Cuentan
que antes de la llegada de Quetzalcóatl los aztecas solo se alimentaban de las raíces
que recolectaban y de los animales que cazaban. Desconocían el maíz, que permanecía
oculto detrás de las montañas. Aseguran que los antiguos dioses intentaron apartar
las montañas para hacerse con él, cosa que nunca lograron pese a su colosal
fuerza. Conocedor del endémico problema, Quetzalcóatl escuchó con cabal
sensibilidad las rogativas de su pueblo prometiéndole que conseguiría el maíz. El
reto al que se enfrentaba estaba a la altura de su proverbial astucia, de ahí
que para admiración de su celestial corte decidiese recurrir a la picardía y no
a la fuerza para sortear las montañas. A tal efecto, se transformó en una
hormiga y marchó cara a ellas recorriendo un camino repleto de dificultades y fatigas,
que no lograron quebrar su determinación, espoleado por el recuerdo de las penurias
y miserias que acuciaban a su pueblo. De ese modo logró sobrepasarlas y llegar
hasta donde estaba el maíz. Dado que su himenóptera corporeidad no le permitía
otra cosa, tomó un grano maduro entre las mandíbulas y emprendió el viaje de regreso.
Llegó a su tierra exhausto y entregó el prometido tesoro a los hambrientos
indígenas que, evidenciando una vez más su acreditada sabiduría, en lugar de
comérselo lo plantaron. Pocos meses después obtuvieron el fruto de tan preciado
tesoro y de su no menos lúcida decisión.
A partir de entonces cosecharon sistemáticamente el maíz, aumentando sus
riquezas, haciéndose más fuertes y logrando ser más felices. Desde entonces los
aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, que
les trajo el maíz.
La
palabra maíz nos ha llegado casi con la misma forma con que la utilizaban los
aborígenes americanos –mahíz–,
con un significado equivalente a algo así como “lo que sustenta la vida”, que
habla por sí mismo de la importancia de un cultivo que conocían inmemorialmente los pueblos indígenas de toda
América y que junto al arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno y el
sorgo conforma las siete gramíneas que han alimentado a la humanidad a lo largo
de la historia, y aún antes. Fue a partir de la conquista cuando lo importamos los
europeos, extendiéndose su cultivo por el resto del mundo en pocas décadas. No
se cuando llegó a Gestalgar, mi pueblo, aunque probablemente sería cuando lo
poblaban los moriscos. Pese a la relevancia de su significado, allí el maíz no
se llama tal, ni tampoco se denomina como en otros lugares de España, que lo
mencionan con apelativos como danza, mijo, millo, oroña, panizo o zara, entre otros. Desconozco por qué, pero entre nosotros toda la vida de Dios se le feminizó
el nombre, denominándolo “canaria”, de la misma manera que sucede en Villar del
Arzobispo, Chelva o Domeño, todas ellas localidades serranas.
Desde
mi niñez, y mucho más desde que estrené la adolescencia, tengo asociada la
canaria a estas fechas finales de la primavera y al verano. En este tiempo
menudeaban en la huerta los pequeños maizales que tenían como principal objeto atender
una parte de la alimentación de los animales de corral, esencialmente gallinas,
pollos, pavos y cerdos. Rara era la familia que no sembraba porque quién más y
quién menos necesitaba de su imprescindible aporte a la subsistencia doméstica.
De modo que en estos meses los mozalbetes, calzón en ristre, nos disponíamos a
esclarecer los maizales por encargo expreso de nuestros padres, al tratarse de una
faena sencilla que no consiste en otra cosa que en arrancar a mano las plantas
que tras la siembra han crecido con menor prestancia, preservando la más
robusta, que gana así espacio y condiciones para crecer sin competencia y con
lozanía. Es decir, algo equiparable a una selección desnaturalizada.
A esa
primera labor que se hacía tras la siembra, y además del riego, le seguía otra
más cansina que se dilataba a lo largo de la estación estival hasta pocas
semanas antes de la recolección, cuando el porte de las plantas hacía imposible
realizarla sin perjudicarlas. Esa tarea no era otra que ‘rascar’ la canaria,
una faena consistente en arañar superficialmente el suelo del bancal con una
pequeña azada, para despojarlo de las hierbas que crecen espontáneamente en
perjuicio de la labor, fundamentalmente ‘sorrejes’, verdolagas, ‘junza’, ‘escorihuela’…,
cuyos nombres científicos y correctos sigo desconociendo. Algo similar hacíamos
con las cebollas, casi siempre descalzos, porque así trabajábamos con mayor
esmero, sintiendo en los pies desnudos el tacto de las plantas, tanto de las
que debían preservarse como de las que había que prescindir. Aunque, todo sea
dicho, de vez en cuando también percibíamos otras sensaciones menos agradables
como los agudos pinchazos de algún que otro cardo, el escozor de las
sempiternas ortigas y las “caricias” de otros afilados especímenes vegetales
que nos sorprendían y espabilaban nuestras mientes.
Recuerdo
con distante agrado los enormes sudores que acompañaban al repaso minucioso y
superficial que con las pequeñas azadas hacíamos de los infinitos laberintos
que dibujaban los surcos y los plantones. Retengo la caricia benévola que
recibían los pies de aquel cernido mantillo, resultado de mil labores
precedentes. Evoco el frescor de la humedad que brotaba de las entrañas de la
tierra y que abducían las ardorosas y desnudas extremidades juveniles, también aliadas
y visitantes frecuentes de las aguas que acompañaban permanentemente las
acequias que construyeron nuestros antepasados en las cabeceras de las
parcelas. Recuerdo aquel picor insufrible del polen que caído de las
espiguillas se mezclaba con el sudor e irritaba sobremanera las doblegadas y
juveniles espaldas, mucho antes de que el reloj del campanario anunciase el
mediodía.
Rememoro
las lluviosas jornadas invernales deshaciendo el maíz recolectado. Aquellas
faenas en las que participábamos cuantos vivíamos en casa, cada cual con sus fuerzas,
todos ‘panojón’ en ristre, erosionándonos las yemas de los dedos mientras
desgranábamos las mazorcas que habían pasado el otoño oreándose en la cambra.
Recuerdo los párvulos y precarios regalos enterrados por mi madre cada noche de
reyes en los montones de aquel maná granulado y amarillo.
Como
todos los años, cuando despuntan los primeros rigores del verano, me gusta andar
descalzo por casa, sintiendo en los pies el frescor de las losas del suelo, que
ellos agradecen muy especialmente, libres de la reclusión en que viven permanentemente
entre calcetines y zapatos. Aunque hace muchas décadas que no practico las
viejas faenas, cuando llegan estas fechas y me descalzo un tanto a hurtadillas,
suelo recordar la proverbial frescura de aquellos campos de maíz, que además
fueron proveedores de las hojas –chalas las denominan en algunos lugares
de América, ‘callorfas’ en mi pueblo– con que se rellenaron algunos de los
colchones que acogieron mis sueños adolescentes.
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