martes, 30 de abril de 2019

Los tiempos cambian que es una barbaridad

Eso decía don Hilarión en la popular zarzuela La verbena de la Paloma. Y, ¡qué razón tenía el hombre! ¿Quién no se ha imaginado alguna vez envuelto en una capa de invisibilidad, como la de Harry Potter, para pasar desapercibido? Un sueño que ahora está más cerca de lo que podríamos imaginar. Un grupo de investigadores del Instituto Nacional de la Investigación Científica (INRS), de Montreal, ha logrado diseñar el primer objeto totalmente invisible. Sí, ellos han conseguido, iluminando con luz de espectro completo, que las ondas, en lugar de rodear un determinado objeto, se propaguen a su través evitando las distorsiones porque desplazan las frecuencias lumínicas a regiones concretas que no se ven afectadas ni por la reflexión ni por su propagación. Aunque es asunto relativamente complejo, y aunque ya haya gente que esté pensando en hacerse con una de las mencionadas capas, lo cierto es que, según dicen, la principal aplicación que tendría el aludido dispositivo sería proteger las telecomunicaciones, que utilizan las ondas de banda ancha para transportar los datos. Con el método referido, las compañías del ramo podrían hacer que ciertas frecuencias de sus redes fuesen invisibles, impidiendo de ese modo que la competencia utilizase la luz de banda ancha para saber qué están propagando.

Pero no es a esto a lo que hoy quiero referirme. Al contrario, la frase de don Hilarión me transporta a otros escenarios y a otras reflexiones. Porque si algo es evidente en la sociedad red es que ni pequeños, ni medianos, ni mayores aspiramos a sustraernos a la visión y al juicio de nuestros conocidos, amigos o vecinos. Al contrario, suspiramos por exhibir nuestras corpóreas morfologías y nuestros intangibles atributos en cualquier escenario o espacio público. Es más, hasta exigimos con cierto reconcomio que se nos faciliten las oportunidades para materializar tales aspiraciones, sean disparatadas o no. Requerimos que se nos faculte para desplegar nuestras hipotéticas destrezas en lugares sociales de relevancia sin condicionante alguno. Reivindicamos, en suma, un autoatribuido derecho a alardear abiertamente de nuestras mañas, sean párvulas o notorias; de nuestras pericias, sean aparentes o auténticas; de nuestras destrezas, existan efectivamente o se trate de meras falacias. Muchos, muchísimos, soñamos con alcanzar nuestros minutos, nuestros días, e incluso nuestros años de gloria, especialmente para contabilizarlos en las RRSS y construir un inaprensible y efímero bagaje –aunque a veces es algo mucho más magro– con los almibarados e hipócritas comentarios y likes de nuestros seguidores.

Casi todos nos hemos propuesto vivir sueños imposibles, como volar o ser invisibles. Incluso hemos pretendido alcanzar, o casi, la inmortalidad, y gozar de tiempo infinito para hacer lo que nos plazca. Algunos hemos estado determinados a lograr la felicidad completa, o el amor eterno, y otros deseamos conocer el futuro y saber qué nos pasará. O quisimos viajar al pasado, detener el tiempo, o restaurar sus mejores momentos. Pero una cosa son las ensoñaciones y otras los derechos que tenemos como seres humanos, los llamados derechos fundamentales, cuyo ejercicio no debe condicionarse y que, sin embargo, están sujetos a límites. Porque son atributos que no tienen alcance absoluto dado que, si así fuese, se convertirían en prerrogativas características de quienes actúan ilícita o abusivamente. Sin ningún género de duda, el ejercicio de los derechos fundamentales está condicionado, y hasta restringido, por determinadas exigencias de la vida en sociedad. Y ello no es contradictorio con el presupuesto básico de que el ser humano debe ser el núcleo gordiano de toda comunidad organizada. Al contrario, se vincula con un reforzamiento de las garantías de una existencia plena, pacífica y respetuosa con los derechos y la dignidad humana. Sin reparo alguno, los derechos humanos son atributos cuyo respeto y protección constituyen claves fundamentales para evaluar la legitimidad de un modelo político y social, porque engarzan directamente con la dignidad de los seres humanos.

Pero partiendo de la inequívoca convicción precedente, insisto en tres cosas: la primera es que no todos los que solemos considerar nuestros derechos lo son efectivamente, y mucho menos tienen carácter de fundamentales; la segunda es que, incluso los que lo son inequívocamente, tampoco constituyen prerrogativas absolutas e ilimitadas, sino que se encuentran sometidos a restricciones y limitaciones que hacen que no puedan ejercitarse en determinadas circunstancias; y la tercera, es que admitir que los derechos están sujetos a limitaciones no significa restar un ápice a la relevancia que deben tener en el ordenamiento jurídico. Tales restricciones son elementos perfectamente compatibles con la debida protección del ser humano. Ahora bien, como argumentan los juristas, para que las limitaciones a los derechos fundamentales sean legítimas han de cumplir determinadas condiciones. En primer lugar, deben ser generadas por quien tenga competencia para ello, cuestión que debe quedar resuelta en la regulación y en la jurisprudencia constitucionales. En segundo término, deben cumplir los estándares jurídicos que establece la reglamentación internacional de los derechos humanos. Por último, cuantas limitaciones se establezcan deben respetar el contenido esencial de los derechos afectados, así como ser justificadas y proporcionales.

De manera que claro que se puede reivindicar el derecho a soñar, ¡faltaría más! Pero otra cosa diferente es el ejercicio diario de la ciudadanía que teje el hilo común que nos vincula a quienes formamos parte de una determinada sociedad, compartiendo valores como la libertad y la igualdad. Un hilo que se anuda inicialmente al presupuesto básico e irrenunciable que concreta el principal pacto que suscribimos los ciudadanos en las sociedades democráticas: los derechos de cualquiera terminan cuando empiezan los de los demás, y viceversa.

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