En
la vida de muchas personas existe un baúl de los recuerdos que adquiere
múltiples formatos. A veces se trata de un pequeño cofre repujado en el que se
guardan minúsculas alhajas y piezas de bisutería que recuerdan puntuales momentos
de felicidad. Otras adopta la forma de cajas de cartón forradas con papeles o
telas amables que arropan epistolarios pretéritos. Algunos son pequeños petates
que esconden fetiches y trofeos cobrados en incruentas batallas infantiles. Por
no mencionar el famoso baúl de la Piquer, las colecciones de Louis Vuitton o el
infinito muestrario de cofres, arcas, arcones, arquetas y bargueños que decoran
mansiones, castillos y palacios. Hasta Karina confesó que tenía su propio baúl
de los recuerdos, en el que buscaba y buscaba entre melancólica y esperanzada.
El
mío lo conservo en el pueblo. Se trata de un rudimentario cajón de madera, con
una cabida de apenas un hectolitro, en el que guardo cosas que ni siquiera
recuerdo del tiempo que hace que las deposité en su interior. Ese pequeño baúl
está en el zaguán de la casa de la tía Carmen, colindante con la nuestra. Allí permanece
desde hará unos quince años, acompañando a tinajas, sillas, cantareras y otros
enseres, que con la casa nos legó mi tía y que mi mujer ha ido transformando con
el paso de los años en un pequeño y humilde museo etnográfico que acoge centenares
de antiguos enseres y utensilios, que han perdido su funcionalidad en beneficio
de los plásticos y de los artilugios tecnológicos que se enseñorean hoy de los
hogares y de casi todo.
Hoy
he decidido abrir ese pequeño baúl y escudriñar en su interior. Empezaré por
decir que, aunque está rodeado de otros muebles roídos por la carcoma, se
mantiene inaccesible al temido coleóptero. He girado la pequeña llave que
acciona la cerradura que retiene la tapa que lo cierra, y la he levantado
apoyándola sobre la verticalidad de la pared. Inmediatamente, he redescubriendo
un cofre a medio llenar, con documentación, libros y otros pequeños objetos. Más
o menos, he encontrado lo que vagamente recordaba que tenía allí. He separado lo que había en la parte superior (rollos, cuadernos, escritos…), que no son
pertenencias privativas sino que llegaron a mis manos a través de los parientes
o porque alguien me las proporcionó. Tal vez otro día hable de ellas. Pero lo
que andaba buscando no eran esas cosas, sino algo que recordaba depositado en
el fondo del arcón. Apenas he despejado un poco la superficie, cuando he
descubierto cinco cuadernos de dibujo que cumplimenté entre los años 61 al 64
del pasado siglo, cursando la materia de ese nombre que formaba parte del plan
de estudios del Bachillerato Elemental, y que nos impartía en el Colegio Libre
Adoptado Luis Vives, de Chiva, Manuel Mora Yuste, ilustrado e ilustre pintor que,
además de mi profesor, era familia política por haber matrimoniado con mi prima
Amparo Corachán.
Manuel Mora Yuste |
Manolo
Mora, como todos le conocían y le conocen (que falleció prematuramente,
si no me falla la memoria, hará un par de décadas), además de inculcarme el
interés por el dibujo y la pintura, fue también el culpable de mi afición futbolística,
dado que los domingos me llevaba “de paquete” en su vespa al campo que el Club Deportivo Chiva tenía en la partida de
Vista Alegre. Allí empecé a interesarme por ese deporte y a seguir a un equipo
de aficionados que jugaba la liga de segunda regional, algo que en mi pueblo ni
sabíamos que existía.
Pues
bien, he abierto un primer cuaderno de gusanillo, con una tapa amarilla en la
que figura impresa la efigie de la Dama de Elche –probablemente la primera noticia
que tuve de ella– sobre un rótulo que reza: “Dibujo”. Lo integran veinte
láminas de papel semi-canson, número 304, rematadas por una contratapa acartonada
y marrón. Se estructura en una secuencia que se inicia con hojas que incluyen trazos a mano alzada
de líneas (perpendiculares, paralelas, curvas…) y continua con otras en las
que se copian signos, siluetas de hojas, escudos, animales domésticos, etc. A
estas les suceden otras copias de dibujos sencillos y esquemáticos, así como
cuerpos geométricos a los que se intenta dar volumen con el sombreado. Más
adelante se incluyen láminas que reflejan un esquema astronómico y la
señalización de un cruce de caminos, rematando el álbum una especie de marina
que replica la playa de la Concha, algunas flores y pájaros y, finalmente, una
espectacular tromba marina que se abate sobre un faro, con nubes de desarrollo
y arco iris incluidos.
Obviamente,
son dibujos de un niño de nueve/diez años que revelan su impericia con los
lapiceros, que trasluce el dorso de cada lámina, cuyas hendiduras y marcas
testifican las múltiples correcciones y sudores que costó su elaboración. Eso
sí, al final, contaron con la aprobación del profesor, como acredita la rúbrica
que estampó en todas y cada una de ellas, acompañada de la fecha en que fueron
supervisadas. Pese a la exigencia del maestro, que entonces me desagradaba aunque
después he agradecido, y pese a la dificultad de la tarea, recuerdo que me
gustaba mucho practicar el dibujo.
