martes, 18 de junio de 2019

Pájaros en la cabeza

La cabeza de los escritores está llena de pájaros. Cuando leemos o releemos sus obras los descubrimos mimetizados con los renglones. Son incontables los artificios con que formulan sus percepciones, sus opiniones, sus juicios o sus emociones. Esos recursos, que unas veces son morfosintácticos y otras léxicos, les ayudan a expresarse con mayor énfasis o claridad que el lenguaje oral. Cuando leemos, a poco que nos fijemos, descubrimos con prontitud las sutilezas que activan los creadores para decirnos lo que pretenden. Esos son los imaginarios pájaros a los que me refiero, que van desde la adjetivación a la enumeración, desde las comparaciones a las metáforas, o desde las hipérboles y las etopeyas a las caricaturas, entre otros muchos ingenios denominados recursos expresivos.

También los poetas pecan de lo mismo, e incluso lo hacen con más vehemencia porque no solo echan mano de repertorios de recursos gramaticales y semánticos, sino que se apoyan en otros de carácter fónico, como la aliteración, la anáfora, la onomatopeya, el equívoco o el símil. Y todavía añaden a sus imaginarios universos los artificios de la métrica, la rima y la diversidad de las estrofas, transitando desde el pareado a la alegría, desde la octavilla a la copla, o desde la silva y la octava italiana al soneto.

Este enorme torrente de recursos que manejan quienes escriben –muy especialmente quienes lo hacen bien– incluye las llamadas figuras retóricas que acrecientan todavía más su acervo expresivo. La prosopografía, el epifonema, la paradoja, la perífrasis o el circunloquio; la ironía, el sarcasmo, la paranomasia, la anáfora o el polisíndeton; la concatenación, la derivación, la dilogía o el retruécano son recursos que enriquecen los textos logrando que trasluzcan de manera fiel, brillante y pormenorizada las pretensiones de sus autores.

De modo que cualquier escritor que se precie debe tener la cabeza llena de pájaros, que es lo mismo que decir de recursos expresivos. Nadie puede ser un buen literato sin dominar las herramientas que propician la escritura de calidad, del mismo modo que el dominio de la técnica no garantiza la excelencia de lo que se escribe. Todos conocemos personas diestras en el manejo de los recursos que demanda una determinada faceta expresiva, que, sin embargo, carecen del ingenio, la perspicacia, la originalidad o la inspiración que diferencia a los artistas de los artesanos.

Sin embargo, a veces, ni la sagacidad ni el pellizco creativo que tienen las gentes ingeniosas son necesarias para visualizar algunos de los recursos de la escritura. La realidad cotidiana pone ante nuestros ojos auténticos ejemplos de figuras literarias o de conceptos que hablan por sí mismos, simplemente echándoles una ojeada. Esos instantáneos golpes de vista logran que captemos fenómenos complejos, difíciles de explicar con palabras. Me cautiva ese juego espontáneo y subyugante que hace de las palabras el carburante de la imaginación y de las imágenes los nutrientes del pensamiento.

Me sucedió hace pocos días viajando por Zaragoza. La anécdota se contextualiza en el servicio de catering de un hotel. Un contingente de viajeros mayores, mermados en fuerzas y habilidades, se ejercita a regañadientes en esta modalidad de restauración durante el desayuno. La escena que presencié se resume en tres o cuatro personas cortando y preparando el pan para introducirlo en una tostadora de cinta continua, que funcionaba ininterrumpidamente y con escasa intensidad, lo que obligaba a reintroducir dos o tres veces las piezas para lograr que se tostasen. Puede imaginarse la porfía desatada entre personas mayores, impacientes y atolondradas, que intentaban introducir las respectivas piezas en la tostadora para concluir su propósito y empezar a desayunar. Pues bien, en ese atribulado proceso terció el que presumo que era el marido de una de ellas que, ansioso, se llevó consigo algunas tostadas. La señora, que estaba a pie de artilugio, ya se había abrogado entonces la responsabilidad de reintroducir en la tostadora no solo las suyas sino cuentas piezas aparecían por la parte inferior, que obviamente incluían las que correspondían a quienes la seguían en el turno. En una situación de estrechez e incomodidad, algunos iban recogiendo como podían sus respectivas tostadas, colocándolas en sus platos y dirigiéndose a sus respectivas mesas. Entretanto la señora a la que me refiero seguía al pie del cañón, esperando a que apareciesen las suyas, inasequible al desaliento. Algunas otras personas completaron también la secuencia descrita, sin que las tostadas de la señora consiguiesen concluir el circuito. Tras esperar pacientemente varios turnos, empezó a interactuar con los demás asegurando a todo el mundo que su pan se había bloqueado en el interior de la tostadora. Miraba por un resquicio y decía con convicción: “¿lo ve, lo ve como están allí atascadas?” Nadie daba crédito a sus palabras porque las tostadas hacían su curso sin que ningún obstáculo impidiese su circulación. Es más, de ser cierto lo que decía la señora, era tal el tiempo que la hipotética tostada llevaba en el interior de aquel artilugio que sin duda estaría ardiendo.

Evidentemente lo que debió suceder es que el marido se llevó las tostadas cuando ella permanecía despistada o atendiendo cualquier otra cosa. Ello no trasciende la relevancia de la simple anécdota; lo preocupante es que tras mirar y remirar en el interior de la tostadora, pese contemplar con sus propios ojos el curso ininterrumpido de una docena de tostadas introducidas tras las suyas, seguía creyendo que estas continuaban en su interior. Y no solo lo creía sino que llegaba a verlas. Justo en ese momento, la mujer se me antojó la imagen de la fe. Representaba con nitidez absoluta el sentimiento de total creencia, y como tal se manifestaba, incluso conociendo las evidencias que negaban la veracidad de aquello en lo que creía.

Así pues, no sé si las imágenes que me sugieren las figuras literarias me asombran y deleitan más que las visiones de la cruda realidad. A veces tengo la impresión de que una simple ojeada me aporta mucho más que los alambicados recursos expresivos, pero tampoco tengo plena certeza de ello. Quizá todavía son pocos los pájaros que alberga mi cabeza.

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