miércoles, 10 de febrero de 2021

Adiós, madrina

El escriba Ptahhotep, visir de uno de los faraones de la V dinastía, es autor del contenido de unos de los primeros textos de la literatura del Antiguo Egipto, las conocidas como Instrucciones, Máximas o Enseñanzas de Ptahhotep, que recopiló su nieto, Ptahhotep Tshefi, en torno al año 2450 a. de C. usando la escritura hierática. Se trata de una colección de proverbios morales, con forma de consejos e instrucciones, que da un padre a su hijo. Una de las copias más antiguas, el Papiro Prisse, se guarda en la Biblioteca Nacional de Francia y en él se lee: 

“Pasan los años, ha llegado la vejez, viene la fragilidad, la debilidad crece. Uno duerme todo el día, como los niños. Se enturbian los ojos, los oídos ensordecen. Con el cansancio disminuye la fuerza, la boca, silenciada, no habla; el corazón, vacío, no recuerda el pasado; duelen los huesos; lo bueno es malo; se ha ido el gusto; lo que los años le hacen a la gente es malo en todos sentidos.

No te vanaglories de tu conocimiento, ni te enorgullezcas porque eres un sabio. Toma consejo del ignorante del mismo modo que del sabio, pues no se han alcanzado los límites del arte, ni existe un artesano que haya adquirido su perfección. Observa la verdad y no la traspases, que no se revele el desahogo del corazón. No calumnies a gente alguna, grande o pequeña. Es de lo que abomina el ka (la fuerza vital)” 

De entonces acá han transcurrido 4500 años y la vida y la muerte han cambiado notablemente. Diría que de manera radical en algunos aspectos, especialmente en el último siglo, cuando la esperanza vital de las personas ha crecido más que durante todos los milenios anteriores. De hecho, se ha duplicado en lo que es apenas un abrir y cerrar de ojos considerado desde la perspectiva del conjunto de la evolución de la especie. Por tanto no debe extrañarnos desconocer tantas cosas sobre la vejez. De algún modo podría decirse que es algo nuevo, y hasta que resulta paradójica. Digo esto porque, según revelan ciertos estudios científicos, el estrés, la preocupación y la angustia disminuyen con la edad. Los sociólogos denominan a este fenómeno la paradoja de la vejez, que no es sino una sugerente incongruencia que cuanto más intenta negarla la ciencia más evidencias encuentran a su favor los científicos. Ello no debe llevarnos a la deducción simplista y absurda de que la gente mayor es feliz, sin más. No obstante, se ha demostrado que en general está de mejor ánimo que los jóvenes, aunque también es más propensa que ellos a experimentar altibajos emocionales, sintiendo tristeza y felicidad a la vez, o siendo presa del conformismo y la desesperanza a la par. Algo que ejemplifican como pocas cosas las lágrimas que a veces se nos escapan cuando hablamos, abrazamos o sonreímos cariñosa y/o esperanzadamente a un familiar o a un amigo. Las personas mayores probablemente aceptamos la tristeza con mayor naturalidad que los jóvenes porque resolvemos de mejor manera los conflictos emocionales. 


Sin embargo, la paradoja por antonomasia de la vejez la concreta el reconocimiento universal y expreso de que no viviremos eternamente; una constatación que altera positivamente la perspectiva existencial. Cuando somos jóvenes contemplamos el horizonte vital como algo lejano e incierto, lo visualizamos como una especie de inmenso territorio que incita a su exploración, que motiva a acopiar información que nos ayude a completar un recorrido que ansiamos largo y fructífero, con riesgos evidentes de los que somos relativamente conscientes. En esa perspectiva llegamos a pensar que si finalmente las cosas no llegan a funcionar siempre habrá un mañana esperándonos. Sin embargo, a partir de los cincuenta/sesenta difícilmente nos aventuramos con esa especie de citas a ciegas. 

Sirva este largo preámbulo para enfocar mi breve y sentida despedida a Amparo Corral, cuyo definitivo adiós, esta misma mañana, pone fin al linaje que inauguró su padre Antonio, que conjuntamente con su esposa Amparo dejó una fructífera cosecha de mujeres Amparo, Fina y Pura con las que sorprendentemente se agotó la dinastía, pues no hubo descendencia que asegurase su continuidad. Como he dicho en otras ocasiones, la casa de mis tíos fue un hogar donde imperó el toque femenino, una morada enseñoreada por las mujeres y bien gobernada por una magistral matriarca, cuyo rol, cuando desapareció siendo ya nonagenaria, heredó su primogénita desempeñándolo con innegable solvencia hasta hace apenas nada.

Con la marcha de Amparín, también nonagenaria, se apagan las luces de un linaje al que nadie auguraba tanta brevedad. Sin embargo, fortuitamente, la secuencia fundió a negro desapareciendo paulatinamente de la pantalla en absoluto olvidándose centenares de vivencias, anécdotas, recuerdos… tantas cosas, en tantos escenarios, durante tanto tiempo. Se apagaron las palabras, se perdieron las miradas que sirvieron para transmitir efímeramente proyectos de vida, ilusiones, sueños, decepciones, afectos y desafectos… Se impuso el ineludible silencio que ahora cruza los recuerdos y los apegos desgranados sordamente a ritmo de blues, reiterados y amalgamados con el machacón patrón de los doce compases. Sobreviene la deriva melancólica, la sororidad de una existencia señera, las pulsiones emocionales trabadas, metabolizadas…, apuntando inútilmente a quienes se fueron,  envolviendo contumaces y apelantes a quienes aún permanecemos lejos de las viejas fotografías.

La partida de Amparín no nos desgarra, como sucedió con las de sus hermanas. No lo hace porque se va naturalizadamente, a su tiempo, aunque jamás parezca que sea el tiempo de morir. Su partida nos deja en paz porque se va como fue: discreta, contenida, digna. Y esa es la grandeza de la vida: vivirla y despedirla en plenitud, desde el principio hasta el final, gozándola a raudales, contenida o desaforadamente, como cada cual ansíe, o elija.

Quiero subrayar una idea que es más bien una constatación estadística argumentada científicamente: la vejez aporta algunas mejoras significativas a nuestras vidas. Atesora más conocimiento, más experiencia y propicia el perfeccionamiento de ciertos aspectos socioemocionales. Según indicadores y evidencias acreditados es incuestionable que la mayoría de las personas mayores somos felices, al menos más que la gente de mediana edad y que los jóvenes. Todos los estudios que conozco llegan a la misma conclusión. Y si es así, ¿por qué pensar que Amparín, que vio desfilar a tantos conciudadanos, a tantos parientes y amigos, que enterró a sus padres y a dos hermanas más jóvenes, sea la excepción de esa regla?

Querida Amparo, sé que fuiste feliz a tu manera y con ello me basta. Que la tierra te sea leve, madrina.

4 comentarios:

  1. Precioso homenaje, Vicente. Fue una mujer valiente, decidida a la que nada ni nadie se le ponía por delante. Ya estan las tres hermanas juntas, como siempre lo estuvieton. Un fuete abrazo
    Gema

    ResponderEliminar
  2. Si hubiese sido hombre diría que fue un gran tipo, siendo mujer no me atrevo con la equivalencia, pero confieso que la admiro: con un par! Siempre estarán las tres en mi corazón.
    Otro abrazo para ti, Gema.

    ResponderEliminar
  3. Precioso escrito.lo siento era una buena mujer

    ResponderEliminar