miércoles, 14 de junio de 2017

Cuando el maíz se llama canaria

Cuentan que antes de la llegada de Quetzalcóatl los aztecas solo se alimentaban de las raíces que recolectaban y de los animales que cazaban. Desconocían el maíz, que permanecía oculto detrás de las montañas. Aseguran que los antiguos dioses intentaron apartar las montañas para hacerse con él, cosa que nunca lograron pese a su colosal fuerza. Conocedor del endémico problema, Quetzalcóatl escuchó con cabal sensibilidad las rogativas de su pueblo prometiéndole que conseguiría el maíz. El reto al que se enfrentaba estaba a la altura de su proverbial astucia, de ahí que para admiración de su celestial corte decidiese recurrir a la picardía y no a la fuerza para sortear las montañas. A tal efecto, se transformó en una hormiga y marchó cara a ellas recorriendo un camino repleto de dificultades y fatigas, que no lograron quebrar su determinación, espoleado por el recuerdo de las penurias y miserias que acuciaban a su pueblo. De ese modo logró sobrepasarlas y llegar hasta donde estaba el maíz. Dado que su himenóptera corporeidad no le permitía otra cosa, tomó un grano maduro entre las mandíbulas y emprendió el viaje de regreso. Llegó a su tierra exhausto y entregó el prometido tesoro a los hambrientos indígenas que, evidenciando una vez más su acreditada sabiduría, en lugar de comérselo lo plantaron. Pocos meses después obtuvieron el fruto de tan preciado tesoro y  de su no menos lúcida decisión. A partir de entonces cosecharon sistemáticamente el maíz, aumentando sus riquezas, haciéndose más fuertes y logrando ser más felices. Desde entonces los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, que les trajo el maíz.

La palabra maíz nos ha llegado casi con la misma forma con que la utilizaban los aborígenes americanos –mahíz–, con un significado equivalente a algo así como “lo que sustenta la vida”, que habla por sí mismo de la importancia de un cultivo que conocían  inmemorialmente los pueblos indígenas de toda América y que junto al arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno y el sorgo conforma las siete gramíneas que han alimentado a la humanidad a lo largo de la historia, y aún antes. Fue a partir de la conquista cuando lo importamos los europeos, extendiéndose su cultivo por el resto del mundo en pocas décadas. No se cuando llegó a Gestalgar, mi pueblo, aunque probablemente sería cuando lo poblaban los moriscos. Pese a la relevancia de su significado, allí el maíz no se llama tal, ni tampoco se denomina como en otros lugares de España, que lo mencionan con apelativos como danza, mijo, millo, oroña, panizo o zara, entre otros. Desconozco por qué, pero entre nosotros toda la vida de Dios se le feminizó el nombre, denominándolo “canaria”, de la misma manera que sucede en Villar del Arzobispo, Chelva o Domeño, todas ellas localidades serranas.

Desde mi niñez, y mucho más desde que estrené la adolescencia, tengo asociada la canaria a estas fechas finales de la primavera y al verano. En este tiempo menudeaban en la huerta los pequeños maizales que tenían como principal objeto atender una parte de la alimentación de los animales de corral, esencialmente gallinas, pollos, pavos y cerdos. Rara era la familia que no sembraba porque quién más y quién menos necesitaba de su imprescindible aporte a la subsistencia doméstica. De modo que en estos meses los mozalbetes, calzón en ristre, nos disponíamos a esclarecer los maizales por encargo expreso de nuestros padres, al tratarse de una faena sencilla que no consiste en otra cosa que en arrancar a mano las plantas que tras la siembra han crecido con menor prestancia, preservando la más robusta, que gana así espacio y condiciones para crecer sin competencia y con lozanía. Es decir, algo equiparable a una selección desnaturalizada.

A esa primera labor que se hacía tras la siembra, y además del riego, le seguía otra más cansina que se dilataba a lo largo de la estación estival hasta pocas semanas antes de la recolección, cuando el porte de las plantas hacía imposible realizarla sin perjudicarlas. Esa tarea no era otra que ‘rascar’ la canaria, una faena consistente en arañar superficialmente el suelo del bancal con una pequeña azada, para despojarlo de las hierbas que crecen espontáneamente en perjuicio de la labor, fundamentalmente ‘sorrejes’, verdolagas, ‘junza’, ‘escorihuela’…, cuyos nombres científicos y correctos sigo desconociendo. Algo similar hacíamos con las cebollas, casi siempre descalzos, porque así trabajábamos con mayor esmero, sintiendo en los pies desnudos el tacto de las plantas, tanto de las que debían preservarse como de las que había que prescindir. Aunque, todo sea dicho, de vez en cuando también percibíamos otras sensaciones menos agradables como los agudos pinchazos de algún que otro cardo, el escozor de las sempiternas ortigas y las “caricias” de otros afilados especímenes vegetales que nos sorprendían y espabilaban nuestras mientes.

Recuerdo con distante agrado los enormes sudores que acompañaban al repaso minucioso y superficial que con las pequeñas azadas hacíamos de los infinitos laberintos que dibujaban los surcos y los plantones. Retengo la caricia benévola que recibían los pies de aquel cernido mantillo, resultado de mil labores precedentes. Evoco el frescor de la humedad que brotaba de las entrañas de la tierra y que abducían las ardorosas y desnudas extremidades juveniles, también aliadas y visitantes frecuentes de las aguas que acompañaban permanentemente las acequias que construyeron nuestros antepasados en las cabeceras de las parcelas. Recuerdo aquel picor insufrible del polen que caído de las espiguillas se mezclaba con el sudor e irritaba sobremanera las doblegadas y juveniles espaldas, mucho antes de que el reloj del campanario anunciase el mediodía.

Rememoro las lluviosas jornadas invernales deshaciendo el maíz recolectado. Aquellas faenas en las que participábamos cuantos vivíamos en casa, cada cual con sus fuerzas, todos ‘panojón’ en ristre, erosionándonos las yemas de los dedos mientras desgranábamos las mazorcas que habían pasado el otoño oreándose en la cambra. Recuerdo los párvulos y precarios regalos enterrados por mi madre cada noche de reyes en los montones de aquel maná granulado y amarillo.

Como todos los años, cuando despuntan los primeros rigores del verano, me gusta andar descalzo por casa, sintiendo en los pies el frescor de las losas del suelo, que ellos agradecen muy especialmente, libres de la reclusión en que viven permanentemente entre calcetines y zapatos. Aunque hace muchas décadas que no practico las viejas faenas, cuando llegan estas fechas y me descalzo un tanto a hurtadillas, suelo recordar la proverbial frescura de aquellos campos de maíz, que además fueron proveedores de las hojas –chalas las denominan en algunos lugares de América, ‘callorfas’ en mi pueblo– con que se rellenaron algunos de los colchones que acogieron mis sueños adolescentes.

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