Es exagerado afirmar que España es un país de golpistas, pero debe reconocerse que, históricamente, son abundantes los viveros nutridos de gentes con tendencias montaraces y proclives a tirar por el camino de en medio, utilizando la recurrente metodología de «el poder me pertenece» o «quien no está conmigo, está contra mí»; y la receta del «palo y tentetieso», como recoge el dicho popular. Para acreditarlo, basta con repasar someramente las intentonas golpistas acaecidas en nuestro país en los dos últimos siglos. Si no recuerdo mal, son nada más y nada menos que casi una veintena, sin entrar en demasiados detalles. De ellas, unas fueron exitosas, como los pronunciamientos de Sagunto o de Riego, el Motín de la Granja y los golpes de Pavía, Primo de Rivera o Casado. Otras, supusieron fracasadas asonadas, como las sublevaciones de Cuatro Vientos o de Jaca, las Sanjuanada y Sanjurjada, la Revolución de 1934 y la proclamación del Estado Catalán en el mismo año, así como los pronunciamientos de Villacampa, Torrijos, Porlier, Cardero, o el de 1841 durante la Regencia de Espartero. Como finalmente lo fue también el «tejerazo» del 23F.
Pese a todo, los golpes de estado no constituyen un exclusivo patrimonio nacional. Hace centurias que son recurrentes en muchísimos países, en demasiados diría yo. Algunos de ellos han pasado desapercibidos porque sus características no responden a las definiciones clásicas del golpismo; acepciones que demandan una necesaria revisión a la luz de las circunstancias sociopolíticas que ha alumbrado la sociedad global.
Desde que en el siglo XVII el francés Naudé, en su libro Considérations politiques sur les coups d’État, definiera los golpes como «actos osados y extraordinarios que los príncipes se ven obligados a realizar en asuntos tan difíciles como desesperados, en contra de la ley común y con independencia de cualquier ordenamiento o forma de justicia, poniendo en juego el interés particular para beneficio del bien común», el concepto fue evolucionando e incorporando otros matices, hasta llegar a considerar al elemento militar como el promotor determinante del golpe de Estado. Se consolida, así, la acepción clásica de los golpes, en tanto que «conflictos no regulados que quebrantan todas las reglas y que reformulan los poderes del Estado; pero que, en todo caso, siempre terminan atribuyéndole más poder a las fuerzas armadas», pues se gestan mediante el uso de la fuerza, la remoción de los poderes elegidos democráticamente y su habitual sustitución por juntas militares.
Sin embargo, esta definición no logra abarcar sucesos recientes, en los que son los poderes democráticos, de manera no violenta, quienes protagonizan los golpes. Hoy, intelectuales y académicos defienden un concepto más amplio, considerando que los golpes de Estado no son exclusivamente los que intentan materializar las fuerzas armadas, sino también los que son promovidos y/o gestados por cualquier poder o institución que, ilegalmente, intenta desalojar al poder legítimo de las instituciones.
Viene a cuento lo anterior con relación a los recentísimos acontecimientos acaecidos en la villa y corte, que me parecen de una gravedad suprema. No deberían quedar amparados una vez más por la impunidad, que ya es insufrible e intolerable porque no solo remueve los cimientos del estado de derecho, sino que inflama también la desafección política y mina hasta extremos inaceptables la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas.
«El procurador de tribunales Manuel Sánchez-Puelles y González-Carvajal ha firmado a las 9.14 del miércoles 14 de diciembre un escrito de 54 folios que desencadena la mayor tormenta político-judicial de la reciente etapa democrática. Trece diputados del PP, a los que dice representar el procurador, recurren en amparo ante el Tribunal Constitucional porque creen vulnerados sus derechos de participación política. El escrito reclama que se suspenda cautelarmente la tramitación de la proposición de ley que elimina los obstáculos políticos para renovar el Tribunal Constitucional.
