Otra vez es domingo. Se nos van de las manos las semanas como se escapa el agua entre los dedos. Casi sin apercibirnos ha transcurrido otra, la enésima de esta pandemia que parece infinita. Se nos echó encima otro fin de semana de confinamiento, de reclusión dentro de los límites municipales intangibles que señalan el final del territorio al que pertenecemos —¿quién hubiese dicho hace bien poco que la ciudadanía global estaba estrechamente vinculada con el confinamiento perimetral?—. Me pregunto si puede resultarnos forastero el espacio donde radica la casa que, además de ser nuestra, habitamos con regularidad. ¿O acaso puede serlo el territorio donde amigos y familiares, apostados en los respectivos lados de la raya fronteriza, nos saludamos imaginariamente, enviándonos abrazos y besos incapaces de salvar el hielo que apelmaza la distancia que señalan tan absurdas fronteras?
Va para medio año que ni toco ni abrazo a la práctica totalidad de mi familia carnal, que es lo mismo que decir a mis hijos y a mis nietos. Y va para otro tanto que tampoco comparto mesa ni sobremesa con mi familia política, ni siquiera los paseos y conversaciones que les suelen preceder y seguir. Y hace lo mismo que no piso el pueblo, pese a lo que ansío disfrutar de mis amigos, de la tranquilidad y del relajo que nos procura. Se esfumaron las oportunidades para saludar, convivir y compartir inquietudes con sus gentes. Son demasiadas semanas, demasiados meses de renunciar a tantas y tantas cosas. Pronto hará un año que me reuní por última vez con algunos de mis mejores amigos para celebrar, como veníamos haciéndolo, la alegría de vivir, de encontrarnos y de querernos. Va para un año que casi no hacemos otra cosa que saludar a la penúltima calamidad, que sucede a otra anterior que, a su vez, se supeditará pronto a la siguiente, sin que nadie sea capaz de augurar cómo acabará esta pesadilla.
Efectivamente, pese a sufrir el infortunio que nos amenaza a todos, dondequiera que nos hallemos, sin respiro ni reposo, pues cada semana nos asedia una novedad que cuando no es la insuficiencia de vacunas es el colapso de los hospitales, o el paro galopante, la ruina económica, la incivilidad de algunos de nuestros convecinos, o todo ello junto, cautivo como cualquiera de ese insufrible marasmo, encuentro que he recuperado los domingos una grata y renovada oportunidad para la convivencia y la vida. Sí, desde hace unos meses hemos institucionalizado en mi casa una especie de comida familiar a tres bandas que ocupamos respectivamente los convivientes habituales —mi mujer y yo— y mi hermana, que completa el tercero de los flancos.
La liturgia de esta singular ceremonia mandata un protocolo no pactado y sin embargo inalterable, que suele activarse casi invariablemente de la misma manera. Al final de la semana se encienden las alarmas. Inopinadamente, las partes tomamos conciencia de que se han evaporado otros siete días sin siquiera contactarnos por teléfono. Obviamente nos apresuramos a hacer esa olvidada llamada que, además de permitirnos contrastar retóricamente que todo va bien —no hay mejor indicio para conocer que las cosas funcionan que no recibir llamadas—, también nos advierte de que se nos ofrece otra ocasión para compartir unas horas, algo que últimamente escasea y que no es cuestión de andar regateando. De modo que nos ponemos las pilas e inmediatamente acordamos lo que no solo es deseable sino conveniente. De esa manera, con ligeras variantes, hemos institucionalizado los domingos una especie de renovada comida familiar. Eso sí, a tres bandas, gel hidoalcohólico mediante en manos y calzado, abundante jabón y demás sometimientos.
Un almuerzo que suele consistir habitualmente en un aperitivo levemente profuso acompañado de la paella valenciana que hago respetando bastante escrupulosamente los parámetros con los que se manejaba mi madre. Un arroz sin pedigrí ni innovaciones, carente de pretensiones que, no obstante, nos parece algo más que aceptable a quienes lo degustamos. Y no debemos andar equivocados porque, como siempre hago más del necesario, una vez empaquetado en las socorridas barquetas, nos arregla algún que otro menú de la semana siguiente. Paella, en suma, para la que empleo siempre los mismos ingredientes: aceite de oliva, sal, agua del grifo, pollo, conejo, tomate, ñora picada, azafrán en hebra, arroz redondo, «bajoqueta», «ferradura», «roget» o judía verde plana, según lo que esté disponible, y «garrofó»; «tavella» (judía blanca) no le pongo y prefiero añadirle, en cambio, una infusión de tomillo que creo que le va bien.
En los últimos meses, con ligeros matices, la escaleta de los domingos se desarrolla con arreglo a la siguiente secuencia: levantarse, arreglar un poco la casa, echar una ojeada a los periódicos digitales y, sin solución de continuidad, emprenderla con la paella, que es lo mismo que habilitar los pertrechos (paellero, paella, botella de gas…), vituallas y condimentos y acometer su preparación. Dejo todo preparado a falta de echar el arroz y todavía tengo tiempo para sentarme un rato en la terraza, si hace un día bonancible, o en la cocina, cuando el viento o el frío lo impiden. Despeno una cervecita o un vasito de vino en tanto que reviso el correo, leo los mensajes de whatsup y las novedades de Facebook mientras aguardo la llegada de mi hermana. Su venida es la señal para encender de nuevo el paellero, avivar la lumbre y echar el arroz. Una vez completado el ceremonial de la asepsia —incluidos zapatos, manos, mascarillas…—, trabamos las primeras conversaciones en la cocina, que a veces acompañamos con frutos secos y algún vinillo mientras vigilo de reojo la cocción, no fuera a ser que… Y por ahí sigue la celebración del domingo, satisfechos por gozar de la oportunidad de sentarnos tranquilamente alrededor de la mesa, charlar distendidamente de lo humano y lo divino, acompañarnos unas horas y despedirnos tras el postrero paseo por una acera ya desierta, que parece anunciar las tinieblas que constriñen el ocaso de la tarde del domingo.
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