sábado, 10 de junio de 2017

De tontos y embusteros, o de ambas cosas

Las Aventuras del Barón de Münchhausen es un libro breve que se lee de una sentada y que consigue dibujarnos en la cara una sonrisa permanente, solo interrumpida de vez en cuando por las carcajadas que provocan las fantásticas y descabelladas peripecias que cuenta el protagonista, uno de los héroes más ingenuos y embusteros imaginable: Karl Friedrich Hieronymus, un barón alemán que en su juventud fue paje del duque de Brunswick-Luneburgo y que posteriormente se alistó en el ejército ruso, sirviendo en él hasta 1750 tras participar en dos campañas militares contra los turcos. A su regreso relató algunas de sus aventuras con amplias dosis de imaginación. Contó hazañas tan asombrosas como que había cabalgado sobre una bala de cañón, matado varios pares de patos de un solo tiro, viajado dos veces a la Luna, vuelto del revés a ciertas fieras, recorrido el fondo del mar o escapado de una ciénaga tirando de su propia coleta. Tomando como pretexto esos relatos, Rudolf Erich Raspe, bibliotecario, escritor y estafador alemán, creó un personaje literario a caballo entre el superhombre y el antihéroe, entre la comicidad y la bufonada, que se consagró como mito de la literatura infantil, siguiendo en cierta manera la tradición de El Quijote o de Gulliver, a través del relato de las disparatadas aventuras de uno de los héroes más farsantes que conocemos.

Por otro lado, en el castellano son numerosas las frases despectivas para aludir a las personas con mermada inteligencia o evidente simpleza. Personajes como “el Tonto del bote”, “Perico el de los palotes”, “el Bobo de Coria” o “Abundio” son producto de la mordacidad de las gentes para designar a personajes, reales o imaginarios (que de todo hay), que forman parte de la tradición o del folklore en tanto que prototipos de la estupidez. Desde Navarra a Sevilla, pasando por Madrid y otras provincias, estos involuntarios cómicos ejemplifican diferentes grados y matices de la ingenuidad o de la simpleza.

La pulsión creativa de la humanidad no cejará mientras exista. Las historias que  diariamente protagonizan las personas engrosan y agradan el acervo cultural o el anecdotario, filtradas por los particulares anteojos que cada contexto histórico hace valer para preservar lo que las circunstancias afloran como significativo o definitorio de una determinada coyuntura.

Este dilatado preámbulo viene a cuento de las reflexiones que me ha motivado la reciente sentencia del Tribunal Constitucional, declarando inconstitucional la amnistía fiscal promulgada por el gobierno del PP en marzo de 2012. Para no hacerme excesivamente pesado, para argumentar su alcance, utilizaré con brevedad cuatro datos que comentaba eldiario.es, en abril de 2015.

Primero. Un honrado ciudadano español que tenga la suerte de trabajar paga en el impuesto de la renta entre el 20% y el 47% de su salario. Un inversor que viva de las rentas de su capital, entre el 20% y el 24%. A estos porcentajes hay que sumar el IVA, el IBI, la gasolina y unos cuantos impuestos más. ¿Cuánto paga un defraudador? La amnistía fiscal del Gobierno de Rajoy permitió perdonar el fraude a cambio de abonar el 10%. Y lo peor es que este insultante porcentaje ni siquiera fue verdad porque el Gobierno rebajó aún más esa ridícula penalización. En vez de un 10% de todo el dinero sin declarar, Montoro lo dejó en el 10% de los intereses que hubiese generado ese dinero negro durante los últimos tres años. Evidentemente, no es igual ni mucho menos.

Segundo. El Gobierno permitió también que el dinero en efectivo se pudiese acoger a la amnistía fiscal. Bastaba con declarar que tenías los fajos de billetes desde antes de 2010. Obviamente, fue un enorme agujero por el que se coló fundamentalmente dinero del narcotráfico, de la trata de personas, de la venta de armas, de la corrupción y de todo tipo de actividad criminal... porque el trabajo honorable no suele producir semejantes tesoros.  

Tercero. El Gobierno al que pertenece el ínclito ministro Montoro esperaba recaudar con su genial idea 2.500 millones de euros. La cifra real no llegó ni a la mitad porque, para pasmo de propios y extraños, Hacienda solo recolectó 1.191 millones de los 40.000 millones de euros que se “regularizaron” con la amnistía.

Cuarto. Los defraudadores “perdonados” por Montoro (entre los que se encuentran personas honorables como Rato, Bárcenas, los Pujol…) solo pagaron al fisco un 3% de media. Es decir, hasta cuando los ciudadanos compramos una barra de pan, que se grava con el IVA superreducido del 4%, pagamos más que los mangantes  amparados por el PP.

Por si esto no fuera suficiente, y pese a declarar enfáticamente en la misma sentencia que “la amnistía fiscal supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de sostener el gasto público”, la resolución del Tribunal Constitucional no modifica en absoluto los efectos de la referida amnistía de 2012, haciendo prevalecer el principio de seguridad jurídica sobre el deber constitucional de contribuir al sostenimiento del Estado. Ingenuamente, en mi tontuna, me pregunto: si nadie contribuye al sostenimiento del Estado, ¿para qué queremos la seguridad jurídica si acabará por no existir ni Estado ni nada quese le parezca y que se pueda asegurar? ¿O es que no es eso, sino que todo se fía a la incontrovertible certeza de que siempre habrá una legión de tontos silenciosos que seguiremos manteniendo al Estado para que unos cuantos listos y sinvergüenzas se aprovechen de él?

Las ocurrencias de Abundio, llevando uvas de postre cuando iba a vendimiar o vendiendo el coche para comprar gasolina, son trivialidades comparadas con las tragaderas que hemos desarrollado los ciudadanos de este país para con la clase política y con la administración de justicia. La capacidad de resignación y autoengaño de la ciudadanía –que cada vez dudo más que merezca tal nombre– deja en mantillas las ocurrencias del Bobo de Coria cuando construía puentes sobre ríos inexistentes, o la desvergüenza del Barón de Münchhausen intentando hacer creíbles sus inconcebibles aventuras. Me queda la esperanza de que algún conspicuo compatriota encuentre alguna frase chusca que, incorporada al acerbo popular, haga pasar a la historia, como merecen, al señor Montoro, al PP y a algunos eximios tribunales de este país.

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