viernes, 17 de febrero de 2017

Dicen que de Madrid…

Dicen que “de Madrid al cielo”. Y así reza en el arquitrabe del puente peatonal que une el Parque de Roma con Moratalaz para que, quiénes pasan por debajo, circulando por la M-30, se percaten, si es que todavía no lo han hecho, de que como en Madrid no se está en ningún otro sitio. Verdaderamente así es, especialmente si se circula en horas punta por tan eximia vía.

Chascarrillos aparte, me he preguntado por la autoría de tan celebérrimo dicho y,  por lo que he indagado, parece que, como sucede con la mayoría de las expresiones populares, su origen se pierde en la noche de los tiempos. Así, unos dicen que proviene de unos versos del reputado entremesista Luis Quiñones de Benavente, amigo de Lope de Vega, incluidos en su obra Baile del invierno y del verano, donde se dice literalmente: “Pues el invierno y el verano,/en Madrid solo son buenos,/desde la cuna a Madrid,/y desde Madrid al Cielo”.

Otros aseguran que el adagio empezó a hacerse famoso a finales del siglo XVIII, a raíz de las reformas que Carlos III realizó en la ciudad, gracias a las que, según aseguran algunos y reflejan bastantes libros, Madrid dejó de ser definitivamente una anticuada villa castellana y pasó a convertirse en la regia capital de un todavía vasto (y decadente) imperio.

Pero todavía hay más. Se dice que en el Cerro Garabitas, en la Casa de Campo, se reúnen algunas noches las almas de los difuntos madrileños y desde allí ascienden al cielo. Así lo atestiguan algunos vecinos del parque que declaran que han visto como las luces remontan las copas de los árboles y se confunden con el firmamento.

He estado esta semana en Madrid requerido por una obligación autoimpuesta: ver a mi nieto madrileño. Durante mi ansiado encuentro, he contrastado sus satisfactorios progresos, lo he acunado en mis brazos, he disfrutado de su proverbial simpatía y me he hecho todavía más devoto suyo. Deben ser las cosas del querer de los abuelos que, por lo que voy comprobando, no conocen de edad ni condición.  Un corto viaje que simultáneamente me ha brindado la oportunidad de contemplar una vez más el memorable y velazqueño cielo madrileño, aunque a ras de tierra.

Me inclino por el origen popular del adagio referenciado. Creo que una explicación plausible del mismo encaja en el contexto de la imparable migración interior generada por la capitalidad de la villa que materializaron los Austrias, que se aceleró con el centralismo borbónico y que se disparó definitivamente durante la Dictadura, especialmente en el periodo de 1940 a 1970, en el que la ciudad casi triplicó su población, que apenas ha oscilado desde entonces. Una progresión disparatada desencadenada por una suerte de reedición meseteña del legendario El Dorado, generada en un contexto fantasioso y especulativo, carente de planificación urbana, que originó incontables núcleos de infraviviendas y zonas residenciales, principalmente en los distritos del sur, que después ha habido que ir arreglando como y hasta donde se ha podido.

Imagino al denostado populacho, a los millones de humildes labriegos, destripaterrones, gañanes, arrieros y peones llegados a Madrid en busca de su particular “dorado”, absolutamente sorprendidos y obnubilados por el tren de vida que se ofrecía ante sus ojos como el gran maná caído del cielo. ¿Qué mejor pretexto para positivar su nueva realidad vital que la inasible esperanza de alcanzar el edén?

Hoy he revivido personalmente esa especie de fiebre del oro, tal vez de manera parecida a como imagino que la vivieron decenas de miles de conciudadanos cuando llegaron desde su tierra a los descampados que acogieron muchos de los actuales distritos madrileños. Igual que les sucedió a ellos, me ha dejado estupefacto la contemplación de un expositor de apenas 3 ó 4 metros de longitud, en el que se ofrecían simultáneamente: zarajos, a 2,25 €; panceta adobada, a 7,99; chorizos de pueblo, a 8,81; morcillas de cebolla, a 6,42; blanquitos, a 3,15; entresijos, a 7,49; gallinejas, a 8,49; criadillas especiales, a 5,99; sangre, a 5,69; cabecitas de cordero, a 7,99; riñones de cerdo, a 4,50; carne de ternera, a 9,98; morro, a 7,50, igual que las manitas de cordero deshuesadas; callos y manitas de cordero, a 4,49; asadura de lechal, al mismo precio; riñones de cerdo, a 4,50; criadillas de cordero, a 12,99; hígado, a 8,99; lengua de ternera blanca, a 7,99; morro del mismo animal, a 7,50; y morcillas de Burgos, a 6,45 €.

Estoy hablando de la casquería que tienen los hermanos Gómez en el mercado tradicional de la calle Nápoles, en el distrito de Hortaleza. Un establecimiento emplazado en los bajos comerciales de un antiguo bloque de viviendas, construido en la plenitud especulativa de los años 40 y 50 del pasado siglo. Un lugar que necesita algo más que una remodelación y que todavía permite visualizar la escasa distancia que media entre Madrid y el cielo. En este caso, prefigurado como explosión de viandas, que hoy son absolutamente ignoradas tanto por los próceres del imperante glamur gastronómico, como por los menús domésticos. Y la verdad es que tengo poca fe en que esas exquisitas vísceras recuperen su antiguo pedigrí y vuelvan a lucir convenientemente aderezadas sobre las mesas. La estación del precariado que nos toca vivir no da ni para eso. Si no acertamos a remediarlo, parece que en pocos años subsistiremos a base de bollería y refrescos industriales, proteínas artificiales y aire específicamente contaminado. Para entonces, es posible que haya desaparecido el mencionado puente peatonal y que hasta se haya olvidado el viejo adagio que reza en su pretil.

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