Quienes
entramos en años vamos conociendo algunas de las alegrías que ello comporta.
Una de ellas, acreditada rigurosamente, es que la edad transforma el paradigma
de la atención terapéutica que se requiere. Por si alguien pone en cuestión tal
asunto, aportaré un dato muy revelador: la mayoría de los ensayos clínicos que
se realizan con los medicamentos excluyen a los mayores de 65 años. ¿Qué
significa eso? Pues algo tan sencillo y a la vez tan dramático como que la ciencia
sabe muy poco de cómo se comportan los fármacos en los cuerpos de quienes
estamos entrados en años, pese a que paradójicamente somos sus principales
consumidores.
Pero
hay más. Me arriesgo a que se me tilde de simplista pero, por una razón estrictamente
metodológica, me atrevo a clasificar a las personas mayores en dos grupos: el
primero lo integrarían quienes son refractarios a visitar al médico y a ingerir
medicamentos; en el segundo incluiría a quienes necesitan despachar
regularmente con los galenos y que, a su vez, suelen ser proclives a ingerir
diariamente múltiples fármacos. Más allá de lo dicho sobre el sesgo edista de
los ensayos medicamentosos, hay otros detalles que abundan en la conveniencia
de contener tanto la prescripción como la ingestión de fármacos. Mencionaré
dos. Está acreditado que una de cada tres personas mayores o no se toma la
medicación que le ha sido recetada, o no lo hace como le ha sido pautada. ¿Qué
significa ello? Pues algo muy simple, que buena parte del colectivo está
sobretratada o infratratada; es decir, mal tratada. Y uno se pregunta: ¿para
que tratarse, si se hace mal o no se garantiza el resultado?
No hace mucho que leí un informe elaborado por la Sociedad de Medicina de
Familia y Comunitaria que aseguraba que el conjunto de las personas que
transitamos la séptima década de nuestras vidas, un contingente que representa
aproximadamente entre el 19 y el 20% de los españoles, consumimos más del 40%
de los fármacos que se dispensan en nuestro país. Ello no tendría mayor
relevancia si las prescripciones fuesen las adecuadas y el rigor en la ingestión
de los medicamentos estuviese asegurado. Pero, bien al contrario, parece que lo
que sucede es algo muy diferente. Según se dice en el referido informe, y como también
aseguran otras investigaciones, la mitad de los mayores toma al menos uno o más
fármacos que no necesita, bien porque carece del valor terapéutico que
requieren, bien porque lo toman por mera costumbre, o bien por que ya no son
apropiados para su edad. Para que se entienda mejor lo que digo mencionaré un
solo ejemplo: según dicen los especialistas, está demostrado que tomar la
pastilla para reducir el colesterol en personas con ochenta o más años incrementa la
mortalidad. Y añadiré que muchos conciudadanos consideran que algunos
medicamentos no son tales; por ejemplo, los antiinflamatorios o los
tranquilizantes. Adicionalmente, como suelen ser varias las carencias o
patologías que presenta cualquier persona, es normal que asistan a la consulta
de los respectivos especialistas que, naturalmente, prescriben la medicación que
requiere la enfermedad que diagnostican aunque a la vez, en términos generales,
se desentienden casi por completo de sus posibles interacciones con los
fármacos que toman para combatir otras dolencias distintas de las que les han
llevado a esa consulta.
La situación a la que me refiero, es decir, la denominada polifarmacia, o
multimedicación de las personas mayores no es un asunto baladí. Además del extraordinario
e innecesario gasto farmacéutico que genera, está acreditado que el diez por
ciento de las urgencias que generan las cohortes que integran la ‘setentena’
obedece a efectos adversos de los medicamentos, afectando especialmente a
quienes ingieren anticoagulantes, diuréticos y anticonvulsivos. También obedecen
a interacciones que se producen entre los fármacos, y entre ellos y la
enfermedad que se padece. Eludo hurgar más en la llaga pese a que, como todo el
mundo sabe, la ingesta continuada de cócteles de medicinas puede causar otros
múltiples problemas, como la reducción de la capacidad para realizar las tareas
diarias, mareos, delirios, incremento de la mortalidad, etc.
En definitiva, de la misma manera que a los mayores nos conviene reflexionar
sobre otras cosas –ahora mismo, sin ir más lejos, sobre qué hacer con quienes desprecian a las mujeres, enarbolan banderitas rojigualdas, patrioterismos de medio pelo, amenazas recentralizadoras, bajadas
indiscriminadas de impuestos para que sea imposible garantizar pensiones y
servicios básicos, ninguneando el mantenimiento del poder adquisitivo de las
pensiones o de los salarios de los trabajadores, la asistencia sanitaria plena
y universal o los servicios sociales, entre otras muchas cosas– también
deberíamos hacerlo sobre nuestros tratamientos farmacológicos, identificando
qué medicinas son esenciales para nuestra salud y qué otras no lo son, bien por
su reducido valor terapéutico, o bien por las problemáticas que pueden inducirnos.
Además
de ello, debemos exigir que los servicios sanitarios instauren y lleven a cabo
revisiones rigurosas, supervisadas por los facultativos, utilizando
herramientas que existen para valorar la efectividad y la seguridad de los
fármacos, con listados de medicamentos potencialmente inapropiados. Se hace muy
poco de todo esto y, lo que es peor, casi nunca de manera sistemática. La
saturación de los centros de salud y la cantidad de pacientes que deben atender
los médicos de familia hacen prácticamente imposible que ese seguimiento se
lleve a cabo. De modo que crecen y crecen los botiquines en nuestras casas, despreciando
la incontrovertible evidencia de que las personas mayores desarrollamos
reacciones adversas a los medicamentos de forma especial. Se imponen, pues, los
diagnósticos claros, basados en la valoración geriátrica integral, así como la
revisión periódica y sistemática de los medicamentos que se utilizan. Ello no
solo ayudará a prevenir los problemas relacionados con el uso de los fármacos
sino que también contribuirá a reducir el gasto farmacéutico. Y como las
instituciones tienen tendencia al estancamiento y a la inacción, reflexionemos
y emprendamos acciones ciudadanas proactivas para desatascarlas y ponerlas a funcionar, también en este ámbito, porque de
una manera u otra a todos nos concierne.
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