No soy fatalista, ni por disposición ni por convicción. No
obstante, a veces, las cosas que suceden
o la realidad que me circunda me llevan a pensar que el fatalismo es más que
una presunción y que hasta puede equipararse con la realidad verosímil. Me
explicaré.
Como casi todos los días, he salido a pasear, recorriendo los
aproximadamente cuatro kilómetros de rigor. Cuando regresaba a casa, no sé por
qué razón, he sentido la anómala pulsión de continuar el paseo más allá de lo habitual.
Casi instintivamente he emprendido uno de los itinerarios que periódicamente
recorro, con ligeras variaciones, que curiosamente han
propiciado que disfrutase de algunos detalles reconfortantes. El primero ha
sido revivir las secuencias escénicas que siempre que paso por allí me motiva la
imagen de un viejo vagón, abandonado en medio de un solar colindante –o quizá
perteneciente– a la hoy desértica Estación de la Marina ; un vehículo en el
que reparo cada vez que transito por esa orilla del espigón que enlaza la playa
del Cocó con las dependencias del Club de Regatas que ocupan las antiguas
instalaciones del Tiro de Pichón, en la Cantera. Allá permanece,
imperturbable, cual navío varado, en medio del secarral, como pidiendo el trozo
de vía que le niega la empresa, consciente, como parece, de que ya no está en disposición
de aspirar a que le engarcen a un tren con pretensiones.
Otro deleite que me ha facilitado la prolongación de la caminata ha
sido la oportunidad de contemplar una visión espectacular del atardecer de hoy,
cuando se desmoronaba sobre un mar inusualmente manso y tornasolado, que lo
abarcaba todo desde el Cabo de las Huertas al de Santa Pola, ribeteando con sus
leves ondas azuladas y pardas el horizonte violáceo que se extinguía
despaciosamente, rindiéndose al fulgor de las artificiosas luces que empezaban
a alumbrar y que apagaban abruptamente los tamizados matices de un crepúsculo
que se cernía sobre las aguas con la indolencia acostumbrada.
Apenas había recorrido el Paseo de Gómiz admirando la quietud de las
leves olas que rompían sobre la arena la bruna atmósfera que transportaban, todavía
no repuesto del impacto visual que me produjo el barco estratosférico que han
varado chapuceramente en medio de un bosquecillo de palmeras de la mediana o
isleta que prolonga la fuente de la
Plaza del Mar hacía el comienzo de la avenida de Denia,
descubría una Explanada refulgente, desprovista de su acostumbrada opacidad y
de su lóbrego aspecto, luciendo el nuevo alumbrado, que a primera vista parece innecesariamente
excesivo.
Todavía impresionado por la pródiga luminosidad del paseo por
antonomasia, mientras avanzaba en dirección hacia Canalejas, he advertido en
lontananza un perfil de persona que me resultaba familiar. Conforme me
aproximaba a ella iba agudizando la mirada a la vez que repasaba sus atributos,
que se ofrecían con creciente nitidez expuestos como estaban a tan notoria luminosidad.
Se trataba de una mujer de cuerpo menudo y porte encorvado, que caminaba a buen
ritmo auxiliándose de un andador. Pese a que esa apariencia no correspondía a
la que recordaba, he reconocido a la persona casi a primera vista, mucho antes
de que se cruzasen nuestras trayectorias. Tras muchos años sin verla, no hace mucho
que la reconocí puntualmente en otros lugares de la ciudad. Hace unos meses que
la vi, o creí verla, de lejos en la
Rambla , y algunos años más atrás la adiviné junto al Rincón
de la Zofra , al
final de la playa de San Juan. Sin embargo, ambas ocasiones no fueron propicias
para materializar un deseado encuentro, contrariamente a lo que ha sucedido
hoy. Probablemente porque he creído que no podía dejar pasar otra oportunidad
para saludar a doña Manolita Pascual, una profesora admirada y magnífica, un referente
como pocos en la Escuela
de Magisterio de Alicante de los años 60
y 70.
La he abordado directa y abiertamente, como suelo hacer cuando me
lo propongo. La he saludado y su respuesta ha sido rápida y clarividente
preguntándome si había sido alumno suyo. Le he respondido afirmativamente y, a
partir de ahí, un tanto deslumbrados por el fulgor del alumbrado, hemos
emprendido una breve e intensa conversación de apenas diez o doce minutos que
me ha facilitado constataciones inequívocas. La primera de ellas comprobar que doña
Manolita sigue siendo quien era, o casi. Le he facilitado algunos indicios
situacionales que le han llevado a preguntar por mi nombre. Apenas le había
respondido, cuando inmediatamente me ha ubicado en la promoción a la que
pertenezco, recordándome a algunos de sus integrantes. Se acuerda perfectamente
que fue la primera hornada de maestros del tardofranquismo, habitantes
circunstanciales de la vieja Escuela del Castillo de S. Fernando, que
conseguió estudiar en régimen de coeducación, gracias a sus esfuerzos y a los
de otros colegas, como Maruja Pastor. La
segunda verificación es que da la impresión de que conserva su privilegiada
“cabecita” tal cual, es decir, como la conocimos cuando empezamos a tratarla hace
cincuenta años. Los pocos minutos que ha durado la conversación me han
convencido de que sigue perfectamente conservada y amueblada, naturalmente
inquieta y en su efervescencia intelectual característica. La tercera es que continua siendo una persona coherente,
que sigue viviendo ajena al mundanal ruido y que no parece necesitar demasiadas
distracciones para disfrutar de una buena vida, que por lo que cuenta parece
entretenida, ocupada y preocupada.
Me han sorprendido tanto la alegría que he adivinado en su rostro
al reconocerme como su inusual cercanía, expresándome explícitamente su
satisfacción por volverme a ver y por tener noticias de gente a la que recuerda
con afecto y a la que me ha rogado que abrace de su parte. La he visto avanzar
con su andador con determinación, como si se empecinase en preservar el brío que incorporaba a aquellos pasitos cortos que la caracterizaban cuando era joven, que nos transportaban la decisión, seriedad, rigor e inteligencia con que impregnaba los rudimentos
psicosociológicos de la profesión que se afanaba en enseñarnos.
Me ha dado la impresión de que conserva su curiosidad ingénita,
que permanece al margen de la sociedad líquida y que sigue indagando en la
sabiduría de los clásicos. Me hablaba de pasada de algún diálogo socrático que estaba
repasando y de una novela centrada en el pensamiento de Platón que leía.
En fin, vuelvo al principio, reitero que no soy fatalista. Pero da
que pensar que precisamente hoy decidiera prolongar mi paseo. Porque esa
azarosa posibilidad me ha proporcionado satisfacciones insospechadas. De todas
ellas, reconozco que la que me alegra sobremanera es haber tenido la oportunidad de tomar la
mano que me ofrecía doña Manolita apenas la he saludado y pasear junto a ella unas
decenas de metros. Me reconforta muy especialmente haberme reencontrado con la
mirada limpia de sus ojos claros que todavía ahora, en su vejez, conservan la
sorprendente vivacidad que iluminaba aquellas vetustas aulas, escudriñando con
inteligencia y contenida emoción las potencialidades y también las triquiñuelas
de cientos de adolescentes que aspiraban a ser educadores.
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