viernes, 29 de enero de 2021

El hombre tranquilo (Elías Cascant)

Decía William James, uno de los padres de la Psicología, que en torno a los treinta la mayoría de las personas tenemos el carácter perfectamente establecido. Y utilizaba el yeso como metáfora para asegurar que, como él cuando fragua, jamás se reblandecerá de nuevo. Toda sentencia que se precie no es un dictamen incontrovertible, pues no siempre es del todo cierta, aunque algunas veces lo parezca. ¿A quiénes no han sorprendido alguna vez, por ejemplo, las reacciones inesperadas y los comportamientos inhabituales de personas cercanas y presuntamente bien conocidas? Y ello no es bueno ni malo, ni tampoco conveniente o inconveniente, simplemente es la enésima constatación de la vasta complejidad que nos caracteriza. El cambio es consustancial al ser humano, cuya personalidad no está cincelada en soportes de granito u obsidiana sino que se erosiona y modela con la experiencia, adquiriendo el relieve específico que corresponde a cada etapa de su ciclo vital. Cuanto antecede, que es verdad de la buena, parece poco verosímil al confrontarlo con el personaje objeto de este apresurado boceto.

Aunque carezco de testimonios que lo refrenden, estoy convencido de que Elías es como es desde que era niño. Yo definiría su carácter con una frase: «el hombre tranquilo». Sí, la misma que intitula la genial película de John Ford, protagonizada por John Wayne y Maureen O’Hara, sobre la que han escrito recientemente un delicioso librito, que recomiendo, mis amigos Emilio Soler y Mario Martínez, dos empedernidos cinéfilos, a los que he tomado prestada alguna frasecilla.


Conocí a Elías en el inicio del curso escolar 1967-68 cuando iniciábamos primero de Magisterio. Yo contaba entonces algo más de quince años y el estaba próximo a cumplir los veinte. Dicen que las primeras impresiones suelen ser engañosas y asegura un dicho popular que no se debe juzgar un libro por la cubierta, sin embargo insistiré, por el contrario, en que las primeras impresiones cuentan, y mucho; al menos así me lo parece.

Desde que lo conocí siempre he visto a Elías como una especie de hermano mayor, un pariente jovial, sano, robusto, maduro y campechano a cuya sombra se podía vivir tranquilo y confiado, seguro de que estabas al buen recaudo que procuran las personas de bien, que es lo mismo que decir educadas, generosas, despiertas, honradas, prudentes, calmosas, confiadas, sinceras, sensatas, soñadoras, campechanas e inteligentes. Creo que todo eso y más fue lo que Elías me mostró espontánea e indeliberadamente en nuestros primeros contactos, que no era otra cosa que aquello que, en mi opinión, le acompañaba desde pequeño.

En aquellos tiempos éramos vecinos. El residía durante la semana en una vivienda próxima a la mía y compartíamos desplazamientos a la Normal y también  tardes/noches de estudio que incluían de todo. Sería necesario escribir algo más que un microrrelato para contar aquellas sesiones que compartíamos a menudo con otros compañeros (Sofo, Olcina, Botella, Vivo, Moro, Ochando…) durante las noches y las madrugadas que precedían a los exámenes, unas veces en casa del primero y otras veces en algún aula de la academia que tenía el padre de Juan Silvestre Vivo, que desdichadamente nos dejó hace años.

Entonces aprendí bastantes cosas de Elías. Comprobé, por ejemplo, que había practicado y adquirido ciertos fundamentos del baloncesto, un deporte que era absolutamente minoritario. Seguramente sería una herencia de los años que pasó en Godella. Sabía lo que hacía cuando botaba la pelota y encaraba el aro de las precarias canastas que había en la única pista polideportiva levantada de aquella manera en el empedrado patio de la Escuela Normal del castillo de S. Fernando, que entonces lucía un nombre de mujer: Concepción Arenal, pionera del feminismo español. No en vano otra mujer dirigía entonces aquella institución: Maruja Pastor, en este caso. Como decía, viéndolo evolucionar en aquel rudimentario patio de recreo me enseñó por ejemplo, sin explicármelo, qué era un tiro en suspensión, sí, de los que ejecutaba Brabender en el Madrid de los sesenta, que también alineaba en su cinco inicial al “rey del gancho”, Clifford Luyk, experto en ese peculiar lanzamiento para el que le adiestró su entrenador Norman Sloan en la universidad de Florida, antes de que recalase definitivamente en el legendario equipo de la capital.

