cualquier tipo de optimismo sino específicamente aquél que se asienta sobre la realidad y aspira a transformarla, con determinación y esfuerzo. Quizás lo mejor de estas visiones del pesimismo estratégico y del optimismo realista es que coinciden en idénticos principios: realismo, actuación planificada y esfuerzo. Es más, con tales premisas los enfoques emocionales de uno y otro me parecen irrelevantes.

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