miércoles, 5 de agosto de 2015

Morir.

Cuando tienes la fortuna de llegar al final de tus días sin haber perdido el sentido, una opción decente para morir dignamente es saber que no tienes remedio. Sin embargo, los expertos aseguran que más de la mitad de los enfermos terminales se mueren sin saber que lo son y, por tanto, concluyen su existencia entre actitudes y comportamientos “indecentes”, que normalmente son fruto de las conductas bienintencionadamente hiperprotectoras de sus familias y de la pervivencia de cierto paternalismo médico. Pienso que el camino de aceptación de la muerte empieza, de verdad, cuando se inicia el diálogo definitivo entre paciente y médico. Ese que empieza, o debiera empezar así: “tú me cuentas, y yo decido”. Y ese fue más o menos el recorrido en este caso.

Pienso que morimos como somos. Unos, aferrados a la vida, sin querer saber nada de lo que sucede, negando toda evidencia, intentando escapar alocadamente del sino que nos apresa, del que en el fondo sabemos que no podemos huir aunque hagamos lo imposible por conseguirlo. Otros morimos callados, defraudados por la incapacidad para sobreponernos a la última traición de nuestro cuerpo, eludiendo saber más de nada, aunque conozcamos de sobra lo que debemos saber. En esa tesitura, muchas veces elegimos el silencio: ¿de qué hablar cuando no hay de qué hacerlo?, ¿qué decir cuando no se tiene tiempo para respirar? Estoy seguro que esa fue la opción de mi amiga.

La muerte es el último tabú, si no el definitivo. Incluso entre los sanitarios, que la  encaran diariamente aguantando que les reviente ante el rostro el fracaso profesional más descarnado. Tal vez por ello rechazan cuanto tenga que ver con ella. En la universidad les adiestran para curar, pero no para asistir impotentes a su llegada. (¿Para cuando la especialidad de “paliativos”?)

Es madrugada del tercer día de agosto. Sentado en el incómodo sillón del acompañante, mi amigo vela con un libro entre las manos el inquieto sueño de su compañera. Pese a la sedación prescrita por el equipo médico se halla en un estado de molesta semiinconsciencia. Hace horas que no responde a las palabras, ni abre los ojos, ni parece reaccionar a casi nada. Cabecea levemente, intenta apartar la mascarilla del oxígeno, mueve arrítmicamente su mano… se agarra a la vida que se le escapa. A veces el ruido de su respiración se amortigua interrumpiendo el duermevela del compañero, que se sobresalta y extrema la vigilancia sobre el gorgoteo del oxígeno. Todo parece estar bien, pasan los minutos y reaparece la somnolencia. De pronto, un sonido raro le produce otro pequeño sobresalto que le permite ver un postrero fruncido del ceño, el cese de la respiración y la paz en el rostro, que custodia el más absoluto de los silencios. Se apagó la luz, todo se acabó.

Este es el final de la dolorosa crónica de una muerte habitual, la muerte en un hospital, en este caso la de mi amiga. Idéntica a la que conocen doscientos mil conciudadanos cada año, la mitad de los decesos que se producen en el país, aunque sea otra la preferencia mayoritaria: morir en nuestra cama, rodeados de la familia y atendidos por un equipo médico domiciliario. Diferentes razones lo hacen imposible. Por desgracia, aquí todavía se muere como se puede en demasiados casos porque no disponemos ni de la mitad de las unidades de cuidados paliativos que necesitamos, según dicen los expertos. De modo que hasta para morirse hay que tener suerte, porque la calidad de vida de nuestras últimas semanas, días u horas no solo depende de la salud que tengamos sino también del entorno asistencial que nos corresponda, de si es o no fin de semana, de si hay habitaciones individuales en el hospital, de las voluntades propias y ajenas respecto a los cuidados paliativos e, incluso, del umbral de tolerancia de los médicos al sufrimiento ajeno.

Aunque parezca lo contrario, morirse no es fácil. Nuestros organismos han evolucionado durante milenios para sobrevivir a todo tipo de amenazas. En general, el fallo cardiorrespiratorio definitivo que suele producir el fallecimiento exige la concurrencia de muchos factores. Las últimas fases de algunas enfermedades generan mucho sufrimiento físico y psicológico. Por eso es ineludible asegurar a todos los cuidados paliativos, que permiten el alivio y el acompañamiento humanitario de las personas hasta su final. Consuela saber que así ha sucedido con mi amiga.

Pese a ello, con la misma hiriente intensidad que me duele su pérdida y el sufrimiento de su familia, reivindico que acaben las reticencias de muchos cirujanos, oncólogos, cardiólogos o neumólogos que, en mi opinión, llevados de su obsesión sanadora, ponen en cuestión la ineludible obligación de cuidado del enfermo que incluye la profesión médica. Hoy hay fármacos seguros, baratos y eficaces para garantizar una muerte tranquila y digna, por encima de las suspicacias que despierta su supuesta capacidad de acortar la vida. No es aceptable que no haya suficiencia de instalaciones o que se escatimen recursos en los cuidados paliativos. Animo a los médicos a que sean valientes, a que eviten ir un paso por detrás del dolor y a que le tomen definitivamente la delantera. Tienen en sus manos ahorrar muchas horas de sufrimiento innecesario. Y deben evitarlo a las personas porque esa es la conducta humanitaria que los ciudadanos esperamos de ellos.

En fin, hoy es un mal día, aunque lo recordaré siempre.

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