sábado, 1 de julio de 2017

De apodos, sobrenombres y alias

Todos tenemos conocidos y amigos a los que aludimos y recordamos más por sus apodos que por sus propios nombres. No es infrecuente que en el curso de una conversación mencionemos a alguna de esas personas y que, inmediatamente, nos preguntemos por su olvidado y auténtico nombre. Patrimonializar un apodo no supone nada particularmente especial, aunque no todo el mundo lo tenga, ni lo viva de la misma manera. Algunas personas aparentan estar satisfechas con que se les conozca con el mote que su propia familia o sus amigos le atribuyeron en la infancia o en la adolescencia. En cambio, otras pugnan con denuedo por eludir un atributo que desaprueban y que les resulta molesto.

Los apodos, sobrenombres o motes son maneras aparentemente cariñosas de discriminar a los demás, pero, a la vez, son artificios sutiles para agredirlos. Porque quienes endosan sobrenombres a otros, remarcando alguno de sus rasgos, defectos o características, aparentes o auténticos, en el fondo no pretenden otra cosa que humillarlos, situarlos en un plano de inferioridad respecto a ellos. Poner apodos significa ejercitar una conducta, inconsciente e irreflexiva, cuyos resultados pueden acompañar a otra persona toda su vida causándole perjuicios más o menos graves, ya que, además de ser una determinación ajena a su voluntad –porque jamás se le consulta–, de algún modo busca ridiculizarla y en ocasiones llega a degradarla. La atribución de los sobrenombres responde a un proceso que arraiga de la convicción –más o menos consciente y/o intencionada– de que cuanto mayor sea el fracaso de quienes nos rodean y más torpes se muestren, mejor nos sentiremos quienes nos percibimos mermados de atributos que nos enorgullezcan. Dicho de otro modo, generalmente, quienes “ponen” motes a los demás suelen ser individuos con poca personalidad, baja autoestima, escasas capacidades y/o desequilibrios socioemocionales.

Es evidente que los apodos afectan a la autoestima, generan problemas de identidad y, si son discriminatorios o señalan defectos personales (físicos o psíquicos), llegan a ser ofensivos y degradantes. En ocasiones hasta dejan una huella profunda a nivel neuronal que condiciona la conducta, especialmente cuando son la familia o las personas queridas quienes asignan el alias, desencadenando una presión emocional que acaba convenciendo al sujeto de que jamás logrará ser alguien diferente.

Nadie debería ejercitar la potestad de llamar a los demás como le dé la gana. Cada cual tiene su nombre, que generalmente han elegido sus progenitores según sus gustos y las particulares circunstancias que concurren en cada caso. Y, al menos en las sociedades democráticas, todos tenemos la capacidad de cambiárnoslo si no nos agrada. Antes de intentar poner un sobrenombre, cualquier persona debería reflexionar mínimamente al respecto, intentando ponerse en el lugar del otro y tomando conciencia cabal de que puede estar asignándole un carga que le acompañará buena parte de su vida. Aunque, evidentemente, no siempre es así. En algunas ocasiones los alias no son servidumbres sino ingeniosidades que acompañan a las gentes, aunque no se les haya consultado para su atribución.

Otra cosa son los apodos que asignan los padres o familiares a sus retoños. En estos casos debieran tomarse en consideración ciertos detalles. Convendría preguntarse, por ejemplo, si el niño se sentirá a gusto con el sobrenombre elegido, si le evocará aspectos positivos o desagradables, si añadirá elementos de estrés a su desarrollo, o si afectará a sus crisis identitarias. En general, son poco recomendables las conductas improvisadas e irreflexivas, o el seguidismo acrítico de las modas eventuales (reclamar la atención de los niños con estridencias, reconvenirles con modales autoritarios, estimularles con griteríos y aspavientos, etc.) Bien al contrario, lo que parece pertinente es permanecer atentos a lo que demanda su proceso evolutivo. Y si el afectado muestra desagrado con su alias, por mencionar un detalle, debe optarse, sin ambages ni dilación, por desechar su uso en beneficio del propio nombre.

Es indiscutible que a veces, cuando se acierta en la maneras de apelar a las características físicas, étnicas o psicológicas de alguien de manera cariñosa o perspicaz, los apodos son divertidos y añaden un matiz psicológico saludable a la vida de cualquier persona. Pero no siempre es así. En otras ocasiones esas apelaciones –incluso las bienintencionadas– pueden dar lugar a formas de intimidación, de erosión de la autoestima. Y ello debe evitarse porque no tienen justificación. No se puede tolerar que se ofenda o se destruya la autoestima de quién se siente negativamente aludido, bien por su propia sensibilidad o por lo ofensivo del apodo.

Créanme, sé de lo que hablo. Tendría dieciséis o diecisiete años cuando alguno de mis compañeros de promoción determinó que me cuadraba el apodo de “Chulo”, uno más que añadir a los cuatro o cinco que arrastraba “de familia” y desde el pueblo. Con ese sobrenombre me conocieron y me conocen ellos, y otras gentes que frecuenté y con las que interaccioné entonces y después. Inicialmente, tal vez por la fuerza de lo inevitable, acepté con cierta complacencia tan prepotente apelativo. Para que se entienda mi discordante actitud, insistiré en la edad que tenía cuando me lo atribuyeron, en que era el menor de cuantos compartíamos aula, en que acababa de llegar a una ciudad con más de doscientos mil habitantes desde un pueblo con apenas mil trescientos, etc.  Comprenderán que el epíteto “chulo”, como carta de presentación, no era mala cosa para intentar hacerme con un lugar respetable en este, para mi entonces, “territorio comanche”.

Obviamente, creo que también se entenderá que algunos años después, felizmente alcanzada la “normalidad”, no me sintiese ni particularmente identificado, ni justamente ponderado con ese calificativo. Es más, una vez adaptado al nuevo ecosistema y habiéndome rodado las cosas razonablemente bien, pasé lustros tratando de desproveerme de un título que no me gustaba, ni me complacía, porque casi siempre he creído que no me hacía justicia. Eso sí, con cautela y con calculada circunspección. Y creo que lo conseguí en buena medida, aunque ciertamente, a estas alturas de la vida, me da lo mismo porque mi condición de sexagenario es incompatible con tales fruslerías. Ahora bien, aviso para navegantes: cuidado con las frivolidades, pueden hacer mucho daño.

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