Hace dos fines de semana que mi admirado Javier Marías encabezaba su habitual
colaboración en la última página del suplemento dominical del diario El País con un sugerente título: La imparable mengua de mi reputación. En
él relataba un nuevo episodio de la particular historia que retoma cada año
nuevo con ocasión de los regalos y atenciones que en tales fechas se procuran
él y su amigo Pérez Reverte. Éste acostumbra a regalarle diferentes artilugios combativos
o bélicos y aquél suele corresponderle con alguna publicación exclusiva, que
naturalmente suele tener connotaciones belicosas, o por lo menos beligerantes.
Mis aficiones están en las antípodas de semejantes quimeras; por tanto, lo que
me motivó el titular nada tiene que ver con el contenido del artículo sino con
su relación con algunas reflexiones que me hago desde hace algún tiempo.
A lo
largo de la vida, según en qué momentos, uno decide -o debe decidir- poner
punto final a determinadas cosas. Algunas de estas resoluciones son, por
ejemplo, la práctica deportiva exigente, las juergas con los amigos, el
ejercicio profesional y otros muchos desempeños. Todos son asuntos importantes
que merecen una adecuada atención, aunque hoy me detendré exclusivamente en los
cometidos profesionales.
No
descubro ningún Mediterráneo cuando reitero en mis conversaciones que cada persona
tenemos nuestro lugar en el mundo; también en el ámbito de la respectiva
ocupación profesional. Ese lugar lo estrenamos de manera concreta y más o menos
fortuita, y lo solemos ‘habitar’ y desarrollar a lo largo de un importante periodo
de tiempo (al menos es lo que hicimos la gente de mi generación, aunque soy
consciente de lo mucho que ello ha cambiado en los últimos años). Durante ese
intervalo, en el que no solo desempeñamos un único rol o cometido, porque ya
hace lustros que la vida laboral hace ineludible la capacidad de
metamorfosearse, aprendemos, producimos, crecemos y maduramos para, finalmente,
ceder y empezar el tránsito hacia una progresiva decrepitud, en un proceso que
habitualmente resulta tan imperceptible como imparable. Tan es así que, como acostumbro
a decir, sin apenas percatarnos alcanzamos un punto del trayecto en el que
"o nos vamos, o nos echan". Por tanto, a lo largo del itinerario
profesional, tan importante es permanecer atentos a perfeccionar buenos aprendizajes
o a adquirir y mejorar las competencias, como saber y querer detectar los
indicios que alertan de los pequeños declives, que son las señales del inicio
de las involuciones por incipientes que sean. Si no activamos esos sensores, o nos
mostramos remisos a considerar la información que facilitan, acabará sucediendo
lo inevitable: que otros adoptarán las decisiones que nos afectan y que nos
cambiarán la vida y, además, es probable que ello sea consecuencia de una resolución drástica acordada el día más inesperado.
Estoy
convencido de que la mayoría somos conscientes de ello y, sin embargo, cuando
nos aproximamos al final de nuestro recorrido laboral, muchos somos renuentes a tomar las decisiones que nos convienen. Creemos que nuestro bagaje, nuestra
experiencia, nuestra trayectoria o nuestro prestigio son avales suficientes
para seguir ocupando el espacio que tan meritoriamente creemos haber conquistado
con nuestro esfuerzo a lo largo de la carrera profesional. Tan es así que,
llegado el momento del retiro, bien elegido voluntariamente o bien impuesto por
la legalidad, tenemos una cierta querencia a permanecer en el puesto de trabajo
o en sus cercanías. Buscamos los argumentos más peregrinos para justificar esa propensión.
Son explicaciones que no enjuician del mismo modo quiénes nos rodean, que las aceptan
eventualmente y casi a regañadientes por una especie de caridad mal entendida,
que no sabe qué tiene de tal y cuánto de compasión o de tolerancia forzada.
A
los pocos meses de la jubilación, disipados los efluvios de los homenajes de
despedida y de los plácemes de rigor, cualquier observador perspicaz se percata
de que el teléfono dejó de sonar, de que aminoran las consultas y las
confidencias profesionales y de que lo que se aprecia alrededor es poco más que
alguna pose impostada y ciertas actitudes piadosamente transigentes. En el
fondo, apenas nadie tiene interés por lo que aportamos o ayudamos en el entorno
de lo que fue nuestro trabajo.
Y si
forzamos la situación, permaneciendo cerca y empecinándonos en mantener una
cierta “normalidad”, comprobaremos cómo en un breve intervalo de tiempo habremos
echado por la borda toda nuestra reputación. Nos lo expresarán los colegas más
desinhibidos o más inconscientes (?), que nos enviarán mensajes inequívocos que
resumen la situación con frases certeras. Es el caso, por ejemplo, de los que
preguntan retóricamente: “pero, ¿no te habías jubilado?, ¿qué haces por aquí?”;
como diciendo, con lo a gusto que estaría yo en tu lugar, disfrutando de los
privilegios del retiro, ¿cómo osas incomodarnos diariamente con tu presencia,
recordándonos que tu devoción nada tiene que ver con nuestra obligación?, ¿qué
pretendes demostrar?, ¿acaso no hay vida más allá del trabajo?, etc. Lo que se dice y lo que se calla expresan a
las claras que pasó tu tiempo, que ya no tienes presencia, que te has borrado de
la profesión. Sé de sobra que algunos que lean lo que escribo pensarán que
levito porque nada de lo que refiero va con ellos, puesto que siguen considerándose
personas activas, respetadas y prestigiadas en sus entornos laborales o
académicos, etc., etc. Mienten o, lo que es peor, se engañan a sí mismos. Solo
aceptaré una matización bienintencionada: algunos creen que no hay vida más
allá de la profesión. Verdaderamente, si es de eso de lo que se trata, me
retracto, acepto que quiénes padecen ese desvarío tienen razón: ¡qué le vamos a
hacer!
Lo
mismo sucede en el ámbito más formal, como es la presencia en el espacio
académico o en el ámbito de la investigación. Nuestro currículum se para en
seco, los meritorios indicadores que iban jalonándolo se interrumpen, las evidencias
competenciales paran sus contadores. Todo queda en una foto fija que permanece invariable
mes tras mes, hasta llegar a un punto que te hace tomar conciencia de que “tu
reino ya no es de este mundo”; de que tu reputación profesional y académica se
limita a una foto finish de hace equis
años, que nada tiene que ver ni con tu estatus actual ni con tus ocupaciones
presentes.
Te
has esfumado del mundo del trabajo y, si regresas circunstancialmente a él para
asistir a algún acto o participar en alguna actividad, encuentras un paisaje radicalmente
distinto: nada es como era, ni los espacios ni las personas son las que había,
ni tampoco las cosas son como solían ser. Has desaparecido del horizonte, pocos
te recuerdan asiduamente y la mengua de tu reputación es una evidencia. Es otro
tiempo, son otras cosas, estás en otro camino. Y no hay otra que aceptarlo e
intentar disfrutarlo.
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