domingo, 2 de agosto de 2015

Parecido a la felicidad.

Ayer, día primero del ‘ferragosto’, era la fecha del emplazamiento, a la una del mediodía, en un lugar emblemático: la plaza del 25 de mayo. Un espacio de amplias y contradictorias reminiscencias, que ha acogido importantes hitos de la historia de la ciudad, que ha dado cobijo a la vida ciudadana en una de sus más genuinas expresiones –el mercado- y que hoy se ha convertido en uno de los epicentros de la diversión, constituyéndose en el punto de partida de un itinerario que atiende una moda que arrasa el centro de la ciudad las tardes-noches de los fines de semana, a la que algún imaginativo y anónimo publicista ha atribuido el nombre de “tardeo”.

Los profes, como corresponde a nuestra doble condición de tales y de jubilados, fuimos los más madrugadores. Era poco más del mediodía cuando Manolo y yo charlábamos de nuestras cosas en una terraza de la plaza. Apenas unos minutos después, apareció por allí Antonio, siempre un alumno aventajado, inconfundible en su porte aunque hayan transcurrido más de treinta años desde que lo vimos por última vez. Venía de hacer una visita a Fela, en su tahona de la calle San Vicente, donde había adquirido una suculenta repostería. Su teléfono le avisaba de los insistentes requerimientos de Jorge, el tercer  profesor, que también había madrugado y que ya había apurado un par de cañas en la barra de la cafetería Los Maños, nuestro posterior destino.

Promoción 1980-81 CP Ruperto Chapí. Alicante.
A esa hora, la plaza hervía de bullicio y las mesas de las cafeterías estaban plenamente ocupadas. Nos esforzamos inútilmente para mantener reservadas un par de ellas y recibir a los invitados. Apenas acertamos a conservar la nuestra unos minutos y, finalmente, optamos por abandonarla cuando comprobamos visualmente que ya se guarecían del sol, bajo las marquesinas de las floristerías, los más madrugadores en acudir a la cita: José Manuel, Mariángeles, José Antonio, Valeriano y Miguel. Allí nos encontramos con ellos y con Jorge, que había abandonado la cafetería y se había incorporado al grupo. Besos, abrazos, exclamaciones, lisonjas, bromas, alegría y bienestar compartidos y a raudales. Enseguida llegaron Juana y Consuelo, y muy poco después Rafa y Juanma, por separado. Y así todos hasta casi completar la nómina, excepto Pili y Fela. Todavía era temprano para ir a comer y decidimos entretener la espera trasladándonos desde las floristerías a una amplia mesa corrida que conseguimos en una de las terrazas. Allí dimos cuenta de unos aperitivos frugales, regados abundantemente con zumo de cereal gasificado (así es como denomina José Manuel a la cerveza), como merecía la ocasión.

Un poco después se incorporó Pili y, finalmente, llegó Fela, que debió atender su pequeño negocio hasta la hora del cierre, como no puede ser de otro modo. No están las cosas para andarse con bromas en estos tiempos de precariedad, en los que cualquier iniciativa productiva requiere dedicación absoluta y plena disponibilidad, sin posibilidad alguna de concesiones a la superficialidad y mucho menos a la frivolidad. Por desgracia, son tiempos de permanecer amarrados al duro banco, silentes y resignados, y… que no falte el escabel, aunque sea tosco. 

Tras organizarnos con el reparto a escote de los costes de aperitivos y copichuelas, designado el tesorero (nadie dudó en señalar a Juanma como el idóneo) y satisfecha la cuenta, nos dispusimos a recorrer el centenar de metros que nos separaba de la cafetería Los Maños, lugar donde habían preparado la cuchipanda. El párvulo tamaño del local hizo que con nuestra llegada casi se ocupase por completo. Apenas media docena de personas asistieron, entre sorprendidos y ajenos, a nuestro particular ágape. Obviamente, todo estaba preparado y nos dispusimos inmediatamente a dar cuenta del menú que había apalabrado Valeriano. Fuimos dando cuenta de las viandas dispuestos en una larga mesa en la que, espontáneamente, se conformaron a modo de tres pequeños subgrupos, cuyos componentes fuimos rotando mientras se desgranaba el menú. De ese modo multiplicamos los contactos y la interacción entre todos, en parejas, en tríos y en pequeños subgrupos de conversación en los que intercambiamos locuazmente impresiones, pareceres, sentimientos, experiencias, inquietudes, bromas, etc. Entre plato y plato, algunos interrumpían la comida para salir a la calle, fumarse el cigarrito y compartir en petit comité cuitas y confidencias.

La verdad es que aquello más que un banquete de celebración parecía una comida de familia. Huero de etiquetas y formalidades y pleno de cercanía, afecto, miradas y sonrisas cómplices, y risas que ayudaban a estrechar la confianza y las relaciones fraternales entre quiénes estábamos sentados a la mesa. La mayoría nos aplicamos más a hablar que a comer. Habíamos esperado treinta y cinco años para estar juntos y era una oportunidad única para intercambiar puntos de vista, recordar anécdotas y chascarrillos, reinventar los recuerdos, desvelarnos novedades, compartir nuestras vidas privativas, contarnos nuestras pequeñas historias, reafirmarnos en muchas de las cosas que nos han ido conformando y que nos unen: valores, experiencias, convicciones… Fue una ocasión excepcional para contrastar la serena madurez que hemos ido alcanzando todas y todos. Profes y alumnos, mujeres y hombres, todos nos hemos hecho mayores y hemos ido organizando nuestras vidas armando nuestros respectivos núcleos familiares, que acogen nuevas generaciones en las que hemos intentado imbuir muchos de los valores y de las convicciones que nosotros compartimos hace años.

Comprobamos la satisfacción general con el legado educativo recibido y con el bagaje adquirido autónomamente. Comprobamos que persisten lazos amistosos entre todos, que en algunos casos han trascendido el apego y se aproximan a la fraternidad, e incluso llegan al parentesco en otros. Comprobamos por enésima vez la riqueza intelectual, emocional y ética que acumulamos las personas; cómo el tiempo nos ha ido moldeando y ha contribuido a destacar capacidades y rasgos que ya nos caracterizaban hace muchos años y que ahora se muestran mejor perfilados y nítidos. Son, en general, atributos que, por una parte, expresan lo mejor que teníamos y tenemos, mientras, por otra, evidencian aristas que ha forjado el devenir de la experiencia y que ha moldeado la aventura de vivir. En este momento de nuestras vidas todo ello arroja un claro saldo positivo, extremadamente valioso.

Apenas sin percatarnos, entre unas cosas y otras habían transcurrido más de tres horas desde que nos sentamos a la mesa. Era tiempo de abandonar el local y así lo hicimos, enfilando la calle Capitán Segarra hacia la ruta del tardeo, simbolizada por la calle Castaños. Apenas habíamos recorrido sus primeros cincuenta metros, cuando nos topamos con un restaurante japonés que dispone de un garito subterráneo donde se puede practicar el karaoke. Ese fue el primer destino de la velada. Allí dimos cuenta de unas copichuelas y ensartamos un rosario de viejas canciones que volvieron a sorprender a propios y extraños, acreditándose públicamente las habilidades ocultas que tenemos algunos. Allí descubrimos a una Juana primorosa, adueñada del escenario, con una voz y una bis dramática que para sí quisiesen algunos profesionales. A la de ella precedieron y siguieron otras intervenciones que contribuyeron a acrecentar la sensación de solaz y bienestar que nos embargaba a todos, envueltos como estábamos ya en los efectos del zumo gasificado de cebada y de los primeros gintonics.

En ese punto y hora algunos debimos desertar porque el prosaísmo de la vida nos reclamaba en otros pagos, donde había y hay asuntos que debían atenderse. Afortunadamente, la vida sigue y no siempre ofrece sus mejores vertientes. A estas alturas del camino todos sabemos que también golpea con recovecos, imprevistos y baches que hay afrontar y remontar. Esa es una de las paradojas de la existencia.

Por lo que sé, la mayoría continuaron la velada y parece que, como dice Sabina, les dieron las diez, las once, las doce y hasta la una y más, llegando a sus domicilios entrada ya la madrugada. Todos llegaron bien y por lo que parece muy satisfechos. Con solo echar una ojeada a las decenas de guasaps que hay en el grupo se comprueba lo que ayer significó para cuantos participamos en el concierto polifónico-afectivo que organizó Valeriano, gracias a la insistencia de Pili (todo hay que decirlo).

Fue una ocasión excepcional para testimoniarnos el reconocimiento mutuo, para dar rienda a nuestros afectos y para evocar muchos recuerdos compartidos. Un día idóneo para explicitar las experiencias que nos han hecho ser como somos, para darnos los abrazos que obviamos cuando éramos más jóvenes y para expresar la admiración que sentimos unos por los otros. Una jornada para destacar el valor que hemos ido atribuyendo a las acciones, habilidades y desempeños que quizá antes no supimos ponderar. Unas horas para emocionarnos y compartir retazos de nuestra vida que nos enorgullecen porque muestran cómo somos. Todo eso y mucho más es lo que traslucen los videos, las fotografías y los textos que todos hemos ido poniendo en el grupo de WhatsApp.

Pero, por encima de cuanto vengo contando, ese registro incorpora secuencias de un valor incalculable que reproducen el sublime y espontáneo show de Antonio, que provocó por enésima vez un ‘desgañitamiento’ generalizado. Esa especie de resuello cavernoso que intercala en su contagiosa risa, que ya ejercitaba cuando era jovencito y que ahora ha convertido en ruido grave y estruendoso que nos hizo reír a mandíbula batiente. Una vez más, Antonio se convirtió en una pieza angular del 'divertimento' propio y ajeno, desempeño en el que únicamente consiguen ser expertos quienes son capaces de reírse de sí mismos y de construir mundos especiales que logran hacernos felices a los demás, sana y afectuosamente.

De alguna manera, este último flash es la imagen metafórica que sintetiza lo que somos como grupo: un conjunto de personas que nos encontramos fortuitamente, que fuimos capaces de sintonizar afectiva y emocionalmente y que logramos empatizar profundamente, generando unos flujos de afecto que solo se han alterado para acrecentarse. Sobre ellos hemos articulado el reconocimiento y la admiración mutua y, también, sobre los valores que fuimos construyendo en aquella pretérita convivencia que, aunque corta, fue enormemente productiva y que nos ha dejado a todos una profunda huella. Sentimos la risa de Antonio como propia, esa risa que simboliza la alegría de vivir y de hacerlo compartida y solidariamente. Tal es así que ya estamos contando las horas que faltan para el próximo encuentro.

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