A veces, en las conversaciones que surgen
en nuestros encuentros, nos hemos preguntado sobre el origen, el desarrollo, el
significado o la finalidad de la amistad. Una palabra que proviene de otra
latina: amicus –el que ama–, que me
parece que expresa como ninguna otra esa especial relación afectiva que tanto
ansiamos lograr y que encuentra su anclaje en valores universales como la
comunicación, la comprensión, el afecto, el apoyo mutuo y la armonía entre las
personas. Sabemos bien que la amistad, como el vínculo conyugal, es una relación
íntima con un flujo bidireccional: se da y se recibe, no es posible concebirla
de otro modo. Quizá por ello la valoramos tanto, o tal vez sea por sus otras
muchas bondades. Porque, sin ir más lejos, satisface necesidades básicas como la
seguridad o la aprobación de los otros, o nos aporta recompensas invaluables, como
la compañía o el sentirnos comprendidos y queridos. Además, no solo facilita estas
prebendas socioemocionales que fluyen de la estricta relación afectiva, sino
que constituye un excelente recurso para el enriquecimiento personal al propiciar
que aprendamos de las experiencias, de los conocimientos y de las vivencias de los
demás.
Casi intuitivamente, sabemos que la
conciencia de la amistad es algo que se instaura en la infancia, cuando nos
incorporamos a las instituciones escolares, sean guarderías, escuelas
infantiles o colegios. No en vano invocamos a menudo la recurrente frase: “es
un amigo de la infancia”. En el mundo occidental, donde la mayoría de los niños
se escolarizan desde hace siglos, es la escuela el lugar donde solemos descubrir
a los otros y a sus valores, que son distintos de los nuestros, como lo son sus
familias. Hasta entonces, la estirpe respectiva es generalmente la proveedora
casi única de los vínculos socioafectivos. Ahora, en la guardería o en el
colegio, se amplía el horizonte y se aprenden otras cosas: a compartir, a
confiar y a querer a otras personas de edades similares, con las que se
establece una relación que influye en el desarrollo recíproco. Para que este
aprendizaje se perfeccione idóneamente es primordial la actitud que se trae
desde el hogar que, lógicamente, está muy influenciada por el comportamiento de
los padres. De ahí que sea una realidad incontrovertible que los niños cuyas
familias valoran y potencian la amistad tengan más amigos.
Casino de La Baia-Elx. |
Pero la mistad no es patrimonio exclusivo de
la infancia; también se da en distintas etapas de la vida y en diferentes
grados de importancia y trascendencia. A
lo largo de la adolescencia y de la juventud casi todos porfiamos por recomponer
una y otra vez las piezas de nuestro particular rompecabezas afectivo. En ambas
etapas evolutivas se suscitan
nuevas oportunidades para prosperar en la amistad (la que nos une a nosotros es
una evidencia de ello). Paulatinamente, vamos orillando los abigarrados grupos de
conocidos, en tanto que merma la profusión de las demasías juveniles. Buscamos,
alternativamente, personas con quiénes compartir y avivar nuestras inquietudes
personales y psicosociales. Aprendemos,
en suma, a querer más y a menos gente ya que, como se suele decir, los verdaderos amigos se cuentan con los
dedos de una mano. Casi imperceptiblemente, con el transcurso de los años,
acaba pesando más la calidad que la cantidad en las relaciones amistosas. La
experiencia vital nos ayuda
a ponderar las distancias y las proximidades afectivas en función de nuestras
necesidades. No es que se reduzca progresivamente la sociabilidad, sino que nos
interesa menos relacionarnos con muchos que rodearnos de quiénes verdaderamente nos importan, de los que nos proveen
de bienestar emocional, social y cognitivo. Esa suele ser la propensión evolutiva
hacía el perfil finalista de las amistades que, como las nuestras, acaban siendo
casi hermandades, uniones hondas ajenas a ocultismos o a enmascaramientos que permanecen
como alianzas en el tiempo y se recuperan de todo. Esos son los reconocibles y
placenteros vínculos que nos conexionan y que nos motivan los abrazos más
sinceros y las miradas más cómplices.
