viernes, 29 de noviembre de 2024

Tras la catástrofe

Con la catástrofe llegó la miseria y la ruina. Ha transcurrido un mes desde que la última dana asoló 69 localidades valencianas, cobrándose 222 vidas humanas (lamentablemente las de otros seres quedarán reducidas a un mero número, resultado del cálculo estimatorio) y afectando gravísimamente a miles de viviendas, negocios, bienes y servicios. En suma, a la cotidianeidad de más de ochocientas mil personas residentes mayoritariamente en el área metropolitana de Valencia, aunque no solo en ella (Utiel, Requena, Chiva, Cheste, Gestalgar, Bugarra, Pedralba, entre otras, también están gravemente afectadas). Un mes que apenas ha dado para el nombramiento y la toma de posesión de sus cargos por parte de las personas, civiles y militares, que el President de la Generalitat ha escogido para gestionar la reconstrucción de la mayor catástrofe sufrida por nuestro territorio.

Siempre se ha dicho que las prisas son malas consejeras, aunque en este caso si algo demanda la enorme gravedad de la tragedia es celeridad y eficiencia en algunas de las respuestas. Es cierto que todo puede mejorarse y que si se toma como referencia la gestión de alguna calamidad anterior equiparable, como la riada de 1957, la pantanada de Tous (1982) o la última dana que afectó la Vega Baja (2019), se contrasta que las ayudas del Gobierno y las pretendidas soluciones se demoraron muchísimo, hasta el punto de que generaron alguna que otra crisis política en plena Dictadura, como la destitución del marqués del Turia, alcalde de Valencia (una secuela de sus reivindicaciones), o la posterior dimisión de Martín Domínguez, director del diario Las Provincias, para evitar las presiones gubernamentales sobre el periódico como consecuencia de sus opiniones. En cuanto a los afectados por la «pantanada», algunos damnificados octogenarios todavía hoy hacen frente a las reclamaciones del Instituto de Crédito Oficial (ICO), que les exige la devolución de los créditos que se les concedieron para reponer lo que destruyó aquella catástrofe.

En mi opinión, la magnitud de la tragedia actual, además de exigir la atención inmediata de las necesidades inaplazables (salud, alimentación, educación, ayudas, infraestructuras, actividad laboral...), obliga a examinar con rigor no exento de diligencia los riesgos que corremos, a reflexionar sobre sus potenciales efectos, a estudiar y difundir advertencias y recomendaciones a las instituciones y a la ciudadanía para que actúen rauda y eficientemente en situaciones de emergencia. Obliga, también, a acometer con celeridad actuaciones para minimizar el impacto de futuros fenómenos extremos sobre las vidas y los bienes.

Es una evidencia que el negacionismo climático –ideología que permeabiliza alarmantemente la economía, la política y la sociedad– contribuye a agravar los riesgos medioambientales, promoviendo las inhibiciones institucionales irresponsables que amplifican los efectos devastadores de estos fenómenos. Frente a esta realidad, gobiernos, instituciones y sociedad civil deberíamos reflexionar intensa y rigurosamente sobre el drama humano, la destrucción de infraestructuras, la interrupción de servicios básicos y la ruina de los medios de vida que conllevan catástrofes como las últimas inundaciones y otros fenómenos naturales. Deberíamos ser propositivos, exigentes y tenaces, pues el calentamiento global las hará cada vez más graves y frecuentes. Sería vivir de espaldas a la realidad no admitir que no corren buenos tiempos para un futuro prometedor del planeta Tierra, especialmente desde la perspectiva medioambiental. Solo hay que mirar las dificultades que ha debido sortear la 29ª conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP29), celebrada este mismo mes en Bakú (Azerbaiyán) con el lema «Solidaridad por un Mundo Verde», para alcanzar algunos acuerdos sobre la financiación climática y los mercados de carbono.

Más allá de que deberíamos preocuparnos por estos asuntos de alta política, que desgraciadamente se nos escapan a los ciudadanos pese a que nos afectan directamente, pues determinan las micropolíticas y las condiciones de vida en cualquier lugar del Planeta, nosotros, los valencianos, no deberíamos olvidar que las últimas inundaciones han causado estragos devastadores en el tejido social y en la vida personal de los afectados, golpeando con especial dureza a los colectivos más vulnerables, singularmente a las personas mayores, que representan porcentajes de población en los municipios afectados que oscilan entre el 20 % de Albal y el 40 % de Utiel. Un grupo social con ingresos bajos y medios y con altas tasas de enfermedades crónicas y discapacidades que dificultan muchísimo la recuperación de su cotidianeidad. No hace todavía un lustro que sufrieron más que nadie las consecuencias del Covid19 (recordemos las residencias madrileñas, por poner un ejemplo) y ahora deben soportar las consecuencias de las inundaciones. ¿Cuál será la nueva catástrofe que se cebará con el eslabón más débil de la estructura social, que paradójicamente incluye el segmento poblacional que más ha contribuido a la forja del estado del bienestar que hoy disfrutamos todos?

Este escenario crítico exige un análisis exhaustivo y multinivel de la tragedia: desde el impacto diferencial en los distintos grupos sociales hasta la evaluación del papel de las instituciones antes, durante y después de la emergencia. Es crucial examinar cómo está procesando la sociedad esta realidad ambiental en un contexto de creciente negacionismo en el debate público. Y las conclusiones de ese estudio, entre otras variables, deben orientar la redacción de un plan estratégico a medio y largo plazo que debiera redactarse inmediatamente, sin trabas burocráticas ni diatribas partidistas o gubernamentales, con una dotación generosa de recursos que acabarán siendo inversiones rentables. No caben las dilaciones ni las conductas torticeras e interesadas porque lo que está en juego tiene consecuencias dramáticas.

Es evidente que lo que se propone no es sencillo. Sería ingenuo no ser conscientes de que el área metropolitana de Valencia, y una infinidad de territorios del País Valencià, han sufrido un crecimiento desmesurado a todos los niveles, especialmente en las cinco últimas décadas, amparado en una planificación parcial e insuficiente, cuando no inexistente, que ha dejado el urbanismo en manos de los especuladores, a los que cada vez es más difícil controlar política y socialmente. No solo han construido y construyen en medio de ramblas y zonas inundables, sino que racanean y estafan en los aislamientos acústicos y térmicos de viviendas e instalaciones, en la protección frente a los seísmos, etc.

Por ello, uno de los recursos para hacer frente al crecimiento descontrolado y a las actuaciones irreversibles en el entorno medioambiental de los municipios tal vez sea recuperar (no sé muy bien cómo) la concienciación ciudadana que, en décadas anteriores, logró detener la destrucción de importantes espacios naturales como El Saler o La Albufera, el Peñón de Ifach, el Montgó o Les Illes Columbretes; y evitó que autopistas y aparcamientos ocupasen el antiguo cauce del Turia, por poner ejemplos conocidos de todos.

Actualmente, es una realidad que la despoblación interior y la concentración de la población en municipios y ciudades costeros o próximos a las grandes vías de comunicación son imparables por diversos motivos. Pero justamente ello, y lo que ha sucedido en las últimas catástrofes, exige un análisis riguroso de las poblaciones y sus entornos naturales para intentar encontrar un equilibrio razonable entre los intereses económicos a corto plazo y la calidad de vida de los ciudadanos, asumiendo que la superficie del territorio es la que es y que no se puede seguir depredando la naturaleza.

En concordancia con lo dicho por M. Ángel García Calavia en el editorial que publica este mismo mes la Revista Española de Sociología, entiendo que resultan imprescindibles las políticas medioambientales que busquen la sostenibilidad de las poblaciones, reduciendo primero y reponiendo después los déficits de todo tipo que les afectan (recursos hídricos, consumo energético, protección antisísmica, infraestructuras, movilidad, emisión de gases, etc.). Estas políticas, que a priori pueden parecer utópicas, deben incorporarse en los programas políticos municipales, autonómicos y estatales, cambiando radicalmente la concepción del uso del medio ambiente, secularmente sometido a los intereses económicos por encima de cualquier otra consideración. Y este cambio de enfoque debe asentarse en el convencimiento de los ciudadanos de que dañar el entorno y regatear los recursos que aseguran la protección y la seguridad de la gente es, también, contribuir a arruinar a los seres humanos que vivimos en él. Y cuando se ocasionan daños evitables, lo que procede no es sino actuar con contundencia, reparándolos con presteza, contribuyendo a minimizar sus consecuencias cuanto sea posible e identificando a los responsables y exigiéndoles las responsabilidades que corresponda.

Y todo ello son tareas y compromisos que nos atañen a los ciudadanos y a los políticos. Que no nos confundan quienes ingenua o intencionadamente ponen el foco en la vertiente técnico-profesional de las magnas reconstrucciones que exigen las catástrofes. Tales recuperaciones competen a las instituciones de gobierno y, en una sociedad democrática, deben someterse, como toda acción gubernamental, al control parlamentario y en última instancia al escrutinio de los ciudadanos. En mi opinión, concebir la gestión de esas titánicas reconstrucciones desde perspectivas personalistas o alejadas del normal funcionamiento institucional supone tomar una deriva que me parece ilegítima, inadecuada y peligrosa.


 

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