miércoles, 27 de noviembre de 2024

Crónicas de la amistad: Alacant (55)

 

Temps era temps...
que vam sortir de l'ou
amb l'or a Moscú,
la pau al coll,
la flota al moll
i la llengua al cul,
amb els símbols arraconats,
l'aigua a la font,
les restriccions
i l'home del sac...

(Joan Manuel Serrat)


Cuando oigo esta y otras muchas canciones me embarga la sensación de que emprendo un viaje de regreso al pasado. Escucharlas me transporta a tiempos y lugares en los que me sucedió algo relevante. Seguramente por eso disfruto los poemas y las melodías que me suscitan esas miradas retrospectivas, que a veces surgen tiznadas de nostalgia y otras se ofrecen ingenuamente desaliñadas y hasta descaradamente vivarachas. Unas y otras me producen un regusto más acaramelado que desabrido. En concreto hoy, la canción de Serrat me transporta al inicio del otoño de 1967, un año después de mi llegada a Alicante, la ciudad que me vio cumplir los primeros quince marzos. Entonces, quienes hemos sido convocados a este encuentro, conjuntamente con siete u ocho decenas más de compañeros, iniciábamos los estudios de Magisterio en la Escuela Normal contigua al Colegio de Huérfanos de Ferroviarios, en el monte Tossal, junto al castillo de S. Fernando. Allí nos conocimos y urdimos los mimbres fundacionales de nuestra inveterada amistad. Alicante era entonces una pequeña ciudad de provincias con poco más de ciento cincuenta mil habitantes, que apenas representan la tercera parte de sus actuales vecinos.

En aquellos días, ciertos indicios permitían conjeturar con la agónica extinción del franquismo, pese a que los prohombres del Régimen seguían rigiendo la política alicantina. En concreto, el alcalde era José Abad Gosálvez, hijo y nieto de los propietarios de la fábrica y de las tiendas textiles Ytier. Se cuenta que, junto con su hermano Luis, protagonizó una rocambolesca huida porque su nombre apareció en una lista negra, objetivo de las infaustas «sacas» de los primeros meses de la Guerra Civil. El entonces joven abogado tenía muchas papeletas para figurar en ella, pues era hijo de un comerciante conocido, había sido secretario de la Federación de Estudiantes Católicos en Valencia y pertenecía a la Falange. Alguien lo puso sobre aviso y escapó con su hermano de madrugada, adentrándose en la playa del Postiguet y nadando mar adentro hasta el lugar donde les esperaba un navío alemán, que los llevaría a Italia. Allí los retuvieron durante algunas semanas hasta que, realizadas las averiguaciones y gestiones pertinentes, fueron puestos en libertad y regresaron a España para alistarse en el bando sublevado: José en la Legión y Luis en los Regulares. Acabada la guerra, volvieron a Alicante y, mientras el segundo se puso al frente del negocio familiar, José emprendería una provechosa carrera política, pues participó en el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera hasta El Escorial junto con otros falangistas «de traca», como Serrano Suñer y Sánchez Mazas. Ello le ayudó muchísimo a medrar; primero fue secretario y luego subjefe del Movimiento en la provincia; después diputado provincial, concejal, alcalde y procurador en Cortes hasta 1970, año en que los hoy comparecientes terminamos la carrera.

Como sabemos, aquel lejano 1967 es, por méritos sobrados, uno de los maravillosos años que integran la justamente denominada «década prodigiosa». Una época de avances y transformaciones importantísimas en áreas como la música, la tecnología y los derechos humanos. En ella se vivieron a nivel global fenómenos como las «revoluciones» urbana, sexual y feminista, la Guerra Fría, la cultura mediática, la contracultura y el consumo de drogas y de música psicodélica, el crecimiento demográfico, la lucha por los derechos civiles, la segunda década gloriosa del capitalismo, el crecimiento económico acelerado, y el incremento de la brecha tecnológica. Acontecimientos, todos, que produjeron una dislocación del siglo XX, finiquitando una etapa e iniciando otra que podría denominarse la nueva historia.

