Uno no puede sino contemplar con preocupación la consolidación de una concepción de la gobernanza que en los últimos años se ha instaurado en distintas latitudes revestida de cierta uniformidad operativa, que no sé si obedece a estrategias preconcebidas. En todo caso, me parece una manera de entender el gobierno y la administración de la sociedad que cuestiona y desafía abiertamente el imperio de la ley. Lo hace con reiteración y creciente intensidad, mostrando sin tapujos su obstinación por dinamitar el signo distintivo, la auténtica razón de ser de las democracias representativas. No resulta menos preocupante constatar que la clase política de unos y otros países, independientemente de cuales sean sus regímenes políticos —autocráticos o democráticos; conservadores o liberales, o ni lo uno ni lo otro—, al margen de sus idiosincrasias y circunstancias particulares, se afana en desplegar prácticas gubernamentales que recurren con frecuencia a «la utilización» del sistema judicial para favorecer a amigos y conocidos, y para castigar a los enemigos, perpetuando así la utilización torticera — y a la vez atávica, perversa y ruin— de los poderes del Estado con fines partidistas o particulares.
No me preocupa menos constatar la aparente fragilidad de las democracias occidentales que parecen tambalearse frente a los envites de las todavía minorías —¿hasta cuando?— que se proponen y logran zarandearlas sin contemplaciones, desnudándolas y obligándolas a revelar su aparente incapacidad para hacerles frente y responderles con medidas enérgicas, proporcionadas y congruentes con sus desafíos y bravuconadas, para defender y asegurar, como es su obligación —pues tienen plena legitimidad para ello—, el imperio de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía que expresan las leyes aprobadas por sus legítimos representantes. Me preocupa, por otro lado, la pujanza de lo que calificaría una insurgente concepción del liderazgo político y social que amenaza e intenta poner en jaque a las instituciones y al ordenamiento legal, a los que ningunea y rechaza sin legitimidad ni argumentos, basándose en simplezas, medias verdades y recetas casposas y falaces, con las que bravuconea abusando de un clima de tolerancia e impunidad incomprensible, que a menudo resulta hasta insultante.
En todo caso me preocupa contrastar la emergencia gradual de ejecutivos erráticos y febriles, como el de Trump, que gobiernan imperios y pueblos a golpe de Twitter, implementando las tareas gubernativas desde la improvisación y la premura, como lo hace el V4, el conocido como grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia) o el Brasil de Bolsonaro. Como ansían materializarlo a medio plazo Salvini en Italia o Vox en España. Regímenes y maquinaciones asentados esencialmente en campañas difamatorias y de odio cada vez más tóxicas. Instancias que actúan motivadas por espasmos que sustituyen a la reflexión y a la planificación características de las acciones de gobierno rigurosas. La impaciencia y la perentoriedad son las notas que definen la nueva forma de enfocar la gestión de la cosa pública. Así es como ahora se difunden también las noticias, desde plataformas virtuales y precarias, chiringuitos idóneos para propagar consignas, medias verdades y mentiras. Bulos y relatos interesados lanzados diariamente por voceros a sueldo que actúan amparados por la más absoluta impunidad, con patente de corso para contribuir a una monumental ceremonia de la confusión que engulle crecientemente las vidas y conciencias de amplios sectores de la ciudadanía.
Atajar esta situación es asunto complejo que conduce a situaciones indeseables y cuestionables, algunas de las cuales ya se han producido, como el veto a los mensajes que difunden a través de los medios y las RRSS determinadas personas, incluido el presidente de los Estados Unidos de América, cuyas cuentas y las de miles de sus seguidores ultras en Facebook o Twitter se han cerrado, como consecuencia de los episodios que han instigado y protagonizado en las últimas semanas. En todo caso, intervenir el mercado de las ideas y la capacidad de expresarlas me parece asunto delicado, que tiene sus riesgos, como todo.
En fin, que cuanto digo suceda, y que gentes como Iñaki Gabilondo se retiren de la actividad periodística, sin que una pléyade de periodistas jóvenes y cualificados asegure el relevo de este y otros viejos rockeros de la rotativa, me preocupa. Me parece que se avecinan tiempos en los que se impondrá la lucha política encarnizada que se viene librando no solo en territorios del tercer y cuarto mundos sino en nuestra propia vecindad. Que un periodista del fuste de Gabilondo, aunque casi sea octogenario, haya decidido abandonar la brega diaria no es una buena noticia. La retirada de Iñaki es un triunfo de la extrema derecha que ha logrado crear un clima de crispación tal que nos ha asqueado a buena parte de la población y de la clase periodística. Delante tenemos el muro de la intransigencia y la involución aprovechándose y rentabilizando febrilmente la catástrofe que asola el mundo. ¿Quo vadis democracia?
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