Además, la amistad genera unos beneficios
impagables. Está demostrado, por ejemplo, que tener amigos amortigua el estrés
y alarga la vida. ¿Quién nos iba a decir que las relaciones socioafectivas son la medicina más barata a nuestro
alcance? Pues así lo testifican más de cien estudios científicos que revelan
que la amistad es muy provechosa para la salud. Tan es así que se ha contrastado
que las personas que tejen estrechos lazos amistosos adquieren protectores
biológicos, que les reducen el riesgo de morir de enfermedades graves porque
desarrollan un sistema inmunitario más resistente. Además, gozan de mejor salud
mental y son más longevas que las que no disfrutan de apoyo social. Así
que, más allá de la particular percepción y de la valoración que cada cual
tenemos y/o hacemos de la amistad, indiscutiblemente, es una realidad subyugante
que termina fidelizándonos a todos.
Hoy nuestra particular y amistosa peregrinación
por los lugares de la provincia recaló en Elx, la ciudad que vio nacer a
Antonio Antón y que hace años adoptó como vecinos a Elías y a Luis, y a sus
respectivas familias. Elx es mucho más que la tercera ciudad del País Valencià por razón de su población, o la vigésima del
Reino de España, como se prefiera (la cuarta, si se excluyen las capitales de
provincia). Desde la época de la Reconquista, su término municipal está
dividido en partidas rurales y
pedanías que rodean el casco urbano por los cuatro puntos cardinales. Su número
y superficie han ido cambiando con el paso del tiempo, siendo actualmente treinta las partidas ilicitanas. Nuestros
anfitriones nos han llevado a dos de ellas, situadas respectivamente al
suroeste y al sureste de la trama urbana: Pusol
y La Baia.
Antonio Antón había fijado el meeting point en su casa, junto a la
carretera de Santa Pola. A las once en punto, allí estábamos todos, como clavos,
a excepción de Elías. Nos hemos dispensado los abrazos y arrechuchos
protocolarios, hemos saludado a Paqui y, tras apurar algunos improvisados cafés,
hemos emprendido la marcha hacia la escuela de Pusol, siguiendo a Antonio por
el laberinto de caminos y veredas que vertebran inmemorialmente el Camp d’Elx.
Junto a la escuela se hallan las instalaciones del Centro de Cultura Tradicional, conocido popularmente como el Museo
de Pusol, que nació el año 1969 como
parte del proyecto pedagógico La Escuela y su Medio, que dirigía
Fernando García, su alma mater. Una interesantísima propuesta para incorporar
al curriculum escolar el estudio de los oficios y tradiciones del Camp d’Elx. Aquella modesta y
voluntarista instalación se ha transformado recientemente en un complejo
museístico, inaugurado en 2001, que integra salas de exposiciones, áreas de
almacenamiento, talleres de conservación y restauración, sala de usos múltiples,
biblioteca, archivo, zona de servicios, huerto de estudios medio-ambientales,
etc. Un espacio espléndido que acoge fondos únicos que ilustran y
documentan distintos aspectos etnológicos relativos a la agricultura, el comercio,
la industria, el folklore, las tradiciones, etc. del Camp d’Elx. En 2009, fue
incluido por la UNESCO en el Registro de Prácticas Excelentes en Materia de Salvaguarda del Patrimonio
Cultural Inmaterial. En síntesis, una delicia de visita realizada de
la mano de Fernando y Mª José Picó, que nos han acompañado amabilísimamente
explicándonos anécdotas y detalles curiosos e interesantes que nos han
permitido evocar decenas de recuerdos asociados a los centenares de objetos,
utensilios y productos que allí se exponen y que forman parte de nuestras
propias biografías.
