miércoles, 7 de junio de 2017

Mi cuarto a espadas

Quienquiera que me conozca, cualquiera que me haya tratado mínimamente y que por lo que sea lea estos párrafos, pensará que me he trastornado o que algo gordo me ha debido suceder para hacerme desvariar así. Nada más lejos de la realidad. Lo que ahora mismo siento y pienso, lo que quiero argumentar y defiendo es que probablemente vivimos en la encrucijada vital más inestable que ha conocido la especie humana. Reparemos, si no, en las decenas de evidencias que lo demuestran. Señalaré solo una, la penúltima de las amenazas contra la supervivencia de la humanidad que ha protagonizado ese fulano llamado Trump (y los que con él van), ese energúmeno, permanentemente disfrazado de no sé qué, que de un día para otro, impulsado por intereses incalificables y espoleado por una gerontocracia repugnante, ha decidido hacer dejación de las ineludibles obligaciones que le impone el Acuerdo de París (2015), que firmó su predecesor en la presidencia de los Estados Unidos en el marco de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que establece medidas para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero a través de la mitigación, adaptación y resiliencia de los ecosistemas a efectos del calentamiento global a partir del año 2020, cuando finalice la vigencia del anterior Protocolo de Kioto (1997).

Este fulano, que no se sabe muy bien si está loco o solamente lo parece, ha decidido unilateralmente, como suele hacer su prepotente calaña, que va a seguir los dictados de su principal competidor comercial, la República Popular China. Como si la nación a la que representa –todavía la más poderosa del mundo (tal vez de ahí provenga su indecente lema electoral: First America!)– fuese equiparable a ese inmenso territorio en el que malviven y hasta ‘infraviven’ infinidad de gentes, atávicamente sometidas a las dictaduras y, tal vez por ello, inevitablemente condenadas a subsistir en un estado de ánimo general en el que importa lo mismo dos que veintidós. A ellos, el cambio climático les debe sonar como a mi el rosario de la aurora o el sursuncorda. ¡Cómo si no tuviesen otra cosa en qué pensar! Ya tienen suficiente con arreglárselas para respirar cada mañana, para echarse algo a la boca cada día, para encontrar un mínimo espacio en el que descansar unas horas o para remedar involuntariamente la vida de los gusanos, cuyo único leitmotiv es seguir respirando aún careciendo de pulmones y corazón.

Centenares de miles de años intentando progresar, ambicionando mejorar la vida de las generaciones futuras, para llegar a este aparentemente fatídico destino que desnaturaliza y despoja de sentido cualquier pretensión de la humanidad. Parece como que hoy todo vale nada porque se ha impuesto la perspectiva de que el mundo acaba mañana. Por si semejante dislate fuese poco, hemos depositado el futuro del planeta, el provenir de la especie, la posibilidad de seguir vivos y de compartir los inconmensurables recursos y las mil culturas que hemos engendrado los humanos en manos de un personaje cuyo mayor atributo es la maraña amarilla que corona su cabeza, que a veces parece una ensaimada y otras un alborotado y ralo penacho de crin vegetal.

No es necesario ser un premio nobel en Humanidades o Economía, ni un estratega político de campanillas para saber que sobran recursos en la tierra para asegurar comida y techo a la humanidad entera sin necesidad de esquilmar el planeta. No es la supervivencia del globo lo que está en juego sino la insaciable y desmesurada ambición de unos pocos, contagiada a una legión de idiotas, que solo ansían el lucro personal importándoles tres rábanos la vida de propios y extraños. El planeta existe todavía porque ha prevalecido a lo largo de su historia la ley de la supervivencia, que impulsa y protege la vida de cualquier ser animado por primario que sea. Lo terrible es que parece que muchísimos humanos nos hemos trastornado de verdad y no en apariencia, como yo. Sencillamente hemos dejado de pensar en el futuro, hemos olvidado el significado de la misma supervivencia: sin futuro no hay ni vida, ni esperanza, ni nada. 

Y si estas son las cartas con las que debemos jugar, además de discrepar radicalmente de las condiciones en que se juega la partida e intentando encontrar alguna salida plausible a tan disparatada timba, echo mi cuarto a espadas en una alternativa que considero incomparablemente más sensata y mejor que la ruleta rusa o cualquier otra aleatoria disyuntiva a la que nos sojuzgue el desgobierno planetario que sufrimos. Propongo que se someta al juicio de mil enfermos terminales, elegidos mediante muestreo aleatorio y proporcional a las personas que pueblan los cinco continentes, qué debe hacer la humanidad para intentar asegurar su futuro. Propongo que se les pregunte por el principal valor del ser humano que debe preservarse a toda costa y también por el legado que primordialmente desean dejar a sus hijos y a sus nietos. Y que los resultados de esa consulta, y las consecuentes disposiciones para materializarlos, sean vinculantes para todas las naciones, constituyendo la parte dispositiva de un único e inamovible compromiso universal sobre el futuro del planeta. Abogo por una actitud ecuménica de esta naturaleza que, aunque sea solamente por esta vez, haga primar por encima de cualquier otro interés una suerte de compromiso definitivo por la supervivencia. 

Si ello no fuera posible, desconozco cuál podría ser la salida del atolladero en que nos encontramos. No sé cómo lograr resolver la enorme paradoja de un presente con la mayor riqueza y poder jamás imaginados que, sin embargo, nos aboca a la simplista estupidez de acabar con nosotros mismos, haciendo inútil el potencial de unos recursos abrumadores, que vuelven a devenir tan embarazosos como el oro que Dionisos concedió al rey Midas. Como dijo en alguna ocasión mi admirado Francisco Ayala, “éstas son incógnitas que la divina providencia, la fortuna o la pura casualidad deberán despejar, ya que los hombres no parecemos dispuestos ni siquiera a intentarlo con los recursos del ingenio y de la buena voluntad”.


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