Dicen
que “de Madrid al cielo”. Y así reza en el arquitrabe del puente peatonal que
une el Parque de Roma con Moratalaz para que, quiénes pasan por
debajo, circulando por la M-30, se percaten, si es que todavía no lo han hecho,
de que como en Madrid no se está en ningún otro sitio. Verdaderamente así es,
especialmente si se circula en horas punta por tan eximia vía.
Chascarrillos aparte, me he preguntado por la
autoría de tan celebérrimo dicho y, por
lo que he indagado, parece que, como sucede con la mayoría de las expresiones
populares, su origen se pierde en la noche de los tiempos. Así, unos dicen que
proviene de unos versos del reputado entremesista Luis Quiñones de Benavente, amigo
de Lope de Vega, incluidos en su obra Baile
del invierno y del verano, donde se dice literalmente: “Pues el invierno y
el verano,/en Madrid solo son buenos,/desde la cuna a Madrid,/y desde Madrid al
Cielo”.
Otros aseguran que el adagio empezó a hacerse
famoso a finales del siglo XVIII, a raíz de las reformas que Carlos III realizó
en la ciudad, gracias a las que, según aseguran algunos y reflejan bastantes
libros, Madrid dejó de ser definitivamente una anticuada villa castellana y
pasó a convertirse en la regia capital de un todavía vasto (y decadente) imperio.
Pero todavía hay más. Se dice que en
el Cerro Garabitas, en la Casa de Campo, se reúnen algunas noches las
almas de los difuntos madrileños y desde allí ascienden al cielo. Así lo atestiguan
algunos vecinos del parque que declaran que han visto como las luces remontan
las copas de los árboles y se confunden con el firmamento.
He estado esta semana en Madrid requerido por
una obligación autoimpuesta: ver a mi nieto madrileño. Durante mi ansiado
encuentro, he contrastado sus satisfactorios progresos, lo he acunado en mis
brazos, he disfrutado de su proverbial simpatía y me he hecho todavía más
devoto suyo. Deben ser las cosas del querer de los abuelos que, por lo que voy
comprobando, no conocen de edad ni condición.
Un corto viaje que simultáneamente me ha brindado la oportunidad de
contemplar una vez más el memorable y velazqueño cielo madrileño, aunque a ras
de tierra.
Me inclino por el origen popular del adagio
referenciado. Creo que una explicación plausible del mismo encaja en el
contexto de la imparable migración interior generada por la capitalidad de la
villa que materializaron los Austrias, que se aceleró con el centralismo
borbónico y que se disparó definitivamente durante la Dictadura, especialmente
en el periodo de 1940 a 1970, en el que la ciudad casi triplicó su población, que
apenas ha oscilado desde entonces. Una progresión disparatada desencadenada por
una suerte de reedición meseteña del legendario El Dorado, generada en un
contexto fantasioso y especulativo, carente de planificación urbana, que
originó incontables núcleos de infraviviendas y zonas residenciales,
principalmente en los distritos del sur, que después ha habido que ir
arreglando como y hasta donde se ha podido.
Imagino al denostado populacho, a los
millones de humildes labriegos, destripaterrones, gañanes, arrieros y peones llegados
a Madrid en busca de su particular “dorado”, absolutamente sorprendidos y
obnubilados por el tren de vida que se ofrecía ante sus ojos como el gran maná
caído del cielo. ¿Qué mejor pretexto para positivar su nueva realidad vital que
la inasible esperanza de alcanzar el edén?
Hoy he revivido personalmente esa especie de
fiebre del oro, tal vez de manera parecida a como imagino que la vivieron
decenas de miles de conciudadanos cuando llegaron desde su tierra a los
descampados que acogieron muchos de los actuales distritos madrileños. Igual
que les sucedió a ellos, me ha dejado estupefacto la contemplación de un expositor
de apenas 3 ó 4 metros de longitud, en el que se ofrecían simultáneamente: zarajos,
a 2,25 €; panceta adobada, a 7,99; chorizos de pueblo, a 8,81; morcillas de
cebolla, a 6,42; blanquitos, a 3,15; entresijos, a 7,49; gallinejas, a 8,49;
criadillas especiales, a 5,99; sangre, a 5,69; cabecitas de cordero, a 7,99;
riñones de cerdo, a 4,50; carne de ternera, a 9,98; morro, a 7,50, igual que
las manitas de cordero deshuesadas; callos y manitas de cordero, a 4,49;
asadura de lechal, al mismo precio; riñones de cerdo, a 4,50; criadillas de
cordero, a 12,99; hígado, a 8,99; lengua de ternera blanca, a 7,99; morro del
mismo animal, a 7,50; y morcillas de Burgos, a 6,45 €.
Estoy hablando de la casquería que tienen los hermanos Gómez en el mercado
tradicional de la calle Nápoles, en el distrito de Hortaleza. Un establecimiento
emplazado en los bajos comerciales de un antiguo bloque de viviendas,
construido en la plenitud especulativa de los años 40 y 50 del pasado siglo. Un
lugar que necesita algo más que una remodelación y que todavía permite
visualizar la escasa distancia que media entre Madrid y el cielo. En este caso,
prefigurado como explosión de viandas, que hoy son absolutamente ignoradas tanto
por los próceres del imperante glamur gastronómico, como por los menús domésticos.
Y la verdad es que tengo poca fe en que esas exquisitas vísceras recuperen su
antiguo pedigrí y vuelvan a lucir convenientemente aderezadas sobre las mesas.
La estación del precariado que nos toca vivir no da ni para eso. Si no acertamos
a remediarlo, parece que en pocos años subsistiremos a base de bollería y
refrescos industriales, proteínas artificiales y aire específicamente
contaminado. Para entonces, es posible que haya desaparecido el mencionado
puente peatonal y que hasta se haya olvidado el viejo adagio que reza en su
pretil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario