jueves, 15 de junio de 2017

Elogio de la siesta y del civismo

Ador, (del árabe ad-dūr; “las casas”) es un pequeño municipio del suroeste de la comarca de la Safor, situado al pie de la sierra del mismo nombre, justo donde confluye con el río Serpis. Actualmente lo pueblan alrededor de 1300 habitantes, que viven fundamentalmente de la agricultura, y muy especialmente de los naranjos. Obviamente, no son tan ramplonas características las que han puesto a esta pequeña localidad en el mapa de la notoriedad, sino una vetusta costumbre de sus vecinos que, aunque es ampliamente compartida por los de otros muchos pueblos y ciudades, aquí sigue siendo casi una religión: la siesta.

Para facilitarla, desde hace casi tres décadas, cuando se acerca el verano, aproximadamente a las 13:30 h. de cada día, el polifacético guardia municipal recuerda por la megafonía pública el bando de la alcaldía que insta a los vecinos a mantener a los niños en casa y a bajar a niveles aceptables el volumen de sus televisores y equipos de música, desde las 14 a las 17 horas. Alcalde, vecinos y empleado municipal aseguran que el edicto tiene una gran aceptación y que se respeta por parte de todos.

Sin embargo, los expertos opinan que a veces los ayuntamientos españoles parecen obsesionados por regular los comportamientos de los ciudadanos hasta detalles delirantes. Ponen como ejemplo cierto bando que prohíbe dar portazos a la hora de la siesta y se preguntan por la etiología de este frenesí regulador, que unas veces atribuyen a la presión social y otras a un trasnochado paternalismo. En general, consideran que el ‘ordenancismo’ es poco eficaz y que apenas contribuye a mejorar la convivencia.

Jordi Beltrán, El sentido del civismo
No hace mucho que una investigadora de políticas públicas y de seguridad de la Universidad Autónoma de Barcelona aseguraba que con la excusa de asegurar el civismo nos lo estamos cargando.  Argumentaba al respecto que, tradicionalmente, si el vecino tenía la música alta, subías a su casa, tocabas a la puerta, le explicabas que tenías que levantarte temprano y le pedías que bajara el volumen. Normalmente él lo entendía, lo hacía y todo quedaba resuelto. Sin embargo, hoy te dicen que ese asunto está regulado y te recomiendan que llames a la policía. Evidentemente, suele ser así. Pero probablemente ello obedece a que en algunos barrios de las ciudades no está el asunto como para subir al piso de arriba y decirle al vecino que modere sus impulsos.

La misma investigadora refiere que cada vez hay más políticos que vinculan la seguridad con el incivismo para obtener réditos electorales. Pretensión de la que, según ella, son cómplices, voluntarios e involuntarios, los medios de comunicación, que amplifican la difusión de esa tendencia. A su juicio, la ‘sobrecobertura’ mediática de pequeños sucesos o de conflictos, bien entre culturas o bien intergeneracionales, genera una ‘sobreatención’ política que activa una alarma social sin base objetiva porque, según ella, ni han aumentado los delitos ni las víctimas. No dudo que globalmente sea así pero, en mi opinión, no puede negarse que en ciertos lugares no lo parece. Recuérdense si no territorios estigmatizados como Salou, Magaluf, Benidorm y otros municipios ribereños del Mediterráneo, las plazas mayores de muchas ciudades, o la calle Castaños de Alicante, sin ir más lejos.

Por otro lado, algunos investigadores del tema consideran que con la mejor de las voluntades a veces se logra exactamente lo contrario de lo que se pretende. Insisten en que en España, replicando lo que sucede en otros países europeos, existe una voluntad evidente de controlar los comportamientos en el espacio público, pese a que la eficacia de esas normas es más que cuestionable. Aseveración con la que estoy de acuerdo. Por eso, defienden que los políticos deben decidir si ello es una herramienta útil. Yo opino lo mismo y apostillo, además, que las normas cuyo cumplimiento no se puede o no se quiere garantizar es mejor no promulgarlas. Aunque ellos todavía van más allá y advierten que la promesa de seguridad nunca se puede cumplir porque es como vender el alma al diablo: te salva un rato, pero te hunde después. En esto, no estoy de acuerdo. Creo que se puede estimar perfectamente hasta donde es posible comprometerse, y cumplir con lo prometido.

Comparto más otras opiniones que abogan por que haya pocas leyes, pero que se apliquen y se cumplan. Dicho de otra manera, entre la tolerancia cero y la impunidad me decanto por la solución que propone un profesor de la Universidad de Lleida que recomienda la tolerancia tres, es decir, contar hasta tres y actuar con contundencia si la cosa es grave, pero ofrecer antes la oportunidad de rectificar a quienes se han podido equivocar, y preguntarse por qué ocurre para tratar de evitarlo. Un proposición que me parece no solamente aplicable a la convivencia en los municipios, sino a las relaciones familiares, a la vida en las ciudades y hasta al conjunto de los comportamientos ciudadanos en cualquier territorio.

Lo cierto es que no parece que sea ese el espíritu de las ordenanzas al uso, que coinciden en afanarse en desmenuzar la regulación del consumo de alcohol, la prostitución, la mendicidad, los patines, balones y grafitis, el ruido o las necesidades fisiológicas, copiándose por lo general unas de otras. Por otro lado, además de incluir una prolija relación de comportamientos variopintos y asimétricos (molestos, alegales e ilegales), incluyen definiciones tan amplias que, al final, es el agente de la autoridad o el alcalde en cuestión quien acaba siendo el encargado de interpretar las conductas y decidir si son sancionables. Dicho de otro modo: las decisiones administrativas y cívicas se supeditan al criterio moral de la autoridad competente, cosa que evidentemente no es de recibo en un estado de derecho.

¡Qué complejo es casi todo en la vida ciudadana! Con lo sencilla que resulta la rutina diaria en las pequeñas localidades, como Ador: un simple bando recuerda una decisión razonable que beneficia a la inmensa mayoría, y problema solucionado. Pero se dirá aquello de que una cosa son los pueblos y otras las grandes urbes. Sin duda, pero también se puede argüir que a cada cual lo suyo. ¿Por qué, entre otras muchas cosas, no hacer que la gestión del interés general y de la convivencia en las ciudades se simplifique y se asemeje a la de los pueblos pequeños? ¿Por qué no acercar parte de los recursos y las ventajas que tienen las ciudades a las pequeñas localidades? ¡Ah, claro!, porque eso sería ordenar o planificar el territorio con la vista puesta en el interés general. ¿Cómo se me habrá ocurrido plantear semejante dislate en un país de incuestionable vocación urbanita, atávicamente desgobernado, políticamente insensible y que se ofrece sin desmayo ni rebeldía a los recalcitrantes abusos y saqueos de pícaros, especuladores y rufianes?

No hay comentarios:

Publicar un comentario