lunes, 1 de febrero de 2016

Perder la reputación.

Hace dos fines de semana que mi admirado Javier Marías encabezaba su habitual colaboración en la última página del suplemento dominical del diario El País con un sugerente título: La imparable mengua de mi reputación. En él relataba un nuevo episodio de la particular historia que retoma cada año nuevo con ocasión de los regalos y atenciones que en tales fechas se procuran él y su amigo Pérez Reverte. Éste acostumbra a regalarle diferentes artilugios combativos o bélicos y aquél suele corresponderle con alguna publicación exclusiva, que naturalmente suele tener connotaciones belicosas, o por lo menos beligerantes. Mis aficiones están en las antípodas de semejantes quimeras; por tanto, lo que me motivó el titular nada tiene que ver con el contenido del artículo sino con su relación con algunas reflexiones que me hago desde hace algún tiempo.

A lo largo de la vida, según en qué momentos, uno decide -o debe decidir- poner punto final a determinadas cosas. Algunas de estas resoluciones son, por ejemplo, la práctica deportiva exigente, las juergas con los amigos, el ejercicio profesional y otros muchos desempeños. Todos son asuntos importantes que merecen una adecuada atención, aunque hoy me detendré exclusivamente en los cometidos profesionales.

No descubro ningún Mediterráneo cuando reitero en mis conversaciones que cada persona tenemos nuestro lugar en el mundo; también en el ámbito de la respectiva ocupación profesional. Ese lugar lo estrenamos de manera concreta y más o menos fortuita, y lo solemos ‘habitar’ y desarrollar a lo largo de un importante periodo de tiempo (al menos es lo que hicimos la gente de mi generación, aunque soy consciente de lo mucho que ello ha cambiado en los últimos años). Durante ese intervalo, en el que no solo desempeñamos un único rol o cometido, porque ya hace lustros que la vida laboral hace ineludible la capacidad de metamorfosearse, aprendemos, producimos, crecemos y maduramos para, finalmente, ceder y empezar el tránsito hacia una progresiva decrepitud, en un proceso que habitualmente resulta tan imperceptible como imparable. Tan es así que, como acostumbro a decir, sin apenas percatarnos alcanzamos un punto del trayecto en el que "o nos vamos, o nos echan". Por tanto, a lo largo del itinerario profesional, tan importante es permanecer atentos a perfeccionar buenos aprendizajes o a adquirir y mejorar las competencias, como saber y querer detectar los indicios que alertan de los pequeños declives, que son las señales del inicio de las involuciones por incipientes que sean. Si no activamos esos sensores, o nos mostramos remisos a considerar la información que facilitan, acabará sucediendo lo inevitable: que otros adoptarán las decisiones que nos afectan y que nos cambiarán la vida y, además, es probable que ello sea consecuencia de una resolución drástica acordada el día más inesperado.

Estoy convencido de que la mayoría somos conscientes de ello y, sin embargo, cuando nos aproximamos al final de nuestro recorrido laboral, muchos somos renuentes a tomar las decisiones que nos convienen. Creemos que nuestro bagaje, nuestra experiencia, nuestra trayectoria o nuestro prestigio son avales suficientes para seguir ocupando el espacio que tan meritoriamente creemos haber conquistado con nuestro esfuerzo a lo largo de la carrera profesional. Tan es así que, llegado el momento del retiro, bien elegido voluntariamente o bien impuesto por la legalidad, tenemos una cierta querencia a permanecer en el puesto de trabajo o en sus cercanías. Buscamos los argumentos más peregrinos para justificar esa propensión. Son explicaciones que no enjuician del mismo modo quiénes nos rodean, que las aceptan eventualmente y casi a regañadientes por una especie de caridad mal entendida, que no sabe qué tiene de tal y cuánto de compasión o de tolerancia forzada.

A los pocos meses de la jubilación, disipados los efluvios de los homenajes de despedida y de los plácemes de rigor, cualquier observador perspicaz se percata de que el teléfono dejó de sonar, de que aminoran las consultas y las confidencias profesionales y de que lo que se aprecia alrededor es poco más que alguna pose impostada y ciertas actitudes piadosamente transigentes. En el fondo, apenas nadie tiene interés por lo que aportamos o ayudamos en el entorno de lo que fue nuestro trabajo.

Y si forzamos la situación, permaneciendo cerca y empecinándonos en mantener una cierta “normalidad”, comprobaremos cómo en un breve intervalo de tiempo habremos echado por la borda toda nuestra reputación. Nos lo expresarán los colegas más desinhibidos o más inconscientes (?), que nos enviarán mensajes inequívocos que resumen la situación con frases certeras. Es el caso, por ejemplo, de los que preguntan retóricamente: “pero, ¿no te habías jubilado?, ¿qué haces por aquí?”; como diciendo, con lo a gusto que estaría yo en tu lugar, disfrutando de los privilegios del retiro, ¿cómo osas incomodarnos diariamente con tu presencia, recordándonos que tu devoción nada tiene que ver con nuestra obligación?, ¿qué pretendes demostrar?, ¿acaso no hay vida más allá del trabajo?, etc. Lo que se dice y lo que se calla expresan a las claras que pasó tu tiempo, que ya no tienes presencia, que te has borrado de la profesión. Sé de sobra que algunos que lean lo que escribo pensarán que levito porque nada de lo que refiero va con ellos, puesto que siguen considerándose personas activas, respetadas y prestigiadas en sus entornos laborales o académicos, etc., etc. Mienten o, lo que es peor, se engañan a sí mismos. Solo aceptaré una matización bienintencionada: algunos creen que no hay vida más allá de la profesión. Verdaderamente, si es de eso de lo que se trata, me retracto, acepto que quiénes padecen ese desvarío tienen razón: ¡qué le vamos a hacer!

Lo mismo sucede en el ámbito más formal, como es la presencia en el espacio académico o en el ámbito de la investigación. Nuestro currículum se para en seco, los meritorios indicadores que iban jalonándolo se interrumpen, las evidencias competenciales paran sus contadores. Todo queda en una foto fija que permanece invariable mes tras mes, hasta llegar a un punto que te hace tomar conciencia de que “tu reino ya no es de este mundo”; de que tu reputación profesional y académica se limita a una foto finish de hace equis años, que nada tiene que ver ni con tu estatus actual ni con tus ocupaciones presentes.

Te has esfumado del mundo del trabajo y, si regresas circunstancialmente a él para asistir a algún acto o participar en alguna actividad, encuentras un paisaje radicalmente distinto: nada es como era, ni los espacios ni las personas son las que había, ni tampoco las cosas son como solían ser. Has desaparecido del horizonte, pocos te recuerdan asiduamente y la mengua de tu reputación es una evidencia. Es otro tiempo, son otras cosas, estás en otro camino. Y no hay otra que aceptarlo e intentar disfrutarlo.

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