miércoles, 11 de diciembre de 2019

Que veinte años no es nada

Entre las miles de cosas que nos recuerda diariamente Facebook, hoy, una de sus entradas testimonia que hace veintiún años nos dejó mi primo Fernando Corral. Lo rememora con una espléndida fotografía la segunda de sus hijas, una persona que percibo afable y cercana, como lo son cuantas conforman su familia. En esa foto, Fernando aparece como cargando un pino sobre sus espaldas, uno de los que probablemente pueblan la cuesta del Castillo de su pueblo, Chiva. Aparece en la instantánea joven y poderoso, todavía con la cabeza poblada de cabellos. Incluso me parece adivinar que ya luce el bigote que siempre le acompañó.

Mi primo Fernando era un personaje excepcional. Tengo multitud de anécdotas compartidas, aunque me limitaré a recordar solamente algunos retazos de nuestra relación. Cronológicamente, el primero en el tiempo alude a un diccionario (francés-español, español-francés), que él había utilizado en sus estudios y que me regaló para que hiciese lo propio en los míos, cuando yo cursaba bachillerato en Chiva. Un pequeño y abultado volumen en el que, además de estampar su rúbrica en las primeras páginas, grabó sus iniciales en el lomo para que quedase constancia de su propiedad. Lo utilicé en su día y allí lo tengo, en un lugar destacado de mi casa de Gestalgar, haciéndome evocarlo cada vez que me siento frente a la estantería en que reposa.

Pero, ¿qué es un diccionario? Apenas nada, aunque para mí el que menciono signifique muchas cosas. A Fernando hay que recordarlo por otras importantes razones. Gracias a su familia, la mía se desplazó a Alicante. Fueron ellos, Fernando y Alfredo, mis primos, quienes facilitaron que encontrásemos un puesto de trabajo para mi padre cuando enfermó y no le quedó otra alternativa que abandonar su profesión de siempre, la agricultura, para incorporarse a un trabajo sedentario que, en este caso, no pudo encontrarse en otro lugar distinto de Alicante. En aquellos años 60, COBENSA, una empresa participada por la familia Corral, había emprendido numerosas promociones en la ciudad y pueblos aledaños. Fernando solía desplazarse prácticamente todas las semanas desde Valencia para supervisar las obras. Si no recuerdo mal, venía en un flamante Seat 1500 de color crema. En más de una ocasión, aprovechando sus visitas, volví con él a Valencia y a Chiva, e incluso hasta Gestalgar. Retengo detalles aislados de aquellas conversaciones en las que, como persona adulta y buen familiar, me ofrecía buenos consejos y recomendaciones para mis estudios y mi desarrollo personal. Pero lo que recuerdo con mayor nitidez son alguna de sus consejas, que nunca he dejado de tomar en consideración. En una de ellas me decía que en los viajes debía parar en los bares, ventas y restaurantes donde viese aparcados muchos camiones porque allí se solía comer bien y barato. Una máxima que probablemente le enseñó su padre, mi tío Fernando, que creo que la aplicaba a rajatabla. Tan es así que fue persona que jamás pisó un bar, salvo para asistir a alguna celebración de bautizo, comunión o boda de sus hijos y nietos.

Efectivamente, todavía retengo en mi retina retazos de uno de esos viajes. Yendo desde Alicante a Valencia, justo la entrada de Gata de Gorgos, a la izquierda de la carretera había una venta repleta de camiones y paramos allí. Ese día había para comer judías blancas con chorizo e hígado a la plancha. Mi primo decía que aquello era un menú inmejorable porque aportaba energía y hierro. Por mi parte, estaba frente a uno de los peores menús imaginables. Sin embargo me convenció, me lo comí y, después, he agradecido centenares de veces la lección que me dio sin pretenderlo. 

Son muchas más las anécdotas que recuerdo. Además de campechano, Fernando tenía un carácter jovial, bromista y ocurrente. Era persona que, como su padre, hablaba a una velocidad endiablada. O le que prestabas atención o te perdías la mitad de las cosas que decía. Era, adicionalmente, un ser hiperactivo que movía sus manos a la misma velocidad que su boca. Lo imagino dándole cariñosas palmaditas en el culo a nuestra tía abuela María la Corachana, cuando ya era septuagenaria, sin que se molestase jamás porque lo hacía tan espontánea y cariñosamente que era imposible que nadie le echase cuentas. Era increíble la habilidad que tenía para, en el mejor sentido de la palabra, “ponerle la mano encima” a cualquiera que se le pusiese a tiro.

Recuerdo a mi primo Fernando visitando sistemáticamente a nuestra común tía Carmen, cuando durante los últimos años de su vida la ingresamos en la residencia de San Antonio de Benagéber. Semana tras semana se personaba allí para hacerle la visita de rigor, interesarse por su estado y asegurarse de que todo estaba conforme a lo que correspondía. Fernando no solo era persona de profundas convicciones religiosas, sino que practicaba muy activamente sus creencias. Y eso, entonces y ahora, es rara avis y, desde luego, una actitud y un comportamiento más que loables.

Recuerdo la última vez que vi en pie a mi primo. Fue en su chalet de la cuesta del castillo de Chiva. Era verano, ya estaba bastante desmejorado y vestía un atuendo de estar por casa, como correspondía a la situación en que se encontraba. Incluso en esas lo vi entero, tal cual era, dispuesto, hecho un señor, que es lo que realmente fue siempre. Un caballero como la copa de un pino, igual que el que parece cargar en la fotografía. Larga vida en nuestro recuerdo, querido Fernando.

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