domingo, 2 de julio de 2017

Tormenta de verano

Hace dos semanas que estamos ardiendo, o casi. Las mujeres y los hombres del tiempo, con sus apariencias, posmodernas o carpetovetónicas, que de todo hay, se esfuerzan en disimular su atribulado desconcierto y publicitan casi diariamente la inusual proliferación de alertas naranja en este debut de la temporada estival. 

Cuando todavía no hemos metabolizado el reflujo del precoz verano, cuando intempestivamente, tal vez para confundirnos, sobreviene la primera tormenta, que ni siquiera puede calificarse de tal porque ni la hoja del calendario, ni la hora en que ha precipitado, ni el impacto que ha producido aportan méritos suficientes para acreditarla, aquí estamos: un año más viejos y con un punto añadido de perplejidad. No sé si como consecuencia de las ironías de la naturaleza, que jamás dejará de sorprendernos, o porque ya nada es lo que era; y todavía lo será mucho menos si seguimos empecinándonos en tocarle los inciertos ovarios/cataplines a la madre naturaleza o al padre clima, como se prefiera.

Ahora bien, como invoca el viejo refrán, no hay mal que por bien no venga. Pocas cosas intimidan como lo hace el chasquido del rayo o la rimbombante majestuosidad del trueno, del repentino estruendo que amedrenta campos y ciudades mientras se pierde en la levedad de la atmósfera. Pocas son las sensaciones equiparables a la lluvia precipitándose hirientemente sobre el rostro, aguijoneándolo y haciéndonos sentir la desabrida –y, paradójicamente, complaciente– crudeza de la intemperie. Pocas impresiones tan placenteras como la del chaparrón inesperado que lo inunda todo y empapa las ropas, que nubla la vista y aturulla el movimiento, que turba pasajeramente el curso cotidiano de las cosas.

Siempre me asombra que en tan pocos minutos la brisa que mecía plácidamente las ínfimas hojas de los pinos o las airosas ramas de las palmeras, el hálito que hacía temblar la amarillenta tonalidad de las flores de las acacias, se mude en racha huracanada que desaira a lo que se le opone y arrambla con cuanto interfiere en su camino. Me fascina y me acobarda a partes iguales. Y todavía me sorprende más que, minutos después, lo que percibía como amenaza cierta -que tantas veces acaba siendo muchísimo más que un infortunado augurio- se torne en quietud y templanza, tantas veces obscenamente sobrepuestas a paisajes desolados por el brutal impacto de las efímeras tempestades.

Me desconcierta oír el aterrador chasquido del rayo, la luz cegadora de su fulgurante destello precipitándose sobre el pararrayos. Me excita el apresuramiento de la gente sorprendida por los primeros goterones y sus atribuladas reacciones para guarecerse de la lluvia. Me conmueve ver a las personas hurgar en sus bolsos rebuscando nerviosamente, descubrirlas intentando habilitar con impericia ínfimos y destartalados paraguas, o porfiar por ocupar las marquesinas de las paradas del autobús, o correr atropelladamente intentando llegar a los vehículos que les esperan mal estacionados. Me asombra que, de repente, se imponga el desasosiego, la improvisación, la nerviosidad. Es como si se instituyese un estado de atónita incredulidad, como si triunfase un monstruoso aturdimiento, como si se obnubilasen las entendederas de la mayoría de las personas, desencadenándose un auténtico happening: unos intentando escapar de lo que se les viene encima, otros guareciéndose prudentemente a la espera de que escampe el zafral; los más, montados en sus vehículos, impertérritos, ajenos a la amenaza de la tempestad, como si no fuese con ellos, trazando con los neumáticos de sus motorizados corceles huellas infinitas sobre el agua que cubre las arterias de asfalto.

Absorto y resguardado en la terraza de casa, en pocos minutos observo cómo se diluyen las escenificaciones. Una pareja que avanzaba con paso apresurado se detiene y se desentiende de un añejo paraguas dejandolo junto al contenedor de basura. Los pájaros deponen sus astutas actitudes y se abandonan a la distracción que les proporcionan los omnipresentes charcos. La gente recupera la vaguedad untuosa de la cotidianeidad. Sólo habrá que esperar unos minutos más, las nubes se disiparán, escampará y todo volverá a ser lo mismo.

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