Caminar,
vagar por la ciudad, por sus aceras y calles, por sus avenidas y descampados, recorrer
los lugares que la vertebran y la delimitan, conlleva múltiples sorpresas, algunas
incomodidades y numerosas oportunidades para descubrir aspectos que ni se pretenden
indagar ni nos incumben, pero que a menudo asombran, interesan y hasta inquietan
cuando se encuentran de frente.
Tengo
una intensa propensión a pasear la ciudad, a desplazarme diariamente por
itinerarios que recorro aleatoriamente y que me conducen a cualquiera de sus
barrios, rincones y hasta algunos de sus andurriales. Contrasto así la realidad
ciudadana, su vitalidad y su desgana, sus prodigalidades y sus miserias, sus beneficios
y sus dificultades, sus grandezas y sus decepciones. Algo de ello he contado en
este blog en otras ocasiones.
De la
misma manera que he expresado mi asombro frente a la imponente grandiosidad del
macho del Castillo de Santa Bárbara, especialmente cuando se contempla desde la
calle Villavieja, he compartido mi irritación por la hedionda y deslustrada atmósfera
que invade multitud de espacios urbanos, particularmente los jardines y zonas de
uso común, en los que los orines y excrementos de los perros y sus efluvios campan
a sus anchas sin que nadie les ponga remedio: ni la lluvia que limpia las flores
del campo –en los lugares donde menudea su presencia, que no por estos
pagos–,
ni la diligencia de los servicios municipales, hipotecados o maniatados por una
contrata que desoye las necesidades y demandas de los ciudadanos, bien por la desidia
o la impericia de los adjudicatarios, bien por la connivencia cómplice de
quienes debían saber y actuar, gestionando eficientemente los servicios
públicos; o bien por las dos cosas a la vez, o por otras que nada tienen que
ver con ellas.
He aludido
en más de una ocasión al encanto que atesoran muchos aleros, que subsisten y
cubren parte de la fábrica de algunas casas distribuidas caprichosamente por
los barrios de la ciudad, o al seductor atractivo de la mar encalmada del
Postiguet, cuyo subyugante magnetismo atrapa y conforta con vehemencia el ánimo
de cuantas almas transitan por el paseo que media entre el Cocó y el espigón
del puerto. Me he rendido al romántico encanto de los exiguos parques urbanos –más
descuidados de lo que sería deseable– que son auténticas reliquias que sintetizan
las viejas aspiraciones de una ciudad que hace décadas que se abandonó a su
destino y cayó en manos de los depredadores, que la han desguazado arrebatándole
sus señas de identidad con el silencio cómplice de muchos y la descarada tolerancia
de quienes debieron impedirlo. En fin, obviando injustamente la benevolencia
del tiempo atmosférico que nos acompaña casi privativamente durante todo el
año, hasta he reseñado los rigores del tórrido sol estival, que algunos días deshidrata
las carnes y fríe los sesos a poco que te descuides.
Sin
embargo, no voy a referirme a nada de todo esto porque mi propósito es abordar
algunos sorprendentes detalles de cierta versión actualizada de una ocupación
secular, hoy convertida en negocio, que se ofrece en muy pocos establecimientos
porque suele comercializarse asiduamente a través de plataformas digitales o mediante
el teléfono. Me referiré a una especie de bazar que a primera vista parece una
empresa pequeña y sencilla, instalada en un bajo comercial de una casa
cualquiera, de una calle del mismo tenor, de uno de tantos barrios de la
ciudad. Nada hay en el inmueble que reclame especialmente la atención de los
viandantes salvo los enigmáticos ofrecimientos que incluyen los letreros
adheridos a las cristaleras de sus escaparates, que aparecen coronados por el rotulo
corporativo superpuesto a una imagen del globo terráqueo sobre el que destaca una
especie de sacerdotisa ataviada con larga túnica, con los brazos extendidos y las
palmas de las manos orientadas hacia el cielo, en la misma dirección que su
mirada. Con profusa caligrafía se ofertan servicios como idesses
personalizados, reiki, endulzamientos, rituales y limpiezas, tirada de caracol,
entrega de guerreros, mano de orula, etc. También se ofrecen los clásicos
servicios de hipnosis, tarot y alguna otra especialidad. Se trata, por tanto,
de una oferta polifacética que permite conocer cualquier sortilegio o enfrentar
las penurias y enajenamientos contraídos por el efecto de maldiciones, males de
ojo y otros maleficios.
Como
soy de natural curioso y no estoy familiarizado con el mundo del esoterismo, consciente
de que se me olvidarían muchos de los servicios y productos que se anunciaban
allí, me dispuse a registrarlos con la cámara del teléfono. Y como, así mismo, me
parecía que son asuntos que inspiran un cierto repelús, retranqueé un tanto mi
posición en la acera, situándome a resguardo de una esquina para tomar la
fotografía con relativo disimulo. Sin embargo, pese a que creía que actuaba discretamente,
apenas había presionado el obturador de la pantalla cuando, para mi asombro, vi
salir del interior del establecimiento a dos mujeres que se me encararon con
cierta agitación inquiriéndome acerca de por qué fotografiaba el escaparate. Las tranquilicé asegurándoles que
únicamente pretendía recordar los servicios que ofertaban porque podían
interesarle a una persona conocida. Entonces, me invitaron a pasar al interior de
la tienda para entregarme una octavilla publicitaria. Les acompañé y me
facilitaron el folleto que incluye los datos del establecimiento, su situación
en la trama urbana, los servicios que oferta y demás detalles (dirección
postal, teléfonos, web, etc.)
Más
que asombrarme, la anécdota me dejó perplejo. Aunque hace algunos meses que
acaeció, todavía recuerdo lo sucedido como si fuese una alucinación. Continúo
sin dar crédito a la extrema agudeza de aquellas personas, que ni siquiera vi cuando
pasé por delante de la tienda, para detectar que la estaba
fotografiando; y sigo sin entender la celeridad y el interés por averiguar la
finalidad de la fotografía. Es más, cuando pasé ante el escaparate tuve la impresión
de que no había nadie en el interior, ni clientes ni dependientes; aunque evidentemente
no estaba en lo cierto. En fin, ¿qué puedo añadir? Solo se me ocurren algunas
preguntas para las que no tengo respuesta: ¿cómo explicar que los responsables
de un comercio estén más pendientes de lo que sucede en la calle que en su
interior?, ¿qué justifica tanto interés por conocer el destino de una inocua
fotografía?, ¿por qué la mayoría de los negocios de esoterismo se gestionan a
través de internet o del teléfono?
Aunque,
bien mirado, si –como aseguran quienes dicen haber investigado este mundo– el
mercado del esoterismo mueve en España en torno a 3.000 millones de euros y
emplea a unas 100.000 personas cada año, si es verdad que la mayor parte de las
transacciones se hacen en dinero negro y si, como parece verosímil, la amenaza
del fraude personal pende sobre muchísimos usuarios, que acuden desesperados a quienes
les aseguran que pueden conocer su futuro o conseguirles costosos remedios para asegurarse
la buena suerte, puedo imaginar perfectamente las respuestas a aquellas
preguntas, y a otras muchas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario