Ayer,
día primero del ‘ferragosto’, era la fecha del emplazamiento, a la una del
mediodía, en un lugar emblemático: la plaza del 25 de mayo. Un espacio de
amplias y contradictorias reminiscencias, que ha acogido importantes hitos de
la historia de la ciudad, que ha dado cobijo a la vida ciudadana en una de sus
más genuinas expresiones –el mercado- y
que hoy se ha convertido en uno de los epicentros de la diversión,
constituyéndose en el punto de partida de un itinerario que atiende una moda
que arrasa el centro de la ciudad las tardes-noches de los fines de semana, a
la que algún imaginativo y anónimo publicista ha atribuido el nombre de
“tardeo”.
Los
profes, como corresponde a nuestra doble condición de tales y de jubilados,
fuimos los más madrugadores. Era poco más del mediodía cuando Manolo y yo charlábamos
de nuestras cosas en una terraza de la plaza. Apenas unos minutos después,
apareció por allí Antonio, siempre un alumno aventajado, inconfundible en su
porte aunque hayan transcurrido más de treinta años desde que lo vimos por
última vez. Venía de hacer una visita a Fela, en su tahona de la calle San
Vicente, donde había adquirido una suculenta repostería. Su teléfono le avisaba
de los insistentes requerimientos de Jorge, el tercer profesor, que también había madrugado y que ya
había apurado un par de cañas en la barra de la cafetería Los Maños, nuestro posterior destino.
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A
esa hora, la plaza hervía de bullicio y las mesas de las cafeterías estaban
plenamente ocupadas. Nos esforzamos inútilmente para mantener reservadas un par
de ellas y recibir a los invitados. Apenas acertamos a conservar la nuestra
unos minutos y, finalmente, optamos por abandonarla cuando comprobamos visualmente
que ya se guarecían del sol, bajo las marquesinas de las floristerías, los más
madrugadores en acudir a la cita: José Manuel, Mariángeles, José Antonio, Valeriano
y Miguel. Allí nos encontramos con ellos y con Jorge, que había abandonado la
cafetería y se había incorporado al grupo. Besos, abrazos, exclamaciones,
lisonjas, bromas, alegría y bienestar compartidos y a raudales. Enseguida llegaron
Juana y Consuelo, y muy poco después Rafa y Juanma, por separado. Y así todos
hasta casi completar la nómina, excepto Pili y Fela. Todavía era temprano para
ir a comer y decidimos entretener la espera trasladándonos desde las
floristerías a una amplia mesa corrida que conseguimos en una de las terrazas.
Allí dimos cuenta de unos aperitivos frugales, regados abundantemente con zumo
de cereal gasificado (así es como denomina José Manuel a la cerveza), como merecía
la ocasión.
Un
poco después se incorporó Pili y, finalmente, llegó Fela, que debió atender su pequeño
negocio hasta la hora del cierre, como no puede ser de otro modo. No están las
cosas para andarse con bromas en estos tiempos de precariedad, en los que
cualquier iniciativa productiva requiere dedicación absoluta y plena
disponibilidad, sin posibilidad alguna de concesiones a la superficialidad y
mucho menos a la frivolidad. Por desgracia, son tiempos de permanecer amarrados
al duro banco, silentes y resignados, y… que no falte el escabel, aunque sea
tosco.
Tras
organizarnos con el reparto a escote de los costes de aperitivos y copichuelas,
designado el tesorero (nadie dudó en señalar a Juanma como el idóneo) y
satisfecha la cuenta, nos dispusimos a recorrer el centenar de metros que nos
separaba de la cafetería Los Maños,
lugar donde habían preparado la cuchipanda. El párvulo tamaño del local hizo
que con nuestra llegada casi se ocupase por completo. Apenas media docena de
personas asistieron, entre sorprendidos y ajenos, a nuestro particular ágape. Obviamente,
todo estaba preparado y nos dispusimos inmediatamente a dar cuenta del menú que
había apalabrado Valeriano. Fuimos dando cuenta de las viandas dispuestos en
una larga mesa en la que, espontáneamente, se conformaron a modo de tres
pequeños subgrupos, cuyos componentes fuimos rotando mientras se
desgranaba el menú. De ese modo multiplicamos los contactos y la interacción entre
todos, en parejas, en tríos y en pequeños subgrupos de conversación en los que
intercambiamos locuazmente impresiones, pareceres, sentimientos, experiencias,
inquietudes, bromas, etc. Entre plato y plato, algunos interrumpían la comida
para salir a la calle, fumarse el cigarrito y compartir en petit comité cuitas y confidencias.
La
verdad es que aquello más que un banquete de celebración parecía una comida de
familia. Huero de etiquetas y formalidades y pleno de cercanía, afecto, miradas
y sonrisas cómplices, y risas que ayudaban a estrechar la confianza y las
relaciones fraternales entre quiénes estábamos sentados a la mesa. La mayoría
nos aplicamos más a hablar que a comer. Habíamos esperado treinta y cinco años
para estar juntos y era una oportunidad única para intercambiar puntos de
vista, recordar anécdotas y chascarrillos, reinventar los recuerdos,
desvelarnos novedades, compartir nuestras vidas privativas, contarnos nuestras
pequeñas historias, reafirmarnos en muchas de las cosas que nos han ido
conformando y que nos unen: valores, experiencias, convicciones… Fue una
ocasión excepcional para contrastar la serena madurez que hemos ido alcanzando
todas y todos. Profes y alumnos, mujeres y hombres, todos nos hemos hecho
mayores y hemos ido organizando nuestras vidas armando nuestros respectivos núcleos
familiares, que acogen nuevas generaciones en las que hemos intentado imbuir muchos
de los valores y de las convicciones que nosotros compartimos hace años.
Comprobamos
la satisfacción general con el legado educativo recibido y con el bagaje
adquirido autónomamente. Comprobamos que persisten lazos amistosos entre todos,
que en algunos casos han trascendido el apego y se aproximan a la fraternidad,
e incluso llegan al parentesco en otros. Comprobamos por enésima vez la riqueza
intelectual, emocional y ética que acumulamos las personas; cómo el tiempo nos ha
ido moldeando y ha contribuido a destacar capacidades y rasgos que ya nos caracterizaban
hace muchos años y que ahora se muestran mejor perfilados y nítidos. Son, en
general, atributos que, por una parte, expresan lo mejor que teníamos y tenemos,
mientras, por otra, evidencian aristas que ha forjado el devenir de la
experiencia y que ha moldeado la aventura de vivir. En este momento de nuestras
vidas todo ello arroja un claro saldo positivo, extremadamente valioso.
Apenas
sin percatarnos, entre unas cosas y otras habían transcurrido más de tres horas
desde que nos sentamos a la mesa. Era tiempo de abandonar el local y así lo
hicimos, enfilando la calle Capitán Segarra hacia la ruta del tardeo, simbolizada
por la calle Castaños. Apenas habíamos recorrido sus primeros cincuenta metros,
cuando nos topamos con un restaurante japonés que dispone de un garito subterráneo donde se puede practicar el
karaoke. Ese fue el primer destino de la velada. Allí dimos cuenta de unas
copichuelas y ensartamos un rosario de viejas canciones que volvieron a
sorprender a propios y extraños, acreditándose públicamente las habilidades
ocultas que tenemos algunos. Allí descubrimos a una Juana primorosa, adueñada
del escenario, con una voz y una bis
dramática que para sí quisiesen algunos profesionales. A la de ella precedieron
y siguieron otras intervenciones que contribuyeron a acrecentar la sensación de
solaz y bienestar que nos embargaba a todos, envueltos como estábamos ya en los
efectos del zumo gasificado de cebada y de los primeros gintonics.
En
ese punto y hora algunos debimos desertar porque el prosaísmo de la vida nos
reclamaba en otros pagos, donde había y hay asuntos que debían atenderse. Afortunadamente,
la vida sigue y no siempre ofrece sus mejores vertientes. A estas alturas del
camino todos sabemos que también golpea con recovecos, imprevistos y baches que
hay afrontar y remontar. Esa es una de las paradojas de la existencia.
Por
lo que sé, la mayoría continuaron la velada y parece que, como dice Sabina, les
dieron las diez, las once, las doce y hasta la una y más, llegando a sus
domicilios entrada ya la madrugada. Todos llegaron bien y por lo que parece muy
satisfechos. Con solo echar una ojeada a las decenas de guasaps que hay en el grupo se comprueba lo que ayer significó para
cuantos participamos en el concierto polifónico-afectivo que organizó
Valeriano, gracias a la insistencia de Pili (todo hay que decirlo).
Fue
una ocasión excepcional para testimoniarnos el reconocimiento mutuo, para dar
rienda a nuestros afectos y para evocar muchos recuerdos compartidos. Un día
idóneo para explicitar las experiencias que nos han hecho ser como somos, para
darnos los abrazos que obviamos cuando éramos más jóvenes y para expresar la
admiración que sentimos unos por los otros. Una jornada para destacar el valor
que hemos ido atribuyendo a las acciones, habilidades y desempeños que quizá antes
no supimos ponderar. Unas horas para emocionarnos y compartir retazos de
nuestra vida que nos enorgullecen porque muestran cómo somos. Todo eso y mucho
más es lo que traslucen los videos, las fotografías y los textos que todos
hemos ido poniendo en el grupo de WhatsApp.
Pero, por encima de cuanto vengo contando, ese registro incorpora secuencias de un
valor incalculable que reproducen el sublime y espontáneo show de Antonio, que provocó por enésima vez un ‘desgañitamiento’
generalizado. Esa especie de resuello cavernoso que intercala en su contagiosa risa,
que ya ejercitaba cuando era jovencito y que ahora ha convertido en ruido grave
y estruendoso que nos hizo reír a mandíbula batiente. Una vez más, Antonio se
convirtió en una pieza angular del 'divertimento' propio y ajeno, desempeño en el
que únicamente consiguen ser expertos quienes son capaces de reírse de sí mismos
y de construir mundos especiales que logran hacernos felices a los demás, sana
y afectuosamente.
De
alguna manera, este último flash es
la imagen metafórica que sintetiza lo que somos como grupo: un conjunto de
personas que nos encontramos fortuitamente, que fuimos capaces de sintonizar
afectiva y emocionalmente y que logramos empatizar profundamente, generando
unos flujos de afecto que solo se han alterado para acrecentarse. Sobre ellos hemos
articulado el reconocimiento y la admiración mutua y, también, sobre los valores
que fuimos construyendo en aquella pretérita convivencia que, aunque corta, fue
enormemente productiva y que nos ha dejado a todos una profunda huella. Sentimos
la risa de Antonio como propia, esa risa que simboliza la alegría de vivir y de
hacerlo compartida y solidariamente. Tal es así que ya estamos contando las
horas que faltan para el próximo encuentro.
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