sábado, 26 de noviembre de 2016

Anécdotas de un paseante.

Caminar, vagar por la ciudad, por sus aceras y calles, por sus avenidas y descampados, recorrer los lugares que la vertebran y la delimitan, conlleva múltiples sorpresas, algunas incomodidades y numerosas oportunidades para descubrir aspectos que ni se pretenden indagar ni nos incumben, pero que a menudo asombran, interesan y hasta inquietan cuando se encuentran de frente.

Tengo una intensa propensión a pasear la ciudad, a desplazarme diariamente por itinerarios que recorro aleatoriamente y que me conducen a cualquiera de sus barrios, rincones y hasta algunos de sus andurriales. Contrasto así la realidad ciudadana, su vitalidad y su desgana, sus prodigalidades y sus miserias, sus beneficios y sus dificultades, sus grandezas y sus decepciones. Algo de ello he contado en este blog en otras ocasiones.

De la misma manera que he expresado mi asombro frente a la imponente grandiosidad del macho del Castillo de Santa Bárbara, especialmente cuando se contempla desde la calle Villavieja, he compartido mi irritación por la hedionda y deslustrada atmósfera que invade multitud de espacios urbanos, particularmente los jardines y zonas de uso común, en los que los orines y excrementos de los perros y sus efluvios campan a sus anchas sin que nadie les ponga remedio: ni la lluvia que limpia las flores del campo –en los lugares donde menudea su presencia, que no por estos pagos–, ni la diligencia de los servicios municipales, hipotecados o maniatados por una contrata que desoye las necesidades y demandas de los ciudadanos, bien por la desidia o la impericia de los adjudicatarios, bien por la connivencia cómplice de quienes debían saber y actuar, gestionando eficientemente los servicios públicos; o bien por las dos cosas a la vez, o por otras que nada tienen que ver con ellas.

He aludido en más de una ocasión al encanto que atesoran muchos aleros, que subsisten y cubren parte de la fábrica de algunas casas distribuidas caprichosamente por los barrios de la ciudad, o al seductor atractivo de la mar encalmada del Postiguet, cuyo subyugante magnetismo atrapa y conforta con vehemencia el ánimo de cuantas almas transitan por el paseo que media entre el Cocó y el espigón del puerto. Me he rendido al romántico encanto de los exiguos parques urbanos –más descuidados de lo que sería deseable– que son auténticas reliquias que sintetizan las viejas aspiraciones de una ciudad que hace décadas que se abandonó a su destino y cayó en manos de los depredadores, que la han desguazado arrebatándole sus señas de identidad con el silencio cómplice de muchos y la descarada tolerancia de quienes debieron impedirlo. En fin, obviando injustamente la benevolencia del tiempo atmosférico que nos acompaña casi privativamente durante todo el año, hasta he reseñado los rigores del tórrido sol estival, que algunos días deshidrata las carnes y fríe los sesos a poco que te descuides.

Sin embargo, no voy a referirme a nada de todo esto porque mi propósito es abordar algunos sorprendentes detalles de cierta versión actualizada de una ocupación secular, hoy convertida en negocio, que se ofrece en muy pocos establecimientos porque suele comercializarse asiduamente a través de plataformas digitales o mediante el teléfono. Me referiré a una especie de bazar que a primera vista parece una empresa pequeña y sencilla, instalada en un bajo comercial de una casa cualquiera, de una calle del mismo tenor, de uno de tantos barrios de la ciudad. Nada hay en el inmueble que reclame especialmente la atención de los viandantes salvo los enigmáticos ofrecimientos que incluyen los letreros adheridos a las cristaleras de sus escaparates, que aparecen coronados por el rotulo corporativo superpuesto a una imagen del globo terráqueo sobre el que destaca una especie de sacerdotisa ataviada con larga túnica, con los brazos extendidos y las palmas de las manos orientadas hacia el cielo, en la misma dirección que su mirada. Con profusa caligrafía se ofertan servicios como idesses personalizados, reiki, endulzamientos, rituales y limpiezas, tirada de caracol, entrega de guerreros, mano de orula, etc. También se ofrecen los clásicos servicios de hipnosis, tarot y alguna otra especialidad. Se trata, por tanto, de una oferta polifacética que permite conocer cualquier sortilegio o enfrentar las penurias y enajenamientos contraídos por el efecto de maldiciones, males de ojo y otros maleficios.

Como soy de natural curioso y no estoy familiarizado con el mundo del esoterismo, consciente de que se me olvidarían muchos de los servicios y productos que se anunciaban allí, me dispuse a registrarlos con la cámara del teléfono. Y como, así mismo, me parecía que son asuntos que inspiran un cierto repelús, retranqueé un tanto mi posición en la acera, situándome a resguardo de una esquina para tomar la fotografía con relativo disimulo. Sin embargo, pese a que creía que actuaba discretamente, apenas había presionado el obturador de la pantalla cuando, para mi asombro, vi salir del interior del establecimiento a dos mujeres que se me encararon con cierta agitación inquiriéndome acerca de por qué fotografiaba el  escaparate. Las tranquilicé asegurándoles que únicamente pretendía recordar los servicios que ofertaban porque podían interesarle a una persona conocida. Entonces, me invitaron a pasar al interior de la tienda para entregarme una octavilla publicitaria. Les acompañé y me facilitaron el folleto que incluye los datos del establecimiento, su situación en la trama urbana, los servicios que oferta y demás detalles (dirección postal, teléfonos, web, etc.)

Más que asombrarme, la anécdota me dejó perplejo. Aunque hace algunos meses que acaeció, todavía recuerdo lo sucedido como si fuese una alucinación. Continúo sin dar crédito a la extrema agudeza de aquellas personas, que ni siquiera vi cuando pasé por delante de la tienda, para detectar que la estaba fotografiando; y sigo sin entender la celeridad y el interés por averiguar la finalidad de la fotografía. Es más, cuando pasé ante el escaparate tuve la impresión de que no había nadie en el interior, ni clientes ni dependientes; aunque evidentemente no estaba en lo cierto. En fin, ¿qué puedo añadir? Solo se me ocurren algunas preguntas para las que no tengo respuesta: ¿cómo explicar que los responsables de un comercio estén más pendientes de lo que sucede en la calle que en su interior?, ¿qué justifica tanto interés por conocer el destino de una inocua fotografía?, ¿por qué la mayoría de los negocios de esoterismo se gestionan a través de internet o del teléfono?

Aunque, bien mirado, si –como aseguran quienes dicen haber investigado este mundo– el mercado del esoterismo mueve en España en torno a 3.000 millones de euros y emplea a unas 100.000 personas cada año, si es verdad que la mayor parte de las transacciones se hacen en dinero negro y si, como parece verosímil, la amenaza del fraude personal pende sobre muchísimos usuarios, que acuden desesperados a quienes les aseguran que pueden conocer su futuro  o conseguirles costosos remedios para asegurarse la buena suerte, puedo imaginar perfectamente las respuestas a aquellas preguntas, y a otras muchas.

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