sábado, 15 de agosto de 2015

Ontología

Hace muchos años que mi profesor de filosofía, don Fernando Puig, me enseñó el significado etimológico de la palabra ontología y también el objeto de estudio de esta rama de la metafísica que se ocupa de lo que es, o de lo que hay, como se prefiera. En sus clases nos decía que era una disciplina que intenta responder a preguntas de carácter general, como las siguientes: ¿qué es la materia?, ¿responden todos los fenómenos a ciertas leyes?, ¿qué son el espacio y el tiempo?, ¿qué hace reales a los objetos?, ¿existen las causas finales?, ¿se da realmente el azar? Con el paso del tiempo, he deducido que muchas de las llamadas preguntas filosóficas son realmente preguntas ontológicas; algunas verdaderamente trascendentes, como las que cuestionan la existencia de Dios o la de las construcciones mentales, como las ideas y los pensamientos, por no mencionar el peliagudo asunto de los llamados “universales”.

Algún tiempo después, transitando por la Escuela de Magisterio y por la Universidad, debí profundizar en aquellos interesantes rudimentos filosóficos que aprendimos en el instituto, de la mano de Doña Manolita Pascual y del profesor Espadero. Empecé a reconocer la ontología como disciplina distinta de la metafísica y me acerqué al pensamiento de Kant, que defendía que su objeto de estudio son los conceptos que residen a priori en el entendimiento y que se utilizan en la experiencia, dándole un sentido más inmanente del que había tenido para la escolástica tradicional. Todo ello me dio la oportunidad de acceder a otras aproximaciones a la disciplina ontológica que llevaron a cabo reconocidos filósofos como Husserl, Heidegger o Hartmann.

Actualmente tengo casi olvidados estos asuntos, aunque confieso que los he reverdecido periódicamente al leer o conocer cosas que, si bien no constituyen especulaciones ontológicas propiamente dichas, si tienen alguna relación indirecta con la disciplina. Recuerdo una  de ellas que tengo asociada a un proverbio hindú que asegura que sólo poseemos aquello que no podemos perder en un naufragio. Para que se entienda el razonamiento, diré que hace tiempo me contaron una leyenda que hablaba de un viejo viajero que llegó a las afueras de una aldea y decidió pasar la noche durmiendo bajo un árbol. Cuando estaba a punto de coger el sueño, se le acercó un joven, se detuvo ante él y le dijo tajantemente: dame la piedra preciosa. Tras el desconcierto inicial, el viejo se serenó y le respondió: no sé de qué me hablas. El joven se quedó igualmente sorprendido, pero decidió sentarse frente a él y le contó que la noche anterior había soñado que alguien le decía que, si al día siguiente veía a las afueras de su aldea alguna persona con apariencia de viajero, debía dirigirse a ella porque le daría una piedra preciosa que le haría rico para siempre. Cuando escuchó su relato, el viejo rebuscó en su bolsa y extrajo una piedra del tamaño de un puño. Se dirigió al muchacho diciéndole: tal vez quien te hablo en tus sueños se refería a una piedra como esta; la encontré junto a un río, me pareció bonita y me la guardé. Toma, ahora es tuya. El muchacho no daba crédito a lo que tenía entre sus manos, que era una guijarro brillante, espectacular y fantástico. Lo cogió y regresó a su casa dando saltos de alegría, convencido de que era una pieza valiosísima. Esa noche el viajero se durmió plácidamente bajo el cielo estrellado, mientras que el joven, tras comunicar a su familia el hallazgo, intento dormir pero no logró conciliar el sueño porque su pensamiento lo monopolizaba el temor de que le robasen el tesoro que había conseguido. Cuando amaneció decidió ir en busca del viajero, que se encontraba recogiendo sus cosas bajo el árbol. Se dirigió a él y le dijo: toma, aquí tienes tu piedra, te la devuelvo; sólo quiero hacerte una pregunta más: ¿puedes enseñarme a conseguir la riqueza que te permite desprenderte de este diamante con tanta facilidad?