Elías me enseñó, también sin pretenderlo, la excelsitud de la música. Fue el contrapunto perfecto de Amparo Ferrándiz, la infausta profesora falangista a la que se confió nuestra (de)formación musical en la carrera. En él, en su habilidad para solfear espontáneamente y para interpretar a la bandurria cualquier composición, aprecié el placer inconmensurable que produce el arte auténtico, que no precisa de intérpretes ni de exégetas. Además, reconozco expresamente que le debo el aprobado de las dos asignaturas de Música que integraban el Plan de Estudios de Magisterio. Sin su ayuda no hubiese logrado superarlas ni alcanzar el expediente académico que logré perfeccionar y que me catapultó al funcionariado con poco más de dieciocho primaveras.

En aquellos años Elías me ayudó a que aprendiese a divertirme participando de las modas y costumbres de una sociedad en la que terminaba de aterrizar y que me resultaba bastante ajena. Aunque también para él era desconocida, la diferencia de edad representaba un plus que él supo aprovechar y que yo rentabilicé beneficiándome del rebufo que él y otros compañeros generaban, que me allanó el camino para interactuar con mis privativas habilidades en aquel novedoso ecosistema.

Terminamos la carrera y nos distanciamos. Seguimos nuestros respectivos caminos y volvimos a reencontrarnos entrados ya los años ochenta. Él, que había renunciado a hacer oposiciones y se había incorporado a la docencia y la gestión en un centro concertado, decidió finiquitar esa experiencia y emprender un ambicioso proyecto en el ámbito de la formación ocupacional, aprovechando las oportunidades que las administraciones y los agentes sociales impulsaban entonces. En pocos años logró poner en pie una importante iniciativa formativa, el Centro de Estudios Técnicos Gesfor, que hace años que es referencia en Elx y comarca. Un proyecto exitoso en el que ha sabido imbricar las habilidades y disposiciones de toda su familia, que despliega una iniciativa empresarial muy reconocida en el sector.

En mi humilde opinión Gesfor representa de alguna manera la metáfora que subsume la personalidad de Elías: poco ruido y muchas nueces. La marca Elías Cascant es marchamo de discreción, trabajo inteligente, aplicación, perseverancia, disposición para la colaboración y humildad. Un proyecto asentado en el continuo reseteo de objetivos y de la proyección empresarial, en el esfuerzo sostenido, en la contención, la altura de miras y el sosiego. Todos ellos rasgos definitorios de su personalidad que  han contribuido al éxito de un gran promotor empresarial y familiar.

Este es el apresurado retrato de un hombre inteligente, contenido, humilde como pocos, escasamente ruidoso, devoto de su familia y amigo de sus amigos. Un hombre tranquilo, en definitiva, como el que en la película de Ford llegó procedente de la industrializada Pitsburgh (EE.UU) a la pequeña estación de Innisfree (Irlanda) en el viejo ferrocarril de siempre. Yo lo imagino también en el mismo recoleto andén no con intención de enfrentarse, como lo hizo aquel, a las seculares tradiciones de un mundo rural anclado en el pasado, magníficamente encarnado en Will Danaher, sino con el propósito de reposar durante unos días y explorar displicentemente sus alrededores. Porque, aunque no lo confiese abiertamente, está convencido de que conseguirá encontrar a Sean Thornton intentando plantar rosas en el pedregal de Blanca Mañana, e incluso a la pelirroja Mary Kate Danaher dispuesta para acompañarle a la taberna de Cohan y degustar allí el monumental salmón que seguramente habrá logrado pescar el reverendo Lonergan. Eso sí, regado con una buena pinta de Guinness.


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