A veces tomar el pulso a la vida consiste
en asomarse a la ventana y ver lo que sucede en la calle, o en aventurarse a emprender
un paseo para observar cuanto ofrece cualquier itinerario. Esto último es lo
que hice en la tarde-noche de ayer, veinte de febrero. Hacía semanas que no deambulaba
por las avenidas y descampados que circundan mi casa y, pese a que amaneció uno
de los pocos días invernales que hemos tenido este año, especialmente ventoso y
fresquito, salí a dar una vuelta sin otra intención que tomar el aire y
desentumecer las piernas. El paseo me llevó a unos derroteros tan fortuitos
como sorprendentes, resultado de las contradictorias trayectorias que emprendí
llevado de un ensimismamiento del que salí abruptamente cuando alcancé una de
las pequeñas plazas que tenemos en el barrio, topándome con un grupo de chavales
de entre quince y diecisiete años que ensayaban esas rimas estridentes y ramplonas, que denominan rap, ante la atenta mirada de sus amigos y la escucha distraída de
otros que jugueteaban más interesadamente con algunas chicas que les
acompañaban.
Cerca de allí, unas parejas jóvenes
conversaban distendidamente sobre las amplias aceras, abandonando confiadamente
los carritos con sus retoños en las proximidades de la entrada a un pub que se anuncia con un nombre con
reminiscencias, Santa Mónica. Un rótulo que se exhibe iluminado con vistosos
tubos de neón, remarcado por un pleonasmo con forma de locomotora de carbón, de
aquellas que atravesaban el medio oeste recorriendo velozmente praderas y
cañones, desiertos y estepas, tan infinitos como familiares a fuer de conformar
los escenarios de los centenares de películas de indios y vaqueros que hemos visto reiteradamente.
Nora Iniesta, Cotidianeidad, 2005. |
En la calzada de al lado, cuatro
o cinco vehículos estaban aparcados en doble fila, algo que es habitual aquí, fruto de la
presión demográfica y comercial que se ejerce sobre un espacio público manifiestamente
insuficiente para acoger los usos ciudadanos, como sucede en casi todos los que
tenemos en la ciudad. Fijé un poco más la mirada y observé que paralelamente a uno de ellos se hallaba una especie de motocarro como los de
antes, bien
estacionado. No era uno de aquellos vetustos artilugios autopropulsados con
tres neumáticos, no. Lo que tenía ante mí era un vehículo de cuatro ruedas cuya
carrocería convencional se había modificado intencionadamente, alterando su morfología
original a base de habilitar un nuevo compartimento que se asemeja a una cámara frigorífica sui géneris, que le da más apariencia de anacronismo que de originalidad.
En el lado opuesto de la plazoleta, las luces
de las farolas recortaban las siluetas de un grupito de gente joven, en el que
se apreciaban chavalotes granados y muchachos imberbes que disputaban su particular partido de
futbito, justo en la esquina del ínfimo parque que remata uno de los lados de la
especie de fuente que, revestida con forma de cascada, desciende desde un
pequeño promontorio que hay en el fondo de la plazuela.
Ajusté el foco de la mirada y descubrí a mi
lado a uno de los millones de conciudadanos que diariamente sale a pasear por obligación a estas horas, con el único objetivo de facilitar a sus perros la
satisfacción de algunas de sus necesidades más perentorias. Como es habitual, también
éste observaba displicentemente a sus animales sueltos e incordiando por los espacios privativos de las personas, sin prestar
atención alguna a sus entretenimientos con el césped (ralo de tanta visita,
gozo y retozo), las plantas, los pies de las farolas y señales de tráfico, las
esquinas de las edificaciones, los bordes de los jardines y los fosos de arena
donde también diariamente juegan los niños, inmunes a la fuerza a cualquier
infección o contagio caninos.
En ese preciso momento, un grupo de
mozalbetes cruzaba la plaza corriendo y vociferando. Increpaban sin motivo
aparente a quiénes encontraban a su paso, incluidos los conductores, que se veían
obligados a detener sus vehículos para evitar arrollarlos. Entretanto dos niños,
cuya estatura apenas sobrepasa el metro, empapelaban medio parque con decenas
de folletos; sin misericordia, saturando de papel el escaso césped que la acicala.
Paradójicamente, en el fondo norte de la
plazoleta, una pequeña catarata, ramplona y de apariencia insulsa, había metamorfoseado
su aspecto con la luz crepuscular y los postizos eléctricos, convirtiéndose en
un artilugio sorprendente que proyectaba el fluido que se derramaba por los
escalones, cuyos ribetes iluminados
le proporcionaban unas
aureolas prodigiosas, dándole una apariencia espectacular, difícil de adivinar a plena
luz del día. Observé en la acompasada caída de esas aguas recicladas la
metáfora del fluir de la vida que, de la misma manera que se nos ofrece en la
espontaneidad atribulada de las conductas de los ciudadanos, se desvanece de
improviso, como hoy se disipó la de Umberto Eco, un sabio que sabía todas las
cosas, aunque simulaba que las ignoraba para seguir estudiando, como ha dicho
Juan Cruz.
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