Me
llamo María Martínez y he sido toda mi vida ama de casa. Hace dos años que enviudé
y me quedé sola. Ahora comienzo a salir del agujero en el que me sumí entonces.
Desde hace unos meses estoy empezando a levantar cabeza. Una buena vecina me
aconsejó que participase en los programas de vacaciones que organizan el
IMSERSO y la Generalitat Valenciana porque me ayudarían. Ella ha hecho algunos de estos viajes y le parecía que a mi también me vendrían bien. Acepté
la idea y le pregunté qué debía hacer. Me explicó con detalle el procedimiento
y siguiendo sus instrucciones envié las solicitudes.
En
enero pasado recibí un escrito de la Conselleria de Bienestar Social por el que
me comunicaban que me habían acreditado para ser beneficiaria del programa de
vacaciones sociales para mayores de la Comunidad Valenciana. Me decían en la
carta que en febrero debía ir a una agencia de viajes para obtener una reserva
de plaza. Así lo hice. Una persona muy amable, empleada de la agencia, me hizo todo el papeleo y me dio un resguardo para que fuese al banco y
pagase el importe de las vacaciones sesenta días antes de iniciarlas.
Como
soy una mujer previsora y esta semana próxima vencerá el plazo, he decidido no
agotarlo y abonar el recibo con tiempo suficiente. He pasado la noche un poco inquieta
porque no estoy muy ducha en realizar gestiones y me imponen lo suyo. Son cosas
que hacía mi marido y la verdad es que jamás me he ocupado de ellas. Así que me
he levantado temprano y dispuesta para salir a la calle y cerrar el
contrato de mis vacaciones. Me he dirigido a la sucursal más próxima
de la única entidad bancaria en que puede realizarse el pago, como indica el
impreso que me remitieron. Cuando he llegado a la puerta me he llevado la
primera sorpresa: estaba cerrada y sin cartel alguno que explicase por qué.
Hace
muchas semanas que soportamos un calor extraordinario. Hoy también lo hacía de buena
mañana. Así que he preguntado en un comercio cercano por otra sucursal del banco.
Afortunadamente estaba a unos centenares de metros y hacia allá me he
encaminado sudando y resoplando. Esta sí que estaba abierta y, nueva sorpresa, absolutamente
vacía de clientes. Eran escasamente las nueve y media de la mañana y solo había
en su interior tres empleados detrás de sus respectivos mostradores. Me he
dirigido a la que me ha parecido que podía ser la cajera y le he explicado mi
propósito. Amablemente me ha respondido que no sabía si podría cobrarme el
recibo porque hoy es miércoles y los días acordados por la entidad para tales
pagos son los martes y jueves, de 10 a 12. No importa si son muchos o pocos los
que hay que cobrar, ni tampoco interesa si es verano o invierno, o la sucursal
está en la playa o en la Meseta, en la ciudad o en el campo. Así se ha
establecido.
Tras
hacer unas consultas en su ordenador me ha confirmado con rostro pesaroso que
no podía realizar la operación porque el sistema no se lo permitía y que debía
volver mañana o el martes próximo. Ciertamente me he quedado perpleja, incapaz
de entender por qué debía volver si había tres personas en la oficina sin hacer
nada, al menos aparentemente, que podían resolver algo tan sencillo como cobrar
un recibo. Lo cierto es que me he sobrepuesto con bastante rapidez y, aunque no
estoy diestra en las cosas de los bancos, he pensado que a lo mejor podía pagar
a través de un cajero y me evitaba un viaje. A veces he ido a sacar dinero y he
visto a personas que introducían dinero en el cajero, no sé sí para pagar
recibos o para qué otra cosa. De modo que le he preguntado a la señora si era
posible lo que pretendía, respondiéndome que seguramente sí y que lo intentase.
Con
mis escasísimos conocimientos tecnológicos me he situado frente a la pantalla y
he empezado a escudriñarla para averiguar qué debía hacer. Como no me aclaraba,
he pedido ayuda a la empleada, una mujer de mediana edad, que amablemente ha accedido
a auxiliarme. Me ha indicado el procedimiento que debía seguir y, cuando ha
considerado que me encontraba en disposición de hacerlo, ha vuelto a su puesto
de trabajo. Yo he continuado tocando teclas en la pantalla del cajero,
seleccionando los elementos del menú que ella me había indicado (por cierto, resulta
curioso que llamen menú a unos letreros que no sé qué relación tienen con la comida;
supongo que quienes les han puesto ese nombre lo sabrán) y he llegado casi
hasta el final. Eso es lo que he pensado cuando he leído en la pantalla que
introdujese el dinero en la ranura, y así lo he hecho. Tras unos segundos,
cuando creía que solo faltaba que me imprimiese el recibo, una nueva indicación
me advierte de que uno de los billetes introducidos estaba defectuoso y que
debía introducir otro. No disponía de más y he pedido a la cajera que hiciese
el favor de cambiármelo. Lo ha tomado en sus manos y lo ha doblado con dos
pliegues transversales, diciéndome que lo intentase de nuevo porque la
incidencia era habitual cuando se introducían billetes nuevos. Así lo he hecho,
con todo cariño y con sumo cuidado, no sin antes intentar dividirme en dos evitando
que un cliente que había entrado en la oficina interrumpiese mi problemática operación
en el cajero, a la vez que recogía el billete doblado y recuperaba mis cosas
del suelo, a donde se me habían caído con tanto trasiego. La máquina ha vuelto
a tragarse el billete y ha empezado a escucharse en su interior un ruido
metálico y sordo de maquinaria. De pronto, cuando esperaba ansiosa la salida
del recibo, una nueva pantalla me ha indicado que “por motivos ajenos a nuestra
voluntad, razones técnicas impiden realizar la operación. Muchas gracias” (digo
yo que será porque es miércoles, y no martes o jueves, de 10 a 12).
En consecuencia:
mi gozo en un pozo. Una noche de desvelos y un madrugón que no han conducido a ninguna
parte, y unas gestiones que inicié ilusionada que han resultado absolutamente
improductivas. Harta de tanta inutilidad he decidido volver a casa y hacer una
transferencia utilizando la banca electrónica, aunque me cueste una comisión de
tres euros resolver el asunto, pero por lo menos lo haré fresquita y sin
enfadarme. No están estos días precisamente para darse paseítos a media mañana.
A estas
alturas del relato ya habrán deducido que María no existe y que soy yo mismo el
sujeto paciente de una anécdota, que es verdadera. No quiero ni imaginar lo que
hubiese pasado María en mi lugar. ¿Hasta cuando vamos a consentir los
ciudadanos que nos mangoneen y choteen con semejantes desatinos quienes se
lucran con nuestro dinero?
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