Algunas
miradas parecen no ver nada, solo quienes las poseen saben lo que ven, suponiendo
que quieran ver algo. María es una mujer que asocio a una silla de tijera de
color azul en la que permanece sentada largas, larguísimas horas, casi siempre
en el mismo sitio, o al menos me lo parece. Cada vez que paso por el barrio,
allí está, sola, sobre la acera, a la izquierda del portal que presumo que da
acceso a su vivienda, bajo una estrecha ventana malprotegida por una reja herrumbrosa
y enclenque. Largas horas sentada en su silla, pegada a la pared, sin
recostarla, sin despegar del respaldo su envarada y desgastada anatomía. De
pelo canoso y ensortijado, no cumplirá los setenta, aunque aparenta bastante
más edad. Su desmangado y estampado
vestido deja ver unos brazos de piel oscura y ajada, que alarga de vez en
cuando para echarle mano a una botella de agua que parece esperar pacientemente
que decida llevársela a la boca. Posee una mirada extraviada, casi perdida en
el restringido espacio que delimita una calle con coches aparcados a ambos
lados y aceras de metro y medio. Un territorio relativamente angosto e incómodo
que conoce como la palma de su mano, aunque no lo transite y apenas lo vea.
Allí permanece horas y horas, días y días, semanas y semanas, dirigiendo su
anhelante mirada –paradójicamente perdida y anodina– hacia las escasas personas que transitan
el precario escenario que delimita su existencia, expuesta a la intemperie de
calimas y fríos. Ese es el lugar sobre el que esparce diariamente su mirada
sorda, el breve habitáculo que acoge su insustancial e imperceptible biografía.
Caravaggio, Entierro de Santa Lucía |
Cada
vez encuentro más Juanes y Marías por la calle. Me sorprende a menudo la
cantidad de personas que parecen haber perdido la alegría, cuyos rostros y
ademanes revelan las dolientes circunstancias que seguramente atraviesan. No sé
si ello es causa del creciente envejecimiento de la población o es consecuencia
de la involución del conjunto de la sociedad, que parece regresar
paulatinamente al horizonte pretérito de hace pocos siglos, cuando carecía de sentido
una aspiración que hoy, por lo menos en las sociedades occidentales, se ha
consolidado como un derecho irrenunciable de las personas: aspirar a ser
felices. Sorprendentemente, apenas unos centenares de años han sido suficientes
no solo para hacer de la felicidad un emocionante derecho sino incluso para convertirla
en una mercancía, en un objeto de consumo, que hay que adquirir para evitar ser
un paria.
No
sé si es porque la felicidad está de moda o porque los humanos somos seres
forjados para lograrla, pero de la misma manera que veo Marías y Juanes cuyos
rostros reflejan el sufrimiento de sus vidas, también observo otros Juanes y Marías que no aparentan que subsisten en auténticos valles de lágrimas.
Desconozco si ello se debe a que, como dicen los expertos, un tercio de la
felicidad se debe a la genética; o si obedece a que, como aseguran otros, las mayores
tasas de felicidad se concentran en los veinte primeros años de vida y en los
que siguen a los cincuenta/sesenta. O tal vez sea que, aunque la felicidad se
asocia en exceso a que las cosas rueden bien, algunos, muy inteligentemente,
entienden que no todo depende de ello, y ni siquiera de nosotros mismos. Estos
saben que debemos poner mucho de nuestra parte para encarar los desafíos que
nos plantea la vida. Y es que, pese a que algunos se empecinen en negarlo, nadie
puede ser feliz a todas horas. Quizá hay muchos más Juanes y Marías de los que
pensamos, que aprendieron que en el camino para lograr la felicidad no solo se
encuentran las satisfacciones sino que también crecen las emociones negativas y
no pocos sinsabores que es imposible evitar.
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