Cumplimentada la faceta cultural del
encuentro, rebasado ampliamente el mediodía y cercana la hora del aperitivo,
Antonio nos ha propuesto dirigirnos directamente a la siguiente estación,
proposición que ha sido aceptada unánimemente. A pocos quilómetros hacia el
este se encuentran dos partidas rurales: La Baya Alta y La
Baya Baja, que comparten
núcleo urbano, tradiciones y servicios. Tal vez por ello sus habitantes las
denominan genéricamente La Baia, sin
más. Según el Onomasticon Cataloniae,
el nombre deriva de la Serra del Tabaià,
situada al norte del término municipal, cuyas últimas ondulaciones alcanzaban
estos lugares separándolos de la costa. Con tres mil almas es la cuarta pedanía
en población, siendo conocida más allá de sus confines por los luctuosos
sucesos acaecidos allí en 1938, 1981 y 1984, todos enfrentamientos de grupos de
vecinos con delincuentes comunes ventilados en la cercanía del celebérrimo “Pi de la Baia”, que hicieron popular en
la comarca el dicho “En la Baia te veas”,
que suele destinarse a las personas a quienes no se les desea nada bueno. Por
encima de estos circunstanciales e infaustos sucesos, la Baia ha acogido a ilustres vecinos como el Mestre Canaletes, que impartía clases en muchos lugares del Camp
d’Elx, el Tio Ximenez, que vivió 106
años, o el Tio Fregidor, inspirado
poeta en valencià, que colaboraba en los diarios de principios del siglo XX.
Nuestro destino estaba muy próximo al
meritado pino, aunque nada tenía que ver con él. Se trata del famoso “Casino”,
el mejor restaurante de la localidad, propiedad de la familia Alemany, que
elabora un delicioso “arròs en costra”, cuya fama ha trascendido las fronteras
ilicitanas. Además de restaurante, el establecimiento ha sido tradicionalmente punto
de encuentro de muchos de los hombres de La Baia, que después de la jornada de
trabajo iban a tomarse una copa y echar una partida al dominó o a las cartas.
Acabábamos de sentar los respectivos reales en la
terraza trasera, cuando ha aparecido Elías, que venía de atender obligaciones
odontológicas, al que hemos saludado efusivamente, como merece. Inmediatamente, nos
hemos aplicado a dar cuenta de unas cuantas mahous y de algunos vinos y
refrescos, que han acompañado a unos frugales aperitivos, antesala obligada del
contundente menú de la casa, que hemos pasado a degustar en la parte noble del
establecimiento.
Acomodados en una mesa redonda, cual pares
sin “primus”, hemos dado buena cuenta de los aperitivos, a base de pan tostado
con aceite virgen y recién exprimido de aceitunas de la Montaña, que traía
Alfonso, al que han acompañado taquitos de queso, zepelines, calamares a la
andaluza y croquetas, junto con una ensalada que era el necesario contrapunto a
la contundente “costra” que ha seguido, maridada con más mahous, un par de
botellas de Ramón Bilbao y algún “colpet” de café licor con gaseosa o bitter
Kas, según gustos. Un excelente menú rematado por una sabrosísima tarta de
almendras con helado, que nos ha regalado los paladares entremezclada con
pequeños sorbos de un brut Juve
Camps.
Apenas se había vaciado el salón y ya
habíamos dado inicio a la sobremesa en la que, como es habitual, hemos abordado
el repaso general a los asuntos pendientes: próximos encuentros, situación del
país y las pensiones, misceláneas y recuerdos, apuntes pseudofilosóficos, etc.,
etc. Sin que nos hayamos apercibido, la brevedad de estos días otoñales nos ha
echado encima el titileo de las primeras farolas del alumbrado que anunciaba el
crepúsculo. Una señal de despedida que todos hemos atendido, dirigiéndonos a
los vehículos, dándonos los postreros abrazos y emprendiendo cada cual su
particular camino de vuelta a casa.
Aún no habíamos descendido de los coches
cuando recibíamos a través del whatsup la enésima reflexión de Pascual: “Queridos amigos, jornada feliz acabada.
Llego a casa. Y cuando uno duda del origen, de los porqués de las relaciones
humanas, se encuentra que llega a casa pletórico de lo que ha vivido hoy, solo
cabe pensar que la necesidad de uno respecto a los otros, se sacia con
vosotros. Justificáis todos los porqués. Gracias por sostener la filosofía de
lo que se ha venido en llamar amistad. Gracias a todos y hoy a Antonio y a
Paqui”. A mí solo se me ocurre rematarla con una pequeña apostilla, la que
inscribe la frase que escribió hace años Katherine Mansfield, que dice: Siempre sentí que el gran privilegio, el
alivio y la comodidad de la amistad era que uno no tenía que explicar nada.
Salud, amigos.
Salud, amigos.
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