El jueves 15 de diciembre se vota en el Congreso la reforma del Código Penal que suprime el delito de sedición, rebaja la malversación y cambia dos normas más que eliminan los obstáculos para la renovación del Constitucional. El Gobierno impulsa de urgencia, a través de diversos atajos legislativos, un cambio profundo en artículos clave del Código Penal para beneficiar a los independentistas catalanes que aún están pendientes de juicio por el 1-O y, de paso, imponer con medidas legales extremas la renovación del Constitucional, bloqueada por distintos representantes de la derecha judicial desde hace cinco meses.
La operación tumbar el pleno ya está en marcha. Parece como si los dirigentes del PP conocieran de antemano el criterio mayoritario en el Constitucional sobre un pronunciamiento que nunca se había planteado en los 42 años de historia del tribunal. (cuando el recurso de amparo aún no ha empezado a causar estragos en el debate político, dirigentes del PP ya pronostican lo que va a pasar: “Adoptarán la medida cautelar que pedimos y eso afectará al proceso legislativo del Senado”, donde se votará la ley de manera definitiva el 22 de diciembre).
Es previsible que el PP disponga de información precisa de lo que puede ocurrir porque 6 de los 11 magistrados del tribunal de garantías fueron elegidos a propuesta de la formación política. El último que entró por esa vía es Enrique Arnaldo, quien conocía en profundidad a quienes le colocaron como magistrado porque desde 1986 ejercía de letrado en el Congreso de los Diputados.
La historia se repite. Hace una década, el recurso de los populares contra la ley de plazos del aborto recayó en Andrés Ollero, antiabortista declarado que había sido diputado del PP. Aunque su ponencia nunca pasó del cajón de los proyectos olvidados por consenso de los políticos. El PP está ahora convencido del éxito de su iniciativa contra la reforma legal del Gobierno. Sería un golazo por la escuadra del legislativo. En el palacio de la Moncloa se reciben noticias inquietantes y el Ejecutivo empieza a temer un nuevo bloqueo si el tribunal atiende la reclamación de los populares.
Mientras tanto, en el Constitucional se viven horas de creciente tensión. El presidente, Pedro González-Trevijano (conservador), habla con el vicepresidente, Juan Antonio Xiol (progresista), y le comunica su intención de llevar a pleno el recurso de amparo del PP. Ambos tienen el mandato caducado desde junio y convienen que la celebración de ese pleno debería ser el viernes.
Pero Arnaldo, magistrado responsable de la ponencia, entra en acción para forzar que el pleno del Constitucional sea el jueves a las 10 de la mañana, unas horas antes de que comiencen en el Congreso el debate y la votación de la proposición de ley que el PP ha pedido que se suspenda de manera cautelar.
Tras las múltiples vicisitudes desencadenadas a lo largo de una inacabable jornada:
Los dos bloques del tribunal —conservador y progresista— se reúnen por separado. Los progresistas acuerdan que, si se pretende celebrar el pleno, se ausentarán alegando falta de tiempo para preparar la deliberación, con lo que no habría quórum necesario y no se podría celebrar el pleno. Trevijano pide que se lo expongan por escrito y desconvocará la deliberación. Le entregan un primer texto. El presidente del tribunal lo halla excesivamente genérico y pide más contundencia. Se hace una segunda versión y, con el escrito en la mano, Trevijano suspende el pleno, lo que evita que por primera vez en la historia, el Tribunal Constitucional impida una votación en el Congreso de los Diputados».
Tengo poco que añadir. Si lo que ha sucedido esta semana en la villa y corte no es el último remedo de aquellas intrigas palaciegas que recogían los manuales de historia, modernamente denominadas golpes de Estado, que venga Dios y lo vea. Únicamente les recomendaría algo a estos tercos insidiosos: intenten hacer sus perfidias con un poquito más de clase. Los ciudadanos no merecemos tanta torpeza. Y mejor todavía, dejen de meterse en camisa de once varas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario