A veces los parques son praderas inmensas y otras se asemejan a chiribitiles. Cuando se transita por ellos unas veces se porfía por adivinar los linderos que no logra enfocar la mirada y otras se multiplican las ocultaciones que apenas dejan ver nada. De todo hay. Esta mañana he emprendido uno de mis paseos para hacer los ineludibles recados y las naderías acostumbradas. De regreso a casa me he tomado un pequeño respiro sentándome en uno de los pródigos bancos que equipan un parquecillo entre urbanizaciones próximo a mi barrio. Era casi el mediodía y me ha parecido que la coyuntura invitaba a disfrutar de un espacio relativamente recoleto, que a esa hora permanecía prácticamente desierto.
Soy poco dado a la exigencia y quizá por ello, pese a disponer de una amplia oferta de bancos —a la sombra, al sol, entre sol y sombra, en perfecto estado, relativamente deteriorados o manifiestamente desvencijados—, todos vacíos y sin amenaza de humano que se me pudiese acercar —¡qué cosas nos suceden ahora!—, he optado por sentarme en el primero que se ha puesto a tiro. Tras bajarme la mascarilla y someterla al imperio de mi mandíbula inferior, he aspirado tres o cuatro intensas bocanadas de aire contaminado que me han sabido a gloria, a las que he correspondido con otros tantos suspiros que me han repuesto de la fatiga que arrastraba, devolviéndome el resuello que me veda el maldito antifaz que involuntariamente exhibo desde hará pronto un año, como casi todos.
He dejado vagar la mirada que con relativa pereza se ha ido deslizando displicentemente, más atenta de lo que pudiera suponerse, mientras recortaba imaginariamente las siluetas y superficies de varias docenas de árboles caducifolios que a estas alturas de la temporada se han despojado de la práctica totalidad de su vestimenta, permitiendo que atraviesen sus desnudas ramas los rayos de un sol que hoy lucía espléndido, como ninguna otra cosa, en una mañana excepcionalmente primaveral.
Durante unos minutos he saboreado con los ojos entornados el gratificante bienestar que me ofrecían un tiempo bonancible e inusual y el deliberado reposo que he determinado dar a mi maltrecha osamenta y a las magras y gorduras que la complementan. A medida que la quietud me recuperaba he ido reconectándome a la realidad y extendiendo la mirada sobre cuantas cosas me rodeaban. Rayaba el mediodía y no había un alma a mi alrededor, como si este fuese lugar donde no vive nadie. Solo el piar de los pájaros, los siseos lejanos de los neumáticos de los vehículos rozando el asfalto y el cricrí de algún grillo despistado entre la abundante hojarasca quebraban el intimidante silencio. Frente a mi vagueaban los artilugios que los munícipes ponen en estos lugares para que los viejos ensayemos ridículos ejercicios gimnásticos. Hoy se ofrecían precintados, mostrando a las claras su naturaleza anodina, diría que esencialmente aburridos y dejados de la mano de Dios. Próxima a ellos aparecía, también precintada, una pequeña instalación de juegos para niños, de esas que suelen habilitarse en jardines y plazuelas para entretener a los intrépidos infantes que incluyen columpios, toboganes, muelles rematados por ovejas y caballitos y alguna que otra yincana. Abundaban los árboles que a esa hora proyectaban las largas y nervadas sombras de sus ramas deshojadas, enfrentadas en su desnudez al tímido fulgor de un sol alicaído que, pese a todo, llenaba de vida y de bienestar espacio tan nimio como el que refiero.
En medio de la locura que nos abruma y amedrenta desde hace tantos meses, que pugna por cambiarnos la vida, si no lo ha hecho ya; inmersos en la soledad y el vacío que sentimos diariamente; atormentados por el desasosiego que nos produce contrastar que se nos escapan por decenas las oportunidades que ofrece la vida; atónitos comprobando incesantemente que un insignificante bichito nos ha sumido en un universo de amenazas y urgencias robándonos el tiempo y el sosiego, afortunadamente, todavía logramos aislarnos y evadirnos, descubrir estos ínfimos espacios y minutos de libertad y vida que son todo lo precarios y frágiles que se desee pero que merecen la pena, aunque los quiebre intempestivamente algo tan fortuito como el anárquico ladrido de un perro solitario, pequeño y feo.
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