Duérmete, niño,
que viene el Coco
y se lleva a los niños
que duermen poco.
¿Quién
desconoce esta nana? ¿Cuántas veces nos habrán exhortado a que durmiésemos o
nos portásemos bien amenazándonos con que si no lo hacíamos vendría el Coco y nos engulliría o, lo que es peor,
se nos llevaría a un lugar lejano y espantoso? Para millones de niños, para
decenas de generaciones, el Coco ha encarnado
el más genérico, entrañable y representativo de los miedos que conocimos en nuestra
primera infancia. No es solamente un fetiche asociado a esa etapa evolutiva, identificado
asiduamente con un hombretón desgarbado y feo que se come o secuestra a los
niños, aunque es innegable que, con la llegada de la pubertad, el miedo a tan siniestro
personaje se desdibuja y acaba siendo oscurecido por la emergencia en el
imaginario puberal de nuevos temores, que inducen otras celebridades más reales
y espeluznantes como el Sacamantecas
o el Chupasangres.
No
obstante, ello solo representa un breve paréntesis en la biografía de esta atávica
fobia, que poco tiempo después reaparece para acompañarnos casi vitaliciamente. De
modo que, entre los doce y los veintitantos años, el Coco lo personifica ese
profesor terrorífico que ha logrado angustiarnos a casi todos; a los treinta, lo
asociamos con el acreedor que nos hostiga infatigablemente; a los cuarenta, lo
ligamos con las canas que blanquean el cabello inmisericordemente; a los
cincuenta, con los primeros achaques importantes de salud; a los sesenta y
setenta, con el miedo a morir; y desde entonces, sin solución de continuidad, con
la propia muerte que, de nuevo, imaginamos hermanada con el personaje
desgarbado y sombrío que nos amedrentaba en la niñez y que, embozado tras sus
cientos de máscaras, continúa intimidándonos toda la vida.
Goya, ¡Que viene el Coco! |
Sin
embargo, en mi niñez jamás me amenazaron con que venía el Coco. Y tampoco recuerdo que mi familia utilizase la figura del Hombre del Saco para tales menesteres. En
mi casa, en mi pueblo y en toda la comarca, el personaje que por antonomasia encarnaba
la auténtica coerción de comernos o llevarnos lejos de nuestros hogares era “El
Buto”. ¡Qué viene el Buto!, era la
admonición que blandían nuestras madres y abuelas cuanto nos mostrábamos renuentes
a obedecer sus indicaciones.
Siempre he imaginado al Buto deambulando incansablemente por las callejuelas y placetas de
los pueblos, revestido con sus viejos y astrosos ropajes, cargando a los
hombros su hatillo con pertrechos inconcretos, amparado en las tinieblas
nocturnas y desgranando la espaciosidad de su doliente caminar, inmune a las
barreras y a los impedimentos que erigen las personas. Para mi y para mis
convecinos, El Buto era un personaje
mudo, que vivía envuelto en un silencio que solo quebraban los lamentos y
gemidos que proferíamos los niños aterrorizados y los siseos sordos de nuestras
madres y abuelas advirtiéndonos de su proximidad. Aunque habitualmente ignoraba
tales fragilidades –tal vez porque no las entendía– a veces parecía que se
detenía y espiaba por el rabillo del ojo las imágenes incompletas de los niños que
dejaban entrever las rendijas de las contraventanas mal cerradas.
El Buto
que imaginé jamás tuvo patria ni hogar. Recorrió el mundo miles de veces sin
contaminarse con las desavenencias, las injusticias y las iniquidades que lo
gobiernan porque seguramente desconocía el significado de palabras como
egolatría, odio, desprecio, enemistad o desamor.
Estoy convencido de que El Buto, al que tanto temí, logró traspasar los umbrales del tiempo,
siendo como era una suerte de correcaminos que hacía suyos la sombra de los cipreses,
la brisa de los atardeceres, los abrigos y veredas de los montes o el frescor
del río y de las fuentes. Con la caída del sol, aquel extraño ser se
enseñoreaba diariamente de las calles del pueblo, con las que conformaba su particular
feudo, aunque careciese del título nobiliario o cédula de propiedad que lo
legitimara para ello. A él le daba igual porque, aunque podía decirse que era
como un soberano sin corona, no necesitaba tales perifollos para hacer notar su
presencia a cada instante. Incluso me llegaron a decir que no solo se adueñaba
de las soledades de aquellas villas sino que también reinaba en el bullicio de
las ciudades, donde aseguraban que había lugar y ocasión para casi todo,
excepto para soñar.
Paradójicamente El Buto es un personaje siniestro y a la vez entrañable que vive
integrado en muchas de nuestras biografías. Su figura encorvada y deforme
incita multitud de preguntas que no tienen respuesta. Nadie conoce su
procedencia ni es capaz de augurar su rumbo. Sin embargo, permanece ahí, cercano,
cual testigo sigiloso del transcurrir de millones de infancias y vidas, cual vigilante
impertérrito de los ciclos generacionales. Un ser singular, sin pasado ni
destino, condenado a vivir en la eterna soledad. Tal vez por ello el
libro privativo de nuestra memoria le
reserva un epígrafe especial: el que corresponde a las criaturas que, como él, hicieron
su camino rodeados de gente, pero recorriéndolo en la más absoluta misantropía.
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