Al inicio del pasado verano la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola (FIDA), UNICEF, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Programa Mundial de Alimentos (WFP) presentaron el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2022 (SOFI, según sus siglas en inglés). Una publicación con periodicidad anual que recoge el seguimiento que hacen esas organizaciones de los progresos relacionados con la erradicación del hambre y la mejora de la seguridad alimentaria y la nutrición. También se ofrece en ella un análisis de los retos pendientes para lograr los objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. El dosier es público y está dirigido especialmente a los responsables políticos, a las organizaciones internacionales, a las instituciones académicas y al público en general. Está disponible en el enlace: https://www.fao.org/3/cc0639es/cc0639es.pdf
Es absurdo que me esfuerce en resumir las casi trescientas páginas del texto, que ya me apresuro a decir que pinta un panorama de la seguridad alimentaria absolutamente sombrío a nivel mundial. Sin embargo, no me resisto a reproducir algunos datos especialmente lacerantes. Se dice, por ejemplo, que en 2022 pasaron hambre 50 millones de personas más que durante 2021. Y, si se toma como referencia los meses anteriores al inicio de la pandemia del Covid19, la cifra alcanza los 150 millones. Además, se asegura que existe un peligro real de que estos números aumenten en los próximos meses por causa de las guerras, del cambio climático, de las crisis económicas y de las crecientes desigualdades. En fin, el informe recoge que en el año 2020 más de 3000 millones de personas no pudieron permitirse una dieta saludable. Lo que equivale a decir que son centenares de millones las personas rehenes de un círculo vicioso conformado por la pobreza, la desnutrición y la mala salud.
En las sociedades occidentales, crecientemente líquidas y banales, emergen reiteradamente renovados formatos del llamado postureo, sean fotos, hashtag, gafas de sol a cualquier hora, selfis, vigorexias, brunchs domingueros, blogueros o abuelitas entrañables. En las últimas semanas, ha triunfado el practicado por personajes y personajillos de la vida pública, exhibiendo su cínico rechazo a la claudicación de la FIFA frente al capital de los mandamases qataríes, a cuenta del campeonato mundial de futbol Qatar 2022. Ahora toca esto, como antes se vieron otras cosas y nuevas sucederán en el futuro. Estas frívolas rasgaduras de vestiduras son banalidades asociadas a lo efímero de las coyunturas, que apenas trascienden la superficialidad de los acontecimientos. Con la misma inmediatez que emergen se pierden en el olvido, tras suscitar alguna comprensión en determinados sectores de la ciudadanía. En el caso del mundial de Qatar, los alegatos conocidos no me parecen otra cosa que postureo, pues en general no son sino pretendidas y falaces coartadas que coadyuvan a publicitar un espectáculo global, materializado en un contexto y en unas condiciones que no hay por dónde cogerlos, sea cual sea el punto de vista que se adopte.
También en las últimas semanas se han hecho públicos los resultados de la atribución de estrellas Michelin a diferentes establecimientos hosteleros de nuestro país. Son 13 los restaurantes «triestrellados» en el Estado, dentro de una guía que recoge 1401 establecimientos de España, Portugal y el Principado de Andorra, entre los que se encuentran, además de los mencionados, 41 con dos estrellas, 235 con una y 281 Big Gourmand (un reconocimiento que se concede a los locales que sirven una comida de calidad a precios comedidos). Los diarios traían resúmenes de lo que cuesta comer en algunos de ellos, tanto los menús degustación como los convencionales. Ojeándolos, he podido constatar que en los de tres estrellas no es posible comer por menos de 200 o 300 euros. Y también resulta imposible maridar un menú con la correspondiente bebida por menos de 150 o 200 euros más. Es decir, sentarse a la mesa y comer en estos establecimientos, además de requerir una reserva anticipadísima, sale por un ojo de la cara, concretamente por la friolera de 500 euros/comensal aproximadamente.
Pese a ello, no puedo dejar de lado formularme preguntas como la siguiente: ¿cómo es posible que en una sociedad globalizada convivan despropósitos como el que representa que contados seres humanos paguen 500 euros por consumir un solo menú y que centenares de miles de personas no dispongan de un solo euro, que sería cantidad suficiente para costear su dieta diaria?
Se dirá que son cosas diferentes y se argüirán muchas razones para explicar o justificar lo que me parece inexplicable, y todavía más injustificable. Quizá se replique con aquello de qué tiene de malo celebrar la dicha de estar vivos. Naturalmente que nada, en absoluto; todo lo contrario. Es un legítimo derecho de todos —subrayo, de todos— los seres humanos y una de las mejores recomendaciones para asegurar la salud emocional. No obstante, en aras a la recomendable universal empatía, a la intrínseca solidaridad que se presume en la especie, abogaría resueltamente por la práctica de la decencia, de la contención y de la oportunidad. Festejen quienes tienen en sus manos la ventura de poder hacerlo, pero recuerden, también, que otros muchísimos no lo podrán hacer. Y un ruego: por favor, eviten los festejos en las proximidades de los duelos o en las puertas de los cementerios, porque lo legítimamente apetecible puede transformarse en una intolerable obscenidad.
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