viernes, 19 de abril de 2019

A Fina Corral, in memoriam

La consideración del tiempo como variable es algo que hace muchos años intentaron enseñarme algunos de mis profesores, aunque dudo si logré aprender entonces tal concepto. Su significado en tanto que magnitud que puede tener un valor cualquiera de los comprendidos en un conjunto es asunto que tardé en digerir algunos años más. Y todavía debieron transcurrir muchos otros para que lograse percatarme de que a veces el ingrávido nexo que nos une con la línea del tiempo es algo tan consustancial a los seres vivos como el parentesco.

Ayer por la noche me llamó mi prima Emilia Corachán para decirme que había fallecido otra prima común: Fina Corral. Su llamada obedecía, sin duda, al conocimiento que tiene de los inextinguibles vínculos afectivos que nos han unido a lo largo de los años, que tanto ella como sus familiares más próximos comparten. En otras ocasiones he aludido a ambas y a sus respectivos linajes, a los que me conecta el afecto imperecedero que me vincula a la estirpe familiar chivana, que engloba desde la tía María la Corachana (tía que fue de todos los “Corachanes” y “Corrales”), a mis tíos Bernardo y Amparo; Fernando y Pura; Antonio y Amparo. Y tras ellos a mis primos Amparín, Manolo, Emilia y Bernardo; Fernando y Alfredo; Amparín, Pura y Fina. Y a la tía Doloricas, entrañable hermana de mi tío Bernardo. Y después de ellos, a sus descendientes, aunque debo reconocer que con estos, como es natural, tres o cuatro generaciones después, los vínculos se han diluido en la mayoría de los casos.  Sin embargo, como decía, pese a los años transcurridos, todos hemos participado de una ligazón familiar activa, naturalizada, intensa y seguramente poco común. Más allá de situaciones coyunturales o de anécdotas fortuitas, el vínculo parental ha permanecido vigoroso, manteniéndose la trabazón consanguínea y atávica, que encuentra su expresión en una confraternidad admirable de la que participamos los parientes que sobrevivimos, que nos hemos esforzado en conservarla y alimentarla, me parece que tanto consciente como inconscientemente.

No me cabe duda de que uno de los asuntos a los que históricamente he asociado primordialmente a mi tío Antonio Corral y su familia es el Torico. Él y su hermano Fernando eran primos hermanos de mi padre, maestros de obra y residentes en Chiva. Sus hijos, mayores que yo, pasaron algunos veranos en la Casa Suay, una masía que tenían mis abuelos paternos en la partida del mismo nombre, en Gestalgar. En aquel tiempo, en el que ni existían los viajes ni las vacaciones, en el que la gente no tenía coches ni apartamentos, las familias que podían permitírselo enviaban a sus hijos a pasar algunos días de “vacaciones “ a las casas de campo, propias o de sus familiares. Podría decirse que como contrapartida, mi padre, que siempre mantuvo un sólido vínculo con su familia materna, me envió algunos años a Chiva para que presenciase sus fiestas, especialmente las del Torico. Eran varias las casas en las que podía recalar, pero casi siempre lo hacía en la de mi tío Antonio. Un hogar ocupado básicamente por mujeres. Empezando por su esposa, la tía Amparo, una auténtica matriarca, bien secundada por sus tres hijas solteras: Amparín, mi madrina, Pura y Fina. Era una vivienda donde se percibía especialmente el toque femenino. Seguramente contribuía singularmente a ello la condición de modista de la más pequeña, que propiciaba que el zaguán y la primera estancia de la planta baja fuese un lugar en el que revoloteaban permanentemente las mozas que aprendían a coser.

En aquella casa todos se esforzaban para hacerme grata la estancia. Allí conocí juguetes que jamás imaginé, como el diábolo, un artilugio excepcionalmente bien conservado por mis primas, que me enseñaron su manejo en un frondoso patio que tenían en su casa de la calle del Cura Valero. Rememoro a mi tío, con su piel cetrina, su boina calada y ladeada, su parquedad expresiva y su permanente disposición para endulzar la existencia de sus hijas. Valga un solo detalle como muestra. En la alicatada y amplia cocina de su casa, horadó en la pared una pequeña hornacina para enterrar un pajarito que se les murió in illo tempore, cerrando la singular sepultura con un cristal transparente que permitía visualizar el cadáver del ser que seguramente tanto apreciaron.

Hoy ha abandonado definitivamente esa morada mi prima Fina, aunque ciertamente ya lo hizo hace tiempo cuando, incomprensiblemente, se apagaron progresivamente las luces de su entendimiento. Sigue así los pasos a su hermana Pura, de la que nos separó hace ya muchos años el maldito bicho que arrasa la humanidad. Y lloro nuevamente a Fina, como lo hice cuando pasé por su casa a visitarla y ya no la encontré allí. El insólito contacto que tomé con ella y las  confidencias de su hermana Amparo me dolieron como me duele hoy haber perdido definitivamente a una persona, familiar y cercana, con tantos y tan excelentes atributos: guapa, tierna, afable, laboriosa, fraternal, comunicativa, comprensiva, optimista, competente, afectuosa, inteligente, bondadosa… ¿Qué no se podría decir de mi querida Fina?

Pero al mismo tiempo que lloro me siento afortunado por haber coincidido con ella en el tramo de la línea del tiempo que hemos compartido. Me alegra recordarla y volver a tomar conciencia de que hemos aprovechado el breve intervalo de nuestras vidas para intentar entender del mejor modo posible los fenómenos y las cosas que nos han rodeado, para aprender a querernos y a querer a las personas que hemos tenido a nuestro alrededor, para sentirnos fraternal y comprometidamente miembros de la gran familia que es la humanidad. Descansa en paz, Fina. Que la tierra te sea leve.

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