miércoles, 12 de agosto de 2015

Bancos.

Me llamo María Martínez y he sido toda mi vida ama de casa. Hace dos años que enviudé y me quedé sola. Ahora comienzo a salir del agujero en el que me sumí entonces. Desde hace unos meses estoy empezando a levantar cabeza. Una buena vecina me aconsejó que participase en los programas de vacaciones que organizan el IMSERSO y la Generalitat Valenciana porque me ayudarían. Ella ha hecho algunos de estos viajes y le parecía que a mi también me vendrían bien. Acepté la idea y le pregunté qué debía hacer. Me explicó con detalle el procedimiento y siguiendo sus instrucciones envié las solicitudes.

En enero pasado recibí un escrito de la Conselleria de Bienestar Social por el que me comunicaban que me habían acreditado para ser beneficiaria del programa de vacaciones sociales para mayores de la Comunidad Valenciana. Me decían en la carta que en febrero debía ir a una agencia de viajes para obtener una reserva de plaza. Así lo hice. Una persona muy amable, empleada de la agencia, me hizo todo el papeleo y me dio un resguardo para que fuese al banco y pagase el importe de las vacaciones sesenta días antes de iniciarlas.

Como soy una mujer previsora y esta semana próxima vencerá el plazo, he decidido no agotarlo y abonar el recibo con tiempo suficiente. He pasado la noche un poco inquieta porque no estoy muy ducha en realizar gestiones y me imponen lo suyo. Son cosas que hacía mi marido y la verdad es que jamás me he ocupado de ellas. Así que me he levantado temprano y dispuesta para salir a la calle y cerrar el contrato de mis vacaciones. Me he dirigido a la sucursal más próxima de la única entidad bancaria en que puede realizarse el pago, como indica el impreso que me remitieron. Cuando he llegado a la puerta me he llevado la primera sorpresa: estaba cerrada y sin cartel alguno que explicase por qué.

Hace muchas semanas que soportamos un calor extraordinario. Hoy también lo hacía de buena mañana. Así que he preguntado en un comercio cercano por otra sucursal del banco. Afortunadamente estaba a unos centenares de metros y hacia allá me he encaminado sudando y resoplando. Esta sí que estaba abierta y, nueva sorpresa, absolutamente vacía de clientes. Eran escasamente las nueve y media de la mañana y solo había en su interior tres empleados detrás de sus respectivos mostradores. Me he dirigido a la que me ha parecido que podía ser la cajera y le he explicado mi propósito. Amablemente me ha respondido que no sabía si podría cobrarme el recibo porque hoy es miércoles y los días acordados por la entidad para tales pagos son los martes y jueves, de 10 a 12. No importa si son muchos o pocos los que hay que cobrar, ni tampoco interesa si es verano o invierno, o la sucursal está en la playa o en la Meseta, en la ciudad o en el campo. Así se ha establecido.

Tras hacer unas consultas en su ordenador me ha confirmado con rostro pesaroso que no podía realizar la operación porque el sistema no se lo permitía y que debía volver mañana o el martes próximo. Ciertamente me he quedado perpleja, incapaz de entender por qué debía volver si había tres personas en la oficina sin hacer nada, al menos aparentemente, que podían resolver algo tan sencillo como cobrar un recibo. Lo cierto es que me he sobrepuesto con bastante rapidez y, aunque no estoy diestra en las cosas de los bancos, he pensado que a lo mejor podía pagar a través de un cajero y me evitaba un viaje. A veces he ido a sacar dinero y he visto a personas que introducían dinero en el cajero, no sé sí para pagar recibos o para qué otra cosa. De modo que le he preguntado a la señora si era posible lo que pretendía, respondiéndome que seguramente sí y que lo intentase.

Con mis escasísimos conocimientos tecnológicos me he situado frente a la pantalla y he empezado a escudriñarla para averiguar qué debía hacer. Como no me aclaraba, he pedido ayuda a la empleada, una mujer de mediana edad, que amablemente ha accedido a auxiliarme. Me ha indicado el procedimiento que debía seguir y, cuando ha considerado que me encontraba en disposición de hacerlo, ha vuelto a su puesto de trabajo. Yo he continuado tocando teclas en la pantalla del cajero, seleccionando los elementos del menú que ella me había indicado (por cierto, resulta curioso que llamen menú a unos letreros que no sé qué relación tienen con la comida; supongo que quienes les han puesto ese nombre lo sabrán) y he llegado casi hasta el final. Eso es lo que he pensado cuando he leído en la pantalla que introdujese el dinero en la ranura, y así lo he hecho. Tras unos segundos, cuando creía que solo faltaba que me imprimiese el recibo, una nueva indicación me advierte de que uno de los billetes introducidos estaba defectuoso y que debía introducir otro. No disponía de más y he pedido a la cajera que hiciese el favor de cambiármelo. Lo ha tomado en sus manos y lo ha doblado con dos pliegues transversales, diciéndome que lo intentase de nuevo porque la incidencia era habitual cuando se introducían billetes nuevos. Así lo he hecho, con todo cariño y con sumo cuidado, no sin antes intentar dividirme en dos evitando que un cliente que había entrado en la oficina interrumpiese mi problemática operación en el cajero, a la vez que recogía el billete doblado y recuperaba mis cosas del suelo, a donde se me habían caído con tanto trasiego. La máquina ha vuelto a tragarse el billete y ha empezado a escucharse en su interior un ruido metálico y sordo de maquinaria. De pronto, cuando esperaba ansiosa la salida del recibo, una nueva pantalla me ha indicado que “por motivos ajenos a nuestra voluntad, razones técnicas impiden realizar la operación. Muchas gracias” (digo yo que será porque es miércoles, y no martes o jueves, de 10 a 12).

En consecuencia: mi gozo en un pozo. Una noche de desvelos y un madrugón que no han conducido a ninguna parte, y unas gestiones que inicié ilusionada que han resultado absolutamente improductivas. Harta de tanta inutilidad he decidido volver a casa y hacer una transferencia utilizando la banca electrónica, aunque me cueste una comisión de tres euros resolver el asunto, pero por lo menos lo haré fresquita y sin enfadarme. No están estos días precisamente para darse paseítos a media mañana. 

A estas alturas del relato ya habrán deducido que María no existe y que soy yo mismo el sujeto paciente de una anécdota, que es verdadera. No quiero ni imaginar lo que hubiese pasado María en mi lugar. ¿Hasta cuando vamos a consentir los ciudadanos que nos mangoneen y choteen con semejantes desatinos quienes se lucran con nuestro dinero?

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