Entre
las miles de cosas que nos recuerda diariamente Facebook, hoy, una de sus entradas
testimonia que hace veintiún años nos dejó mi primo Fernando Corral. Lo
rememora con una espléndida fotografía la segunda de sus hijas, una persona que
percibo afable y cercana, como lo son cuantas conforman su familia. En esa
foto, Fernando aparece como cargando un pino sobre sus espaldas, uno de los que
probablemente pueblan la cuesta del Castillo de su pueblo, Chiva. Aparece en la
instantánea joven y poderoso, todavía con la cabeza poblada de cabellos.
Incluso me parece adivinar que ya luce el bigote que siempre le acompañó.
Mi
primo Fernando era un personaje excepcional. Tengo multitud de anécdotas
compartidas, aunque me limitaré a recordar solamente algunos retazos de nuestra
relación. Cronológicamente, el primero en el tiempo alude a un diccionario (francés-español,
español-francés), que él había utilizado en sus estudios y que me regaló para
que hiciese lo propio en los míos, cuando yo cursaba bachillerato en Chiva. Un pequeño
y abultado volumen en el que, además de estampar su rúbrica en las primeras
páginas, grabó sus iniciales en el lomo para que quedase constancia de su
propiedad. Lo utilicé en su día y allí lo tengo, en un lugar destacado de mi
casa de Gestalgar, haciéndome evocarlo cada vez que me siento frente a
la estantería en que reposa.
Pero, ¿qué es un diccionario? Apenas nada, aunque para mí el que menciono
signifique muchas cosas. A Fernando hay que recordarlo por otras importantes razones.
Gracias a su familia, la mía se desplazó a Alicante. Fueron ellos, Fernando y
Alfredo, mis primos, quienes facilitaron que encontrásemos un puesto de trabajo
para mi padre cuando enfermó y no le quedó otra alternativa que abandonar su
profesión de siempre, la agricultura, para incorporarse a un trabajo sedentario
que, en este caso, no pudo encontrarse en otro lugar distinto de Alicante. En
aquellos años 60, COBENSA, una empresa participada por la familia Corral, había
emprendido numerosas promociones en la ciudad y pueblos aledaños. Fernando
solía desplazarse prácticamente todas las semanas desde Valencia para
supervisar las obras. Si no recuerdo mal, venía en un flamante Seat 1500 de
color crema. En más de una ocasión, aprovechando sus visitas, volví con él a Valencia
y a Chiva, e incluso hasta Gestalgar. Retengo detalles aislados de aquellas
conversaciones en las que, como persona adulta y buen familiar, me ofrecía
buenos consejos y recomendaciones para mis estudios y mi desarrollo personal.
Pero lo que recuerdo con mayor nitidez son alguna de sus consejas, que nunca he
dejado de tomar en consideración. En una de ellas me decía que en los viajes
debía parar en los bares, ventas y restaurantes donde viese aparcados muchos
camiones porque allí se solía comer bien y barato. Una máxima que probablemente
le enseñó su padre, mi tío Fernando, que creo que la aplicaba a rajatabla. Tan
es así que fue persona que jamás pisó un bar, salvo para asistir a alguna
celebración de bautizo, comunión o boda de sus hijos y nietos.
Efectivamente, todavía retengo en mi retina retazos de uno de esos viajes.
Yendo desde Alicante a Valencia, justo la entrada de Gata de Gorgos, a la
izquierda de la carretera había una venta repleta de camiones y paramos allí. Ese
día había para comer judías blancas con chorizo e hígado a la plancha. Mi primo
decía que aquello era un menú inmejorable porque aportaba energía y hierro. Por
mi parte, estaba frente a uno de los peores menús imaginables. Sin embargo me
convenció, me lo comí y, después, he agradecido centenares de veces la lección
que me dio sin pretenderlo.
Son muchas más las anécdotas que recuerdo. Además de campechano, Fernando tenía
un carácter jovial, bromista y ocurrente. Era persona que, como su padre, hablaba
a una velocidad endiablada. O le que prestabas atención o te perdías la mitad
de las cosas que decía. Era, adicionalmente, un ser hiperactivo que movía sus
manos a la misma velocidad que su boca. Lo imagino dándole cariñosas palmaditas
en el culo a nuestra tía abuela María la Corachana, cuando ya era
septuagenaria, sin que se molestase jamás porque lo hacía tan espontánea y
cariñosamente que era imposible que nadie le echase cuentas. Era increíble la
habilidad que tenía para, en el mejor
sentido de la palabra, “ponerle la mano encima” a cualquiera que se le pusiese
a tiro.
Recuerdo a mi primo Fernando visitando sistemáticamente a nuestra común tía
Carmen, cuando durante los últimos años de su vida la ingresamos en la
residencia de San Antonio de Benagéber. Semana tras semana se personaba allí
para hacerle la visita de rigor, interesarse por su estado y asegurarse de que
todo estaba conforme a lo que correspondía. Fernando no solo era persona de
profundas convicciones religiosas, sino que practicaba muy activamente sus
creencias. Y eso, entonces y ahora, es rara avis y, desde luego, una actitud y
un comportamiento más que loables.
Recuerdo la última vez que vi en pie a mi primo. Fue en su chalet de
la cuesta del castillo de Chiva. Era verano, ya estaba bastante desmejorado y vestía
un atuendo de estar por casa, como correspondía a la situación en que se encontraba.
Incluso en esas lo vi entero, tal cual era, dispuesto, hecho un señor, que es lo
que realmente fue siempre. Un caballero como la copa de un pino, igual que el que parece
cargar en la fotografía. Larga vida en nuestro recuerdo, querido Fernando.
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