Ayer,
3 de junio, regresamos a Alicante. Elegimos la capital –como en las ocasiones anteriores
en que el cónclave resultó especialmente concurrido– por ser un lugar relativamente
equidistante de los municipios en los que residimos. En este caso, se trataba
de materializar la que casi se ha institucionalizado como cena anual, en la
que, además de los habituales, participaban personas muy especiales: nuestras
parejas y Domingo Moro, que por segundo año consecutivo se desplazaba bien
temprano y ex profeso desde Ibiza para participar en un evento que, de alguna
manera, simboliza la antesala del cincuentenario de nuestro primer encuentro,
que se consumará el próximo mes de septiembre, con fecha por decidir. Probablemente,
hemos logrado alcanzar una cifra tan redonda porque estamos persuadidos cuanto
menos de dos cosas. Por un lado, de que “la amistad duplica las alegrías y divide
las angustias por la mitad”, como dijo Francis Bacon. Por otro, de que “es más
difícil y más rara que el amor, y por eso hay que salvarla como sea”, como
aseguró Alberto Moravia. En mi opinión, cincuenta años de apego representan un intervalo
más que razonable para acreditar que lo hemos logrado.
Esta
vez repetíamos escenario: el reservado de la Barra de César Anca, junto a la Explanada. Un espacio ideal para un
encuentro de estas características. Habíamos encargado uno de los típicos menús
de tapeo de la casa, a base de tiradito de atún con rúcula, cebollita roja,
aceite de trufa y lascas de parmesano; brocheta de langostino con mousse de
queso brie y maraña de kataifi; crêpe crujiente de pato y manzana con maraña de
puerro frito; huevo escalfado con crema de cebolla tierna y salmón ahumado; canelón
de rabo de buey con crujiente de ibérico, taco de merluza confitada a baja
temperatura con crema de ajos tostados y gulas salteadas y tarta de manzana
caliente a la buena mujer/pan perdido con helado de vainilla y chocolate
caliente. Todo ello regado con cerveza, refrescos, blanco de Rueda y Rioja
tinto.
Ciertamente,
un menú conformado con platos de pitiminí que, eso sí, estaban perfectamente
elaborados y resultaron a entera satisfacción de la concurrencia, según
acredita la opinión general. Para asombro de los camareros –nada
familiarizados con nuestra idiosincrasia– semejantes fruslerías que al
final del recorrido, todo debe decirse, no lo son tanto, estuvieron trufadas con
el arsenal calórico que habitualmente aporta Domingo desde su anhelada Ibiza: aperitivo
Palo con unas gotitas de ginebra y limón y un toque de agua de seltz;
y además, ‘orelletes’ y ensaimada para “reforzar” el postre de la casa, que
algunos acompañamos de una copita de Frígola, y que tuvo su guinda con las trufas vileras
de Marcos Tonda,
que como casi es de rigor nos obsequiaron Rosana y Tomás. La réplica vino de la
mano de Pascual que, en nombre de todos, ofreció a Domingo una billetera para
que ponga a buen recaudo la más que razonable fortuna que le acompaña atávicamente
en los juegos de azar, especialmente en la lotería navideña. Como siempre,
estuvo al quite e inmediatamente puso sobre la mesa la propuesta de reeditar la
inversión de 20 euros per cápita en el próximo sorteo extraordinario del 1 de
julio, proposición aceptada unánimemente. Por otro lado, el cronista aprovechó
la circunstancia para obsequiar a Domingo y a los demás contertulios un pequeño
folleto que contiene las dieciséis primeras “Crónicas de la amistad”.
En La Barra de César Anca |
Ahora bien, la amistad –como tantas otras cosas
de la vida– no debe descuidarse, bien al contrario, conviene estar muy atentos a sus
avatares. Porque a medida que nos hacemos mayores se intensifica la tendencia a
recluirnos en nuestro entorno más cercano y a que se nos olvide transitar por el
espacio que ocupan los amigos. Por ello, suele ocurrir –y debemos evitarlo– que cuando se aproxima
el final de la vida nos lamentemos por no haber cultivado suficientemente las
amistades, por no haber dedicado el tiempo que merecían los seres queridos, o
por ambas cosas.
Sabemos por experiencia que conservar los
amigos no es sencillo. Sin embargo, cincuenta años ininterrumpidos de práctica amistosa
han acrisolado en nosotros convicciones y conductas que hacen fácil lo que es
sustancialmente difícil, asegurándonos una universal y ubérrima capacidad para
cultivar el afecto, asentada en la ineludible práctica de unas pocas e
importantes virtudes.
La primera de todas ellas es la honestidad. A
la amistad le conviene sobremanera la honestidad. Es más, se puede afirmar categóricamente
que ésta es la condición que la hace posible, porque amistad y mentira son
incompatibles. No hay amistad sin sinceridad, de manera que solo las amistades
francas perduran en el tiempo.
Por otra parte, sabemos a las claras que el
rencor es el mayor enemigo de la amistad, cuyo cultivo casi nunca se asemeja a
un camino de rosas. Pero es justamente la habilidad para gestionar y resolver
los desencuentros la que ayuda, más que cualquier otra cosa, a fortalecer los
lazos amistosos. Transigir y saber perdonar es algo consustancial al
mantenimiento de las buenas amistades.
Hemos contrastado que conviene exteriorizar y
mostrar explícitamente el afecto. Si descuidamos los detalles cariñosos, aunque
sea de manera inconsciente, la relación con los amigos acabará enfriándose
hasta desaparecer. Es imprescindible que nos esforcemos para lograr vernos,
abrazarnos, conversar, compartir o perder el tiempo, sea cual sea el pretexto
que encontremos para cada ocasión.
La amistad es incompatible con el egoísmo
porque es una relación indefectiblemente recíproca, con un flujo
intrínsecamente bidireccional. No sólo tenemos amigos para divertirnos, también
para que nos apoyen cuando lo necesitamos y para que se alivien y se sientan reconfortados
con nuestra ayuda y nuestro afecto cuando sus circunstancias lo requieran.
Sabemos que conviene ser comedidos en las
expectativas que albergamos respecto de la amistad. En ocasiones los buenos
amigos nos decepcionan. Todos fallamos alguna vez y, justamente por ello, estamos
obligados a pensar que ciertas cosas no son más que el producto de situaciones pasajeras.
Es evidente que todo tiene un límite, pero no debemos cometer el error de
perder el contacto con los amigos por un quítame esas pajas, y hasta por
motivos más importantes. Nunca es tarde para recuperar una amistad.
Somos plenamente conscientes de que en las
relaciones personales es fundamental practicar el altruismo. Dicho de otro
modo: es mejor hacer lo correcto,
que ser correcto. Si
hacemos algo que enoja al amigo, pero lo hacemos por su bien, antes o después acabará
agradeciéndonoslo, como lo haríamos nosotros.
El apego que disfrutamos y nos cementa, del
que tanto nos orgullecemos y que tanto nos honra, es en buena medida el
producto de estas y otras actitudes y de las consiguientes buenas prácticas que
las acompañan. En nuestra mano está mantenerlo y, si es posible, acrecentarlo.
Yo hago votos porque así sea, y estoy seguro de que vosotros también. La
próxima ocasión la tenemos en La Vila, en septiembre. Hasta entonces, amigos.
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