No descubro ningún Mediterráneo rememorando a El divino impaciente o el «Tenorio de las beatas», como la calificó su propio autor. Una pieza de teatro en verso, compuesta de prólogo, tres actos y epílogo, que escribió José María Pemán, autor ultraconservador, pluma proclive a las fuerzas sublevadas que generaron la última Guerra Civil, que se estrenó en 1933 con innegable éxito. Pemán, poeta, escritor, periodista, músico y político durante la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, y también en la interminable dictadura franquista, la escribió como respuesta a la disolución de la Compañía de Jesús y al laicismo que impulsó el régimen democrático de la República. En 1939, concluida la guerra, la obra, de temática religiosa, convertida en pieza de repertorio, inauguró la temporada en los teatros madrileños y continuó representándose hasta la década de los sesenta en toda España y en América. Una función que paradójicamente concitó el interés de los públicos fervorosos «del teatro» y «de las novenas».
Desde entonces, ha sido poco escenificada fundamentalmente por dos razones. La primera, por su duración de más de tres horas que, entre otros reparos, hace poco menos que insoportables sus derroteros. Y la segunda, porque su perístasis dejó de tener sentido en una sociedad que ya se inclinaba por otros intereses. El drama recrea la vida de San Francisco Javier, comenzando con su estancia en París, donde conoció a San Ignacio de Loyola, y continuando la acción en Roma, para recalar después en la residencia de los jesuitas y, por último, abordar la labor misionera de Javier en la China.
Quienes saben de estas cosas dicen que la impaciencia es una conducta aprendida, aunque parece que la favorecen ciertos factores biológicos. Por otra parte, los estándares de la vida actual y mi edad no son precisamente elementos que contribuyan a combatirla. Hoy, en general, se tiende a vivir el presente y, en particular, a mi edad esa realidad resulta insoslayable porque el futuro solo existe, en el mejor de los casos, a corto plazo. De modo que casi puede considerarse agotado mi privativo margen de espera para conseguir las cosas que todavía ansío.
En ocasiones, he pensado que probablemente soy impaciente porque soy impulsivo. Habitualmente me mantengo considerablemente activado y reacciono con cierta intolerancia a la frustración. Necesito, especialmente, obtener respuestas positivas con inmediatez, pues me cuesta aceptar la demora del refuerzo que anhelo lograr con lo que hago. No he conseguido aceptar suficientemente el beneficio que produce lo que se alcanza diferidamente, a medio y largo plazo, pese a que en ocasiones resulte mejor, o más interesante, que los provechos derivados de la inmediatez.
Las personas impulsivas tomamos decisiones muy rápidas. Desechamos con frecuencia las ventajas e inconvenientes que reporta la urgencia y falseamos el tiempo real que exige completar una determinada actuación. Seguramente por ello, llevados de nuestro frenesí, nos sobrecargamos de tareas y responsabilidades, en lugar de posponer ciertas decisiones y analizar su viabilidad, así como los beneficios y perjuicios derivados hipotéticamente del proyecto que aspiramos a materializar. Probablemente ello dificulta que toleremos los ritmos y maneras de reaccionar que tienen los demás, una actitud que obstaculiza el trabajo en equipo. Y que produce, también, otra consecuencia perniciosa: la renuencia a delegar responsabilidades.
De manera que la impaciencia tiene una repercusión importante en quienes la sufrimos, pues constantemente nos sentimos frustrados cuando las cosas no transcurren en los márgenes deseados. Por otro lado, afecta a las relaciones personales y laborales, y hasta al propio bienestar físico, pues induce diferentes trastornos psicosomáticos.
Etimológicamente, «paciencia» es un cultismo, derivado del vocablo «padecer», acuñado entre 1220 y 1250, proveniente del término latino «pati», que es herencia a su vez del griego «pathos», que significa «sufrir», «soportar». El DRAE ofrece siete acepciones para él, de las que me interesa subrayar las cuatro primeras, a saber: 1. f. Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse; 2. f. Capacidad para hacer cosas pesadas o minuciosas; 3. f. Facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho; y 4. f. Lentitud para hacer algo. Así pues, la paciencia se interpreta como la capacidad de esperar a que las cosas se produzcan, sin anticiparse o angustiarse en exceso. Frente a la comodidad, la depresión o la apatía, es, una postura activa frente a los acontecimientos que se desea que ocurran.
Dije anteriormente, en algún otro lugar, que quizás llegó la estación en la que lo aconsejable es abandonar la prisa y aguardar pacientemente el inexorable final de las cosas. Me pareció, entonces, que tal vez había llegado la hora de paladear los frágiles segundos, de recuperar los espacios prolongadamente descuidados y de volver a escudriñar los recovecos injustamente desatendidos. Pensaba que, quizás, eclosionaba sin esperarlo el tiempo propicio para merodear sin más, sin rumbo ni guía definidos. Incluso parecía que se brindaba la oportunidad de hacer transcendentes los pormenores de la cotidianidad. Hoy no solo reitero lo que dije, sino que lo refrendo categóricamente. Ojalá consiga recorrer esta parte del camino logrando armonizar la permanente tensión entre la paciencia y la impaciencia, esa forma de ser equilibrada y armoniosa que practicó y de la que nos habló el maestro Paulo Freire.
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