jueves, 29 de diciembre de 2016

Gallipatos.

La primera vez que tuve noticias de ellos fue en los primeros años de la década de los 90. Creo recordar que estando en el pueblo, con motivo de la visita que nos hicieron Emilio, Concha y Laura. Fue en el verano del 92, durante un largo fin de semana que pasaron con nosotros, probablemente en el curso de alguna de nuestras conversaciones, cuando Emilio mencionó este vocablo. Un año extraordinario aquél, para nosotros y para el país. ¡Qué lejos quedan aquellos añorados tiempos! Fuimos al Mestalla, a ver una de las semifinales de las Olimpiadas, en las que se enfrentaban España y Ghana, a la que vencimos por 2-0. Una selección que entrenaba Vicente Miera y que acabó ganando a Polonia el oro olímpico el 8 de agosto, en el Nou Camp, derrotándola (2-3), con goles del “Pitu” Abelardo (hoy entrenador de su Sporting), todavía con la azotea poblada, y un doblete del talentoso “Kiko” Narváez.

Esa conversación debe vincularse con una de las incontables experiencias que tuvo Emilio en su época de político activo, porque es una tautología reiterar que nunca dejó de pensar, ser y actuar como tal. Vagamente, creo recordar que la cosa tuvo que ver con uno de sus viajes a la vecina localidad de Casinos, donde le habían invitado a participar en algún acto relacionado con la cultura, porque no en vano era Director General del ramo en la Generalitat. A su conclusión, se dio el refrigerio que se dispensa tradicionalmente en estos pueblos de la Serranía y, justamente allí, en una de las conversaciones que acompañan a esos momentos de distensión, apareció tan singular vocablo: gallipato; un término que lo dejó tan patidifuso como lo hizo conmigo cuando lo oí de sus labios por primera vez.

No recuerdo con exactitud de qué manera describió la fisonomía de un ser tan inespecífico que, sin fundamento alguno, imaginé como híbrido de gallinácea y anátida, una especie de engendro rarísimo sin viso de verosimilitud alguna. Algo que, de entrada, me sonó a la típica tomadura de pelo con que se obsequia por estos pagos a los visitantes primerizos. Los habitantes de estos pueblos serranos, históricamente aislados y ajenos a las modas y costumbres urbanitas, poseen un complejo atávico, que nace del temor a ser sorprendidos o engatusados por medio de ocurrencias o habilidades desconocidas para ellos. Esa prevención, a menudo, les lleva a adoptar una actitud defensiva, que expresan con un matizado tono burlesco que pretende tomar la delantera en una hipotética porfía de ocurrencias con quienes perciben con aires de superioridad. En el despliegue de esa descabellada estrategia, a veces llegan a imaginar y aparentar situaciones disparatadas que pretenden que crean los visitantes, considerándolos tontos o casi, o mejor dicho, porque están convencidos de que no tienen ni idea de lo que sucede por estos mundos de la ruralidad.

Pero mira por donde, ahora que han transcurrido más dos décadas desde que aconteció aquella anécdota, casualmente, he averiguado que esa palabra, que en su día me pareció tan excepcionalmente rara, alude a un encantador animalito que es casi un endemismo de estas tierras serranas. Efectivamente, el gallipato, denominado científicamente Pleurodeles waltl, tiene la apariencia de una lagartija de agua, aunque realmente es un tritón que habita en la mitad sur de la Península Ibérica. Por cierto, es el más grande de nuestra fauna, pudiendo alcanzar 30 centímetros de longitud desde el hocico hasta el extremo de la cola. Tiene el cuerpo de color grisáceo y es muy carroñero. Se alimenta de materia en descomposición que encuentra en sus hábitats naturales, que son habitualmente las pozas y balsas que se utilizan para el riego, los pantanos y las charcas.

Este anfibio de ojos prominentes y piel de color parduzco tiene un particular mecanismo de defensa que activa cuando se ve amenazado. En sus dos costados presenta una línea de nueve protuberancias de color amarillento, una especie de costillas que, cuando un depredador lo engulle, proyecta al exterior, causándole dolor y obligándole a regurgitarlo, escapando así de su agresor. En otras ocasiones se defiende proporcionando a su cuerpo una rigidez hierática que disuade a sus captores. De hecho, estos rasgos funcionales están en el origen de algunas de las denominaciones locales con las que se le conoce, tales como "ofegabous", "cullerot" o “venancio”.

Dejando a un lado los aspectos faunísticos y biológicos, volvamos al anecdotario. Según he podido saber, en el pasado era habitual la presencia de gallipatos en Casinos, aunque actualmente es absolutamente excepcional. De hecho, hace pocos años, alguien descubrió un par de estos tritones, con el consiguiente alborozo de la población. Porque, aunque pueda pensarse que allí ni se siente ni se padece, también ha llegado a la Serranía esa pseudosensibilidad que por desgracia ofrece más a menudo vacuos planteamientos y perspectivas medioambientales que apoyos a comportamientos comprometidos e intransigentes con la explotación y conservación de los recursos de un territorio secularmente expoliado.

A raíz del excepcional hallazgo, el alcalde de Casinos expresó su voluntad de recuperar una vieja charca para que pudiesen seguir viviendo en su hábitat natural esos animales y otros congéneres que hipotéticamente se hallasen por aquellos lares. Incluso se difundió que en un centro ubicado en El Saler se estaban criando en cautividad estos anfibios. Y hasta su responsable ofreció al alcalde casinense la posibilidad de soltar de forma controlada algunos ejemplares de gallipato para reinsertarlos en su hábitat natural y recuperar así la colonia que se creía extinguida.

He de confesar que no sé en qué quedaron todos estos buenos propósitos. Sí sé que en Casinos existe una Plaza del Gallipatos, que acoge el pequeño recinto ferial de la localidad. En él, desde principios de siglo, se celebra cada año la Feria del Dulce Artesano, Peladillas y Turrones, en la que se pueden degustar y comprar los dulces típicos del municipio. Una feria muy conocida en el Cap i Casal, por la calidad de los productos y por su cercanía. Mucho menos por estos pagos sureños, en los que priman el turrón de Alicante y Xixona, las “peladilles d’Alcoi”y “els canellons”, la “coca de canonge”, las almojábenas, los rollos de vino o los pasteles de gloria.

Por cierto, ahora que estamos inmersos en la diatriba del cambio de denominación de los espacios públicos, buena cosa sería aprovechar la circunstancia para acordar en la ciudad una ordenanza o reglamento que regule el otorgamiento de los nombres de las nuevas vías, espacios urbanos, edificios y monumentos que limite la discrecionalidad o las actuaciones arbitrarias y/u ocurrentes de quienes tienen atribuciones para promover las propuestas y llevarlas a la aprobación de la municipalidad. Aspectos como el arraigo y la historia locales, la educación, los valores universales o los derechos humanos, la infancia, la democracia, los topónimos (no los antropónimos), la flora o la fauna me parecen, todos, elementos que debieran considerarse prioritariamente en el mencionado protocolo y ser operativos a la hora de acordar la denominación de los espacios públicos. ¿A qué alicantino no le gustaría tomarse una cañita o una “palometa”, o simplemente pasear, jugar o comprar en la “plaça del gambosí”, en el “carrer del canari” o en el “racó del cabasset”?

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