Un
segundo y más breve cuaderno responde a las mismas características, acogiendo
las cinco ultimas láminas que copié durante ese curso. Entre sus hojas han emergido, distraídos, tres modelos
originales, impresos con los mismos objetos aunque de menor tamaño, que acreditan
que lo realizado en el cuaderno es una copia y no un calco del original. Esas
cinco últimas láminas corresponden a una serie histórica (banderas y yelmos),
ciencias naturales (peces y paisajes) y una última que anuncia el dibujo
lineal. Supongo –porque no lo recuerdo– que una vez acabado el curso y aprobada
la asignatura utilicé a discreción algunas de las láminas sobrantes. En estos
voluntaristas escarceos, cuando ya tenía diez años, intenté copiar del natural una
silla escolar en diferentes posiciones, con desigual acierto. También hice un
esbozo de casa, utilizando la perspectiva caballera, y ensayé una copia del
escudo de Chiva, que permanece inacabada. Finalmente, dibujé un imaginario
campo de futbol, que inscribe una jugada de ataque que acaba en gol. Se trata
del tanto que supongo que hizo encajar el Valencia C.F. de entonces al Real
Madrid, jugando en un campo abarrotado en el que, según hace constar el
dibujante, había nada menos que 1.283.240 espectadores, cifra que habla por sí
misma de la ponderación y de las habilidades estimatorias del susodicho.
Dos
son, también, los cuadernos de dibujo cumplimentados en el segundo curso de Bachillerato,
ambos de gusanillo y papel Canson, en este caso del número 23. La tapa gris del
primero contiene una reproducción de la catedral de Burgos y el rótulo Dibujo
Artístico. En él se contienen una veintena de láminas, que son copia a lapicero
y mano alzada de los correspondientes originales. La secuencia de los
contenidos es similar a la del primer curso, si bien se complican los modelos que,
en este caso, abarcan piezas de porcelana, motivos históricos (tiaras y
coronas), cenefas, aeroplanos, motivos vegetales, marineros, insectos y
peces tropicales de gran formato. El segundo cuaderno, que regresa a las tapas
amarillas, contiene 7 láminas que reproducen una máscara de carnaval, un enorme
caracol, el típico frutero valenciano, la cabeza y cornamenta de un ciervo, un
esquema gráfico de un hipotético viaje con distintos medios de locomoción desde
Valencia a Zaragoza, finalizando con un conejo y una postrera reproducción de una composición con herramientas. Detrás de todo ello aparece el que,
probablemente, fue mi primer intento de pintar una acuarela, una reproducción del Santuario de la Virgen del Castillo de Chiva que seguramente
copiaría de alguna postal. Le sigue un inacabado dibujo a lapicero de S. Pedro
y dos simplísimas acuarelas, con esquematizadas imágenes del Ave María, que dan paso a unos postreros
bocetos de equinos.
Del
tercer curso de Bachiller conservo un único cuarderno, también de tapas amarillas y
hojas de papel de hilo, que confeccioné durante el curso 63-64. Lo integran 25
láminas de las 31 que componen el “Método de dibujo lineal”, que elaboró y
editó el catedrático de Dibujo del Instituto Luis Vives, de Valencia, A.
Blanco. La copia de las veinte primeras responde al aprendizaje de
la resolución de problemas fundamentales de la expresión gráfica de la
Geometría. Se trata de dibujos de dificultad creciente que exigen la
utilización de escuadra, cartabón, compás, tiralíneas, lápiz duro, tinta china
y transportador. Se empieza por la representación de puntos para avanzar con el
trazado de líneas auxiliares, ejes, datos, líneas de construcción definitiva, ocultas y cotas, que se vinculan a ángulos, polígonos, líneas mixtas,
etc. Todo ello dibujado primeramente a lapicero y repasado después con tinta
china. Las siete últimas láminas son ejercicios de trazado de arcos
adintelados, obeliscos, pedestales, pináculos, ánforas, etc.
Pues
bien, mientras repaso ese rosario de trabajos infantiles me redescubro en un universo
de aprendizaje necesariamente precario, potencialmente limitado al exiguo impulso
energético que podía proporcionarle una pequeña población de poco más de cuatro
mil habitantes y un claustro de profesores probablemente tan voluntarista como
deprivado de recursos y formación pedagógica. Y, sin embargo, a medida que
escribía he ido evocando recuerdos de aquel tiempo que, paradójicamente, viví
como una inmensa oportunidad. Entonces, Chiva y el Colegio Luis Vives eran, respectivamente,
una población boyante y un proyecto con gran futuro, todo lo contrario de lo
que se podía decir de Gestalgar.
Mis
primeras inquietudes artísticas y culturales nacieron allí. Y algunos de los
rasgos que hoy me definen también. Es justo que concluya con un cariñoso recuerdo
para Manolo Mora, cuya técnica pictórica, de reminiscencias impresionistas y amplio
trazo, he admirado siempre. Él que, en cierta medida, como artista que era y se sentía,
vivía un tanto “a su bola”, pero que, voluntaria o involuntariamente, me enseñó
cosas importantes como la devoción por nuestros respectivos pueblos, por sus
gentes y sus cosas. También me contagio la inquietud por investigar nuestros pasados
y me hizo comprender la importancia que tiene preservar el patrimonio y
conservarlo convenientemente. Además, como dije, me enseñó a paladear dos grandes
entretenimientos: pasear en moto y admirar el buen fútbol. Mi gratitud para Manolo, y
también para sus colegas de aquel vetusto y, tal vez, olvidado Colegio.
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