La vida
está repleta de paradojas y contrastes. Ayer era 21 de junio y, como solemos
hacer desde hace años, pusimos pies en polvorosa. La ciudad estaba que ardía y,
particularmente, la zona en que vivimos rebosaba ruido y ‘despipote’ a
cualquier hora del día. Además del fragor fogueril, nuestro distrito acoge una atronadora
feria, que desde hace lustros machaca los tímpanos del vecindario diez o doce
horas diarias, desde que empieza la siesta hasta que concluye la música de la
barraca popular, hacia las cuatro de la mañana. A los incontrolados, incesantes
y hasta estremecedores truenos, masclets, cañitas, tracas chinas… de niños y
jovencitos y a las autoconsideradas ‘estrellas
del karaoke’ –que, ‘entonadas’ tras la mascletá y el aperitivo, monopolizan
los micrófonos de las barracas para malograr con sus berridos la siesta de los
vecinos–
se añaden los bocinazos, sirenas y demás reclamos de las denominadas
atracciones de feria (autos de choque, pulpos, látigos, trenes fantasma y demás
especímenes), que inmisericordemente se instalan todos los años en el
descampado que colinda con la hoguera y con nuestras casas, para mayor gloria
y/o lucro de quiénes las contratan y/o autorizan, sin otro miramiento que no
sea hacer caja y/o lo que apetezca a la concurrencia, sin reparar en los seguros
perjuicios que produce a terceros.
Y es
que ya se sabe que la fiesta es para vivirla, para participar en ella. Vista
desde la distancia pierde buena parte de su sentido y de su encanto. Por otro
lado, debo decir que en casa nunca hemos sido especialmente festeros, aunque es
verdad que cuando éramos más jóvenes nos involucrábamos más. Ahora vivimos
anotando en el debe muchos más enteros que en el haber, y por ello hace años
que vamos huyendo de las fiestas, especialmente de las denominadas mayores.
Tras
soportar la primera noche de verbena, nos despertamos a buena hora para
desayunar y terminar de recoger la casa. Eran poco más de las diez cuando
estábamos en la carretera. Como siempre, nos dirigimos al pueblo utilizando la
autovía interior hasta su enlace con la proveniente de Albacete, en los
alrededores de Xàtiva. Desde allí, atravesando la Costera y la Ribera Alta,
seguimos hasta el bypass que
circunvala el área metropolitana de Valencia recorriendo los diez o doce
quilómetros que llevan al enlace con la autovía de Madrid, que transitamos
hasta la salida de Cheste. Tras media hora comprando en el establecimiento de
Mercadona, provistos de los víveres necesarios, nos dirigimos a la rotonda que
enlaza con la carretera local CV177, cuyos veinte kilómetros de sinuoso trazado
remataron el viaje.
Apenas
sería la una y media del mediodía cuando dejábamos la carretera y nos
introducíamos por la calle Valencia. No encontramos en ella una sola alma, pese
a recorrerla de cabo a rabo, atravesar la Plaza y proseguir un centenar de
metros por la calle Larga hasta llegar a la puerta de nuestra casa. Casi medio
kilómetro sin atisbar señal alguna de vida humana. Es verdad que el termómetro
del coche señalaba entonces 34 grados al sol y que era la hora de comer según
la costumbre del lugar, pero siempre te queda la esperanza de que por lo menos
encontrarás abierto el bar de la Cooperativa Agrícola, que está junto a la
plaza, donde a esa hora suele apurar sus cervezas y refrescos su vetusta y
fidelísima clientela. Pues bien, esta vez no era así. Estaba cerrado a cal y
canto, sin señal alguna de vida. Supones que les habrá surgido algún imprevisto
a las personas que lo regentan. Deduces que hoy el servicio de último recurso
para los devotos de la caña que habitan esta zona del pueblo será el Hogar del
Jubilado, que se encuentra a escasos cincuenta metros del bar de la Cooperativa.
Y vuelves a errar porque también tiene echado el cerrojo. Sigues sin ver a
nadie, como si transitases por un lugar fantasmagórico.
No
es la primera vez que me sucede algo así. Hace años, cuando trabajaba en la
inspección educativa, viajaba a Valencia a menudo por requerimientos de la profesión.
En algunas ocasiones debía permanecer allí dos o tres días consecutivos y, para
ahorrarme un desplazamiento de casi cuatrocientos kilómetros diarios, optaba
por pernoctar en la casa del pueblo, que dista de la capital menos de
cincuenta. Tras cometer algún error de bulto, impropio de quien conoce la vida
de allí, que me dejó sin cenar alguna noche, aprendí con presteza que debía
proveerme de un par de bocadillos o de algún plato precocinado antes aventurarme
a llegar a casa con lo puesto, so pena de tener que dormir en ayunas. Pues
bien, en algunos de esos viajes, que fundamentalmente realizaba en invierno,
entraba al pueblo a las ocho de la tarde y salía a la misma hora de la mañana
siguiente sin encontrarme con nadie, como si se tratase de un pueblo
abandonado, inmerso en la quietud que caracteriza a los objetos inanimados,
solo quebrada en aquellas madrugadas –que ya no– por el traquetreo que originaba
la noctámbula actividad del hornero de la esquina y los maullidos lastimeros y
esporádicos de los cortejos nocturnos de los gatos.
Pese
a todo, la impresión de aislamiento que me ha embargado hoy ha sido mayor que
las que recuerdo del pasado. Cuando he dejado el coche en el garaje de mi
hermana, mientras he recorrido bajo un sol de justicia los escasos ciento
cincuenta metros que separan su casa de la nuestra, me he detenido en dos
ocasiones para cerciorarme cabalmente de que lo que percibía era verídico. Y es
que por no oírse, ni se oía el canto de los gorriones y de los estorninos. ¡No piaban
ni los pájaros! Incluso he llegado a pensar si no habrían decidido esconderse o
marcharse como parecía que habían acordado las personas. Afortunadamente, en la
segunda parada he descubierto prendidas de un cable del alumbrado a dos
golondrinas silenciosas, que parecían resignadas a respetar el sigilo reinante.
He respirado tranquilo y me he dicho a mi mismo: ¿No querías tranquilidad? ¡Pues aquí tienes el inasible, ansiado
y casi intimidante silencio!
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