Específicamente, en Alicante, en mayo del 67 se inauguró el aeropuerto internacional de El Altet. Un aparato de Aviaco fue el primero en aterrizar en él. Entonces el tren estrella de Renfe era el TER (Tren Español Rápido), un automotor diésel que llevaba y traía pasajeros desde las principales capitales europeas a una velocidad que casi nunca rebasaba los 100 kilómetros por hora. El puerto y las fábricas de Tabacos y de Aluminio continuaban siendo importantísimos motores económicos de la ciudad. Se inauguró la línea regular de pasajeros Alicante-Nueva York y también la línea Alicante-Canadá-Grandes Lagos. Y hasta nos visitó el buque científico francés «Andrómede», con la misión de buscar petróleo en el lecho marino próximo a la costa, afortunadamente con resultado negativo.

A mediados de año había censados en la capital más de 23.000 vehículos, convirtiéndose en la cuarta de España en ese sector. El Ayuntamiento aprobó la ampliación de la zona azul en las calles del centro e, igual que sucede ahora, se anunciaron con frecuencia obras públicas que no se ejecutaron jamás. Algunas incluso para bien, como el proyecto para construir un restaurante en el castillo de Santa Bárbara, diseñado por el arquitecto José Luis Picardo, una discordancia incompatible con la fortaleza que afortunadamente nunca se materializó.

Nosotros, en tanto que estudiantes y jóvenes, o viceversa, quienes integramos aquella promoción conseguimos el honor y la fama inherentes a nuestra condición. No solamente nos interesaba la solvencia del conocimiento científico que pretendían transmitirnos los profesores –más precisamente, las profesoras Maruja Pastor y Manolita Pascual– sino que era también grande nuestra avidez de sapiencias nefandas, que no nos llevaron a territorios procelosos pero sí a algunos pagos poco edificantes. Debo precisar que no es que fuésemos proclives a los hechizos de los viejos antros pecaminosos que mentaban Cervantes, Rojas Zorrilla o Alarcón en sus comedias, aludiendo especialmente a las mancebías salmantinas. No, lo nuestro era menos heavy y más de andar por casa. Nos conformábamos con practicar actividades heterogéneas que satisfacían un amplio espectro de ingenuas apetencias y aplacaban los fervores y furores juveniles.

Como decía, compatibilizábamos el acceso al conocimiento pedagógico con otros desempeños no menos trascendentales, como los guateques y los bailes, pues entonces apenas había discotecas, salas de juventud o lugares donde muchachos y muchachas pudiésemos solazarnos bailando al ritmo de las canciones en boga. Los guateques comenzaban entre las seis y las siete de la tarde a propósito de una hipotética merienda. Se bebían refrescos y una especie de sangría dulzona que no desagradaba a las chicas. Los muchachos intentábamos aprovecharnos un poco cuando se aproximaban las postrimerías, hacia las nueve o nueve y media, ya con las luces del salón medio apagadas y sonando la música lenta. Porque al principio el encargado del picú solo ponía twist, soul y rock and roll. Antes de las diez el guateque tocaba a su fin, pues las chicas debían volver presurosas a casa o a sus residencias. De modo que lograr con aquellos esparcimientos algo más que algún beso furtivo o esporádicos abrazos o roces era poco menos que inimaginable.

También montábamos guateques a gran escala, que llamábamos bailes, los sábados por la tarde con el doble objetivo de recaudar fondos para el viaje de final de carrera y contribuir al divertimento de los estudiantes. Generalmente, utilizábamos dos locales a tal efecto. Uno era una especie de mesón, llamado La Cabaña, sito en los bajos del edificio que hace de chaflán en la intersección de las calles Quintana y Belando, lugar que hoy ocupa el restaurante De cuchara: la cocina de Carmen. El otro era la cantina de la propia Escuela Normal, cuya explotación nos cedían puntualmente para tales actividades. El primero estaba mejor ambientado para la finalidad perseguida siendo más adecuado que el segundo. Este aventajaba a aquel en que producía mayores beneficios porque no debíamos pagar canon alguno. Lo cierto es que con uno u otro formato lográbamos que no hubiese fin de semana sin guateque.

Transcurridos casi sesenta años desde entonces, hoy regresábamos a Alicante para reencontrarnos de nuevo. En esta ocasión nos habíamos citado a las 12:30 horas en el restaurante cervecería El Castell, en el polígono de San Blas. Una referencia clásica desde su apertura en 1977 por tratarse del lugar de encuentro de los aficionados que frecuentan las competiciones que se programan en las múltiples instalaciones deportivas de la zona. Puntualmente, allí estábamos a la hora señalada casi todos. Hoy, además de Elías y Domingo, nos faltaba Antonio García que debía atender asuntos familiares sobrevenidos. Los abrazos y chascarrillos de bienvenida precedieron a un sucinto tentempié que nos sirvieron en la terraza, compuesto por panchitos y aceitunas, acompañados de sendas raciones de ensaladilla rusa y pinchos de tortilla, todo ello bien regado con refrescos y cervezas. Compartidas distendidamente las novedades y los asuntos prodigados en los mentideros y las RR.SS. en las últimas semanas, nos hemos encaminado al restaurante donde habíamos reservado la comida.

Se trataba de La Maçana, un establecimiento alumbrado en octubre de 1997 con vocación de convertirse en un proyecto de restauración singular, a semejanza de sus creadores. Era entonces, y sigue siéndolo, una empresa familiar que intenta maridar la sabiduría gastronómica popular con las tendencias culinarias vanguardistas. Utilizando productos naturales y de primera calidad, Concepción García y su hijo Mario componen una cocina personal, creativa y audaz, que se brinda plena de aromas y contrastes y que no rehúye la tradición alicantina. Por otro lado, este singular negocio gastronómico lo custodian y decoran viejas piedras talladas y esculturas abstractas y surrealistas, creadas con trocitos de vidrio y a base de mucha paciencia por su inspirador principal, Amador Llorens, el patriarca que estimula y sostiene con su familia esta singular posada o fonda, cargada de pasiones y recuerdos.

Una vez en ella y acomodados en el espacio privativo de uno de sus reservados, decorado con un esbozo de palmera, algunos vetustos ninots y profusas reproducciones de carteles anunciadores de Les Fogueres de Sant Joan, hemos despachado un espléndido menú, filtrado de entre la amplia oferta del establecimiento por el cualificado criterio de Tomás y compuesto por tres entradas: tomate trinchado con ventresca de atún, boletus edulis fritos con virutas de jamón y delicias de boquerón con setas y salsa de almendras, además de unos calamares a la andaluza. Han seguido cumplidos platos principales: entrecot de vacuno y magret de pato a la piedra acompañados de las pertinentes guarniciones y salsas. La francachela la ha rematado un surtido de postres de la casa que incluía tarta de queso, leche frita, flan de café, tocino de cielo, «greixonera» y helado. Y todo ello se ha maridado con refrescos, cerveza y un par de botellas de Tarima tinto, a gusto de cada cual. Hemos disfrutado de un servicio excelente, pleno de atenciones y sin agobios, que nos han dispensado dos excelentes camareras.

Los postres y cafés han dado paso a la sección canora del encuentro, magistralmente conducida por Antonio Antón mientras paladeábamos las copichuelas finales. En esta ocasión, ha propuesto un recorrido musical por la cançó popular de Ses Illes (Anàrem a Sant Miquel), pasando por las clásicas Que tinguem sort (Llach) y Al vent (Raimon), seguidas de piezas del repertorio de Paco Ibáñez (A galopar y Como tú) y otras canciones «de trinchera», como La pedra (Raimon) y Franco, tuya es la hacienda (letra de León Felipe, musicada por F. Celdrán), rematadas finalmente con baladas emotivas como Tristeza de amor (Hilario Camacho) y Boig per tú (Sau). De este modo tan entrañable hemos rematado este quincuagésimo quinto encuentro de celebración y goce del afecto y la amistad.

No olvido a las personas ni a los estragos causados por la dana que asoló mi tierra y otros muchos pagos hace un mes. Tiempo habrá para la reflexión, el conocimiento, la exigencia de responsabilidades y la escritura. Desconozco si esta vez habrá ocasión para el aprendizaje, siquiera sea de los rudimentos que facilitan el vivir y permiten sobrevivir en un medio natural crecientemente desequilibrado e indomable. En otro orden de cosas, también me preocupa, entre otros muchos asuntos, lo que está por venir de la mano de mamarrachos como el Sr. Trump y sus cómplices planetarios. Mas hoy no es día de lamentos porque no hay tiempo que perder. Como dijo Brian May (Queen), pase lo que pase: «The show must go on». De modo que nos vemos en La Vila, amigos. Será en la última semana de enero o en la primera de febrero del 2025.

Y de nuevo debo hacer una apostilla para enmendar otra imperdonable omisión. Como presente navideño adelantado, Alfonso nos ha obsequiado a todos con una de las hormigas que tan delicadamente tornea con sus manos. Son piezas únicas, confeccionadas con maderas de distintas calidades, que labra con mimo y excelente gusto. Trabajo de un artesano sobresaliente que le agradecemos como merece. 




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