No
sé si cuando expire me abrigará la armonía que percibo en este preciso instante,
abandonado sobre un banco, inmóvilmente sedente en uno de los miles de
escabeles que ribetean las aceras de pueblos y ciudades, aunque este concreto
no guarnezca calle de ciudad alguna. Permanezco inmóvil, a escasos tres metros
de una mar que aquí represa un espigón ciclópeo de bloques de piedra y cemento.
Una mar que hoy se ofrece sustancialmente quieta y pálida, particularmente
liviana. Tal vez aguarda, hecha como está a acoger cualquier suceso, que
alguien la conmueva acicalándola u oxigenándola, liberándola siquiera por un
instante de las pesadumbres acostumbradas.
Observo
las imperceptibles olas avanzando, frunciendo levemente una superficie imposiblemente
plana, apática y estructuralmente indiferente a cualquier embate atmosférico. Una
atrabiliaria planicie que hoy refleja la ambarina luz que proyectan las lindantes
farolas, que se mezcla con la estridente luminiscencia de reflectores espurios
procedentes de algún alero perdido y con los cuatro oscuros nubarrones que se
ciernen sobre el agua ingrávida.
Apenas
escucho el lejano runrún del motor de algún vehículo. Distingo en lontananza luminarias
intermitentes, rojas y verdes, rematando las cúpulas de los faros que rubrican
la bocana del puerto. Nadie tras de mí, salvo la luna. Nadie a mi lado, salvo
las palmeras. Nadie frente a mi, salvo las nubes deshilachadas habitando un
horizonte que no termina de apagarse, con el sol marchito iluminando furtivamente
un cielo que se oscurece inevitablemente, porfiando con el halo del crepúsculo,
con el embrujo de la luz violeta.
Observo la superficie del agua mientras escucho los postreros graznidos de las gaviotas que buscan para su descanso el inmenso colchón de las aguas. Escucho el remor de las olas rompiendo sobre el artificioso espigón. Distingo en la distancia lo que parece un niño sobre patinete, perseguido por un abuelo impotente que pretende mitigar sus ínfulas infructuosamente.
Me rodean palmeras aceradas, fingidos aparejos marinos, varados y fosilizados, coloraciones desatinadas iluminando fortalezas medievales, construcciones obscenas que esconden la mar, reflejos extravagantes que ensucian la candidez de la oscuridad nocturna y, por fin, remontando el espigón, la luna, casi llena, testigo impertérrito del transcurrir de las horas, vigilando en lontananza, trasponiendo el malecón, estimulando los sentidos y los pensamientos.
En la quietud más absoluta, vivo el crepúsculo más acaudalado de cuantos viví desde hace infinidad de otoños.
Observo la superficie del agua mientras escucho los postreros graznidos de las gaviotas que buscan para su descanso el inmenso colchón de las aguas. Escucho el remor de las olas rompiendo sobre el artificioso espigón. Distingo en la distancia lo que parece un niño sobre patinete, perseguido por un abuelo impotente que pretende mitigar sus ínfulas infructuosamente.
Me rodean palmeras aceradas, fingidos aparejos marinos, varados y fosilizados, coloraciones desatinadas iluminando fortalezas medievales, construcciones obscenas que esconden la mar, reflejos extravagantes que ensucian la candidez de la oscuridad nocturna y, por fin, remontando el espigón, la luna, casi llena, testigo impertérrito del transcurrir de las horas, vigilando en lontananza, trasponiendo el malecón, estimulando los sentidos y los pensamientos.
En la quietud más absoluta, vivo el crepúsculo más acaudalado de cuantos viví desde hace infinidad de otoños.
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