domingo, 9 de junio de 2019

Intemperies

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catàstrofe.
(Raimon, 1983)


Dicen los técnicos de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) que las lluvias están por bajo de sus valores normales en buena parte de la provincia de Alicante y en el oeste de la provincia de Valencia. Ocho meses después del inicio del año hidrológico 2018-19, las precipitaciones acumuladas en España suponen un 15 por ciento menos de lo normal y parece que la tendencia apunta, en general, a la continuidad del endémico déficit hídrico que sufrimos por estos lares.

Probablemente la machacona reiteración del día a día nos hace perder perspectiva y deslavaza la percepción que tenemos de la secuencia de las estaciones, que con tenues oscilaciones creo que genéricamente se repite con regularidad. Sin embargo, en las últimas décadas se han producido enormes transformaciones tecnológicas que han acrecentado exponencialmente nuestra capacidad destructiva. Los expertos tienen cada vez menos dudas sobre el daño irreversible que estamos infligiendo al Planeta, que debemos evitar a toda costa. Sin embargo, subjetiva y contradictoriamente, tengo la impresión, por supuesto infundada, de que apenas han cambiado las cosas. De hecho insistiré en ciertas observaciones que escuché de boca de mi padre hace muchos años y que he mencionado en alguna otra ocasión.

Sería allá por el año 1967, meses después de nuestra llegada a Alicante, cuando se nos ofreció la primera oportunidad de viajar al pueblo, volviendo esta vez “de visita”. No es posible olvidar aquellos interminables recorridos en los autobuses de la Unión de Benissa, que nos llevaban a su cochera de la calle Játiva, en Valencia, desde donde nos desplazábamos a la cercana calle Cuenca, en las proximidades de Lanas Aragón, para enlazar con los de la VASA (Valenciana de Transportes, S.A.), que tenían allí la parada desde la que nos conducían a Gestalgar, donde conseguíamos llegar tras un par de horas de viaje que había que sumar a las tres o cuatro precedentes para completar finalmente un recorrido total de poco más de doscientos kilómetros. Esos desplazamientos, que fuimos frecuentando progresivamente, nos dieron la oportunidad de familiarizarnos con las panorámicas que acompañaban el trayecto, aunque las visualizásemos  apresuradamente. Mirábamos a través de las lunas de los autobuses y nos impactaban paisajes y labores desconocidos que despertaban nuestra curiosidad. Imaginábamos y comentábamos los hipotéticos trabajos y las cavilaciones de las gentes que habían puesto en pie aquellas ínfimas explotaciones agrarias; nos preguntábamos por la idiosincrasia de las colectividades que habrían poblado desde antiguo esos agrestes y desabridos territorios, modelándolos tan primorosamente.

Recuerdo que, en uno de esos viajes de regreso a Alicante, mi padre me hizo un comentario que ejemplifica sus habituales, cáusticas y lacónicas sentencias: “chiquillo –me vino a decir– hemos venido al desierto; aquí no se cría más que el esparto”. Ese fue su pronunciamiento. A su juicio, habíamos dejado atrás un vergel (verdaderamente, no era tal) para adentrarnos en una tierra yerma e inhóspita, con escasísimas posibilidades de aprovechamiento agrícola. Yo asentí; primero, porque mi padre era para mí, entonces, fuente de autoridad incuestionable; segundo, porque desconocía absolutamente cuanto veía a mi alrededor. Años después, cuando recorrí y descubrí a fondo esos paisajes y me documenté sobre las transformaciones que los moriscos llevaron a cabo en los territorios de la montaña alicantina y en sus abruptos piedemontes, no es que cambiase de opinión, pero sí que alcancé a ver las cosas de manera muy diferente a como las percibimos inicialmente.

Decía que la aridez característica de las tierras del sur del País Valencià y el paisaje estepario que modela nos impactaron poderosamente cuando llegamos a este territorio. Veníamos de un pueblo en el que, aunque su latitud difiere apenas un grado de la que corresponde a Alicante, sorprendentemente, los otoños y las primaveras eran estaciones en las que menudeaban lo que allí se llamaban “temporales”, unas precipitaciones persistentes, procedentes del Mediterráneo, que durante tres o cuatro días descargaban copiosas lluvias que anegaban barbechos y labrantíos, dejando la tierra con sazón para acometer labranzas y sementeras.

Recuerdo perfectamente aquellas jornadas interminables, recluidos en las casas y ocupados en tareas inhabituales que los mayores, intencionadamente, reservaban para esos días en los que “el tiempo estaba hinchao”. Días y noches en las que no dejaban de chorrear los canalones, vertiendo las aguas desde los tejados a las calles con un característico repiqueteo de ritmos e intensidades dispares, acompasados con la intensidad de los chaparrones, que llenaban todo de charcos. Ese soniquete que nos acompañaba durante horas y horas no solo lo producía la lluvia al precipitarse sobre la calle, sino también las gotas que se filtraban por los desperfectos de los tejados, golpeando sobre los cacharros que colocaban nuestras madres sobre el suelo de la cambra para recogerlas y neutralizar las filtraciones. Esos goteos sonaban con timbres diferenciados en función del material con que estaban fabricados los recipientes y de su tamaño. De modo que cada noche conciliábamos el sueño escuchando el concierto de ruidos producidos por el fluir de las aguas cayendo desde los tejados o discurriendo por las calles, al que ponía un desacompasado contrapunto el soniquete de los cacharros que recogían el agua de las goteras.

Era el tiempo reservado para desgranar el maíz, pelar las almendras, trasegar el aceite, remendar los sacos, ensebar las lonas, ordenar aperos, arreos y carros, hacer las pequeñas y aplazadas reparaciones domésticas, apilar las cosechas en la cambra, limpiar los corrales, etc. Jornadas en las que la única holgazanería autorizada era el desplazamiento a la escuela calzando las botas de agua. Aquella especie de borceguíes de goma negra con los que nos metíamos en los charcos, chapoteando en ellos hasta rebosarlos de agua, que obviamente vaciábamos antes de volver a casa para intentar eludir los castigos de nuestras progenitoras.

Días de temporal en los que jugábamos a huir de las aguas y, paradójicamente, acabábamos anegados en ellas. Días que se extinguían inexorablemente a medida que se iba deteniendo la lluvia y el cielo se despejaba. El paisaje recobraba entonces su belleza, rendido a la ternura de una vegetación renovada que asomaba entre las perezosas hebras de niebla, o sorteaba las nubes bajas que dormitaban abrazadas a las laderas de las montañas. Escampaba y el tiempo seguía su imparable transcurso con indiferencia, cincelando su impronta en las particulares biografías de quienes vivíamos, por fin, libres y a la intemperie.

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