Eso
decía don Hilarión en la popular zarzuela La
verbena de la Paloma. Y, ¡qué razón tenía el hombre! ¿Quién no se ha
imaginado alguna vez envuelto en una capa de invisibilidad, como la de Harry
Potter, para pasar desapercibido? Un sueño que ahora está más cerca de lo que
podríamos imaginar. Un grupo de investigadores del Instituto Nacional de la
Investigación Científica (INRS), de Montreal, ha logrado diseñar el primer
objeto totalmente invisible. Sí, ellos han conseguido, iluminando con luz de
espectro completo, que las ondas, en lugar de rodear un determinado objeto, se
propaguen a su través evitando las distorsiones porque desplazan las
frecuencias lumínicas a regiones concretas que no se ven afectadas ni por la
reflexión ni por su propagación. Aunque es asunto relativamente complejo, y aunque
ya haya gente que esté pensando en hacerse con una de las mencionadas capas, lo
cierto es que, según dicen, la principal aplicación que tendría el aludido dispositivo
sería proteger las telecomunicaciones, que utilizan las ondas de banda ancha
para transportar los datos. Con el método referido, las compañías del ramo
podrían hacer que ciertas frecuencias de sus redes fuesen invisibles,
impidiendo de ese modo que la competencia utilizase la luz de banda ancha para
saber qué están propagando.
Pero
no es a esto a lo que hoy quiero referirme. Al contrario, la frase de don
Hilarión me transporta a otros escenarios y a otras reflexiones. Porque si algo
es evidente en la sociedad red es que ni pequeños, ni medianos, ni mayores
aspiramos a sustraernos a la visión y al juicio de nuestros conocidos, amigos o
vecinos. Al contrario, suspiramos por exhibir nuestras corpóreas morfologías y
nuestros intangibles atributos en cualquier escenario o espacio público. Es
más, hasta exigimos con cierto reconcomio que se nos faciliten las oportunidades
para materializar tales aspiraciones, sean disparatadas o no. Requerimos que se
nos faculte para desplegar nuestras hipotéticas destrezas en lugares sociales
de relevancia sin condicionante alguno. Reivindicamos, en suma, un autoatribuido
derecho a alardear abiertamente de nuestras mañas, sean párvulas o notorias; de
nuestras pericias, sean aparentes o auténticas; de nuestras destrezas, existan
efectivamente o se trate de meras falacias. Muchos, muchísimos, soñamos con alcanzar
nuestros minutos, nuestros días, e incluso nuestros años de gloria, especialmente
para contabilizarlos en las RRSS y construir un inaprensible y efímero bagaje –aunque
a veces es algo mucho más magro– con los almibarados e hipócritas comentarios
y likes de nuestros seguidores.
Casi
todos nos hemos propuesto vivir sueños imposibles, como volar o ser invisibles. Incluso hemos pretendido
alcanzar, o casi, la inmortalidad, y gozar de tiempo infinito para hacer lo que
nos plazca. Algunos hemos estado determinados a lograr la felicidad completa, o
el amor eterno, y otros deseamos conocer el futuro y saber qué nos pasará. O quisimos
viajar al pasado, detener el tiempo, o restaurar sus mejores momentos. Pero una
cosa son las ensoñaciones y otras los derechos que tenemos como seres humanos,
los llamados derechos fundamentales, cuyo ejercicio no debe condicionarse y
que, sin embargo, están sujetos a límites. Porque son atributos que no tienen alcance absoluto dado que, si así fuese, se
convertirían en prerrogativas características de quienes actúan ilícita o
abusivamente. Sin ningún género de duda, el ejercicio de
los derechos fundamentales está condicionado, y hasta restringido, por
determinadas exigencias de la vida en sociedad. Y ello no es contradictorio con
el presupuesto básico de que el ser humano debe ser el núcleo gordiano de toda
comunidad organizada. Al contrario, se vincula con un reforzamiento de las
garantías de una existencia plena, pacífica y respetuosa con los derechos y la
dignidad humana. Sin reparo alguno, los derechos humanos son atributos cuyo
respeto y protección constituyen claves fundamentales para evaluar la
legitimidad de un modelo político y social, porque engarzan directamente con la
dignidad de los seres humanos.
Pero
partiendo de la inequívoca convicción precedente, insisto en tres cosas: la
primera es que no todos los que solemos considerar nuestros derechos lo son efectivamente, y
mucho menos tienen carácter de fundamentales; la segunda es que, incluso los
que lo son inequívocamente, tampoco constituyen prerrogativas absolutas e
ilimitadas, sino que se encuentran sometidos a restricciones y limitaciones que
hacen que no puedan ejercitarse en determinadas circunstancias; y
la tercera, es que admitir que los derechos están sujetos a limitaciones no
significa restar un ápice a la relevancia que deben tener en el ordenamiento
jurídico. Tales restricciones son elementos perfectamente compatibles con la
debida protección del ser humano. Ahora bien, como argumentan los juristas, para
que las limitaciones a los derechos fundamentales sean legítimas han de cumplir
determinadas condiciones. En primer lugar, deben ser generadas por quien tenga
competencia para ello, cuestión que debe quedar resuelta en la regulación y en la
jurisprudencia constitucionales. En segundo término, deben cumplir los
estándares jurídicos que establece la reglamentación internacional de los
derechos humanos. Por último, cuantas limitaciones se establezcan deben
respetar el contenido esencial de los derechos afectados, así como ser
justificadas y proporcionales.
De
manera que claro que se puede reivindicar el derecho a soñar, ¡faltaría más!
Pero otra cosa diferente es el ejercicio diario de la ciudadanía que teje el
hilo común que nos vincula a quienes formamos parte de una determinada
sociedad, compartiendo valores como la libertad y la igualdad.
Un hilo que se anuda inicialmente al presupuesto básico e irrenunciable que
concreta el principal pacto que suscribimos los ciudadanos en las sociedades
democráticas: los derechos de cualquiera terminan cuando empiezan los de los
demás, y viceversa.
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