Vermeer, El astrónomo (Museo Louvre)
El relato me trajo a la memoria el viejo ensayo de Erich Fromm Ser o tener, que inscribe una reflexión ontológica, profunda y rigurosa, reivindicando la cultura del ser frente a la del tener y criticando ácida y obstinadamente la sociedad de consumo, paradigma de la idolatría del tener. El ser humano parece adolecer de un fallo de origen: transforma los deseos en necesidades con enorme facilidad. De modo que la enormidad de oportunidades, que pese a la crisis y a todo lo que conlleva tenemos actualmente, se visualiza como una pesada carga si nuestro cerebro desarrolla un proceso mental incorrecto que convierte nuestros deseos en necesidades y obligaciones. Hoy, en la era de mayor abundancia de la historia, las personas que vivimos en las sociedades más avanzadas soportamos una carga psicológica y una exigencia personal desconocidas, que causan las mayores tasas de neurosis y suicidios que se han conocido jamás.

Tal vez por ello, son muchos los autores que han trabajado en el desarme intelectual de la sociedad del hiperconsumo, que vincula la felicidad con la capacidad de poseer, de acumular y de gozar de bienes materiales. Nadie discute que las personas necesitamos consumir para desarrollarnos dignamente, lo que si se cuestiona, radicalmente, es que estemos hechos casi exclusivamente para consumir. Como alguien dijo, más allá del Homo consumens está el Homo sapiens, el Homo ludens o el Homo contemplans. Nuestra sociedad está basada en la valoración del rendimiento y en el binomio explotación-consumo. Vale más quién más produce, quién más consume, quién más tiene. Y esa mentalidad lleva directamente al hastío existencial y a la neurosis.

Asociado a lo anterior aparece una de las grandes falacias de nuestro tiempo: la comodidad. La publicidad nos han inoculado la estúpida idea de que es una de las claves de la felicidad. No puede negarse que disfrutar de ciertas comodidades es saludable, pero es igualmente incontestable que el exceso de comodidades es mentalmente devastador. El endiosamiento de la comodidad lleva irremisiblemente a que las personas tengamos graves problemas emocionales, sin que a menudo nos apercibamos de ello.  Este es un proceso creciente y progresivamente patológico porque cada vez somos más sensibles a la incomodidad, cuando vivir con cierto grado de incomodidad es inevitable, e incluso saludable.

Frente a la cultura del tener, que causa frustración y devastación ecológica, reivindico el valor del ser, el cultivo de la persona y de sus cualidades físicas y facultades inmateriales (imaginación, memoria, voluntad, inteligencia...). No es una mera opción personal, al contrario, las sociedades más desarrolladas apuestan por esta sensibilidad posmaterialista, hastiada del hiperconsumo y de la hiperproducción, que busca forjar relaciones humanas de calidad y que cuida el patrimonio cultural, artístico y natural de la Humanidad.

Insisto en la ontología porque en la cultura del tener no atisbo la felicidad. Al contrario, la empiezo a percibir cuando consigo ser lo que quiero ser, o al menos me lo parece. Abogo por cambiar los modos de pensar y de obrar. Pienso que debemos emprender una revolución silente y tenaz que relativice lo material y lo sitúe en su justo lugar, revitalizando el valor de lo intangible. Reivindico la cultura del ser porque no tengo duda de que el capital más valioso de cualquier sociedad son los ciudadanos y su potencial para crear, innovar y transformar la realidad en pos de lograr lo que contribuye a la felicidad. Creo, como otros muchos, que como civilización estamos abocados al exterminio porque no considero viable un cambio radical en los comportamientos como el que propongo. Sin embargo, paradójicamente, creo también que existe la posibilidad de que nos salvemos individualmente. Y a ello invito a los interesados.

1 comentario:

  1. Muy buena relexion con la que estoy completamente de acuerdo,muchas guerras ,hambrunas y crisis salvajes como las que estamos sufriendo ,desaparecerian,saludos

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