Ador,
(del árabe ad-dūr; “las casas”) es un pequeño municipio del suroeste de
la comarca de la Safor, situado al pie de la sierra del mismo nombre, justo donde
confluye con el río Serpis. Actualmente lo pueblan alrededor de 1300
habitantes, que viven fundamentalmente de la agricultura, y muy especialmente
de los naranjos. Obviamente, no son tan ramplonas características las que han
puesto a esta pequeña localidad en el mapa de la notoriedad, sino una vetusta
costumbre de sus vecinos que, aunque es ampliamente compartida por los de otros
muchos pueblos y ciudades, aquí sigue siendo casi una religión: la siesta.
Para
facilitarla, desde hace casi tres décadas, cuando se acerca el verano, aproximadamente
a las 13:30 h. de cada día, el polifacético guardia municipal recuerda por la
megafonía pública el bando de la alcaldía que insta a los vecinos a mantener a
los niños en casa y a bajar a niveles aceptables el volumen de sus televisores
y equipos de música, desde las 14 a las 17 horas. Alcalde, vecinos y empleado municipal
aseguran que el edicto tiene una gran aceptación y que se respeta por parte de
todos.
Sin
embargo, los expertos opinan que a veces los ayuntamientos españoles parecen
obsesionados por regular los comportamientos de los ciudadanos hasta detalles
delirantes. Ponen como ejemplo cierto bando que prohíbe dar portazos a la hora
de la siesta y se preguntan por la etiología de este frenesí regulador, que
unas veces atribuyen a la presión social y otras a un trasnochado paternalismo.
En general, consideran que el ‘ordenancismo’ es poco eficaz y que apenas
contribuye a mejorar la convivencia.
Jordi Beltrán, El sentido del civismo |
No
hace mucho que una investigadora de políticas públicas y de seguridad de la Universidad
Autónoma de Barcelona aseguraba que con la excusa de asegurar el civismo nos lo
estamos cargando. Argumentaba al
respecto que, tradicionalmente, si el vecino tenía la música alta, subías a su
casa, tocabas a la puerta, le explicabas que tenías que levantarte temprano y le
pedías que bajara el volumen. Normalmente él lo entendía, lo hacía y todo
quedaba resuelto. Sin embargo, hoy te dicen que ese asunto está regulado y te
recomiendan que llames a la policía. Evidentemente, suele ser así. Pero probablemente
ello obedece a que en algunos barrios de las ciudades no está el asunto como para
subir al piso de arriba y decirle al vecino que modere sus impulsos.
La misma
investigadora refiere que cada vez hay más políticos que vinculan la seguridad con
el incivismo para obtener réditos electorales. Pretensión de la que, según
ella, son cómplices, voluntarios e involuntarios, los medios de comunicación,
que amplifican la difusión de esa tendencia. A su juicio, la ‘sobrecobertura’
mediática de pequeños sucesos o de conflictos, bien entre culturas o bien intergeneracionales,
genera una ‘sobreatención’ política que activa una alarma social sin base
objetiva porque, según ella, ni han aumentado los delitos ni las
víctimas. No dudo que globalmente sea así pero, en mi opinión, no puede negarse
que en ciertos lugares no lo parece. Recuérdense si no territorios estigmatizados
como Salou, Magaluf, Benidorm y otros municipios ribereños del Mediterráneo, las
plazas mayores de muchas ciudades, o la calle Castaños de Alicante, sin ir más
lejos.
Por
otro lado, algunos investigadores del tema consideran que con la
mejor de las voluntades a veces se logra exactamente lo contrario de lo que se
pretende. Insisten en que en España, replicando lo que sucede en otros países
europeos, existe una voluntad evidente de controlar los comportamientos en el
espacio público, pese a que la eficacia de esas normas es más que cuestionable.
Aseveración con la que estoy de acuerdo. Por eso, defienden que los políticos
deben decidir si ello es una herramienta útil. Yo opino lo mismo y apostillo,
además, que las normas cuyo cumplimiento no se puede o no se quiere garantizar
es mejor no promulgarlas. Aunque ellos todavía van más allá y advierten que la
promesa de seguridad nunca se puede cumplir porque es como vender el alma al
diablo: te salva un rato, pero te hunde después. En esto, no estoy de acuerdo.
Creo que se puede estimar perfectamente hasta donde es posible comprometerse, y
cumplir con lo prometido.
Comparto
más otras opiniones que abogan por que haya pocas leyes, pero que se apliquen y
se cumplan. Dicho de otra manera, entre la tolerancia cero y la impunidad me
decanto por la solución que propone un profesor de la Universidad de Lleida que
recomienda la tolerancia tres, es decir, contar hasta tres y actuar con contundencia
si la cosa es grave, pero ofrecer antes la oportunidad de rectificar a quienes
se han podido equivocar, y preguntarse por qué ocurre para tratar de evitarlo. Un
proposición que me parece no solamente aplicable a la convivencia en los
municipios, sino a las relaciones familiares, a la vida en las ciudades y hasta
al conjunto de los comportamientos ciudadanos en cualquier territorio.
Lo
cierto es que no parece que sea ese el espíritu de las ordenanzas al uso, que
coinciden en afanarse en desmenuzar la regulación del consumo de alcohol, la
prostitución, la mendicidad, los patines, balones y grafitis, el ruido o las
necesidades fisiológicas, copiándose por lo general unas de otras. Por otro
lado, además de incluir una prolija relación de comportamientos variopintos y
asimétricos (molestos, alegales e ilegales), incluyen definiciones tan amplias
que, al final, es el agente de la autoridad o el alcalde en cuestión quien acaba
siendo el encargado de interpretar las conductas y decidir si son sancionables.
Dicho de otro modo: las decisiones administrativas y cívicas se supeditan al
criterio moral de la autoridad competente, cosa que evidentemente no es de
recibo en un estado de derecho.
¡Qué
complejo es casi todo en la vida ciudadana! Con lo sencilla que resulta la
rutina diaria en las pequeñas localidades, como Ador: un simple bando recuerda
una decisión razonable que beneficia a la inmensa mayoría, y problema
solucionado. Pero se dirá aquello de que una cosa son los pueblos y otras las
grandes urbes. Sin duda, pero también se puede argüir que a cada cual lo suyo.
¿Por qué, entre otras muchas cosas, no hacer que la gestión del interés general
y de la convivencia en las ciudades se simplifique y se asemeje a la de los
pueblos pequeños? ¿Por qué no acercar parte de los recursos y las ventajas que
tienen las ciudades a las pequeñas localidades? ¡Ah, claro!, porque eso sería ordenar
o planificar el territorio con la vista puesta en el interés general. ¿Cómo se
me habrá ocurrido plantear semejante dislate en un país de incuestionable
vocación urbanita, atávicamente desgobernado, políticamente insensible y que se
ofrece sin desmayo ni rebeldía a los recalcitrantes abusos y saqueos de pícaros,
especuladores y rufianes?
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