domingo, 24 de enero de 2021

Crónicas de la amistad: Confinamiento, fase III (37)

Han transcurrido exactamente dos meses desde que escribí la última «no crónica» y, aunque el hecho por sí mismo no sobrepase la categoría de lo anecdótico, celebro sentidamente que esta entrada la número cuatrocientos de mi blog corresponda a la etiqueta «amistad». Seguimos sin estar juntos y sin abrazarnos, continuamos siendo presas involuntarias de una catástrofe de dimensiones dramáticas, casi bíblicas y, sin embargo, en este escenario sustancialmente desgraciado, encuentro un efímero motivo para celebrar algo, que no es otra cosa que nuestro improvisado encuentro virtual de ayer por la tarde.

Es ocioso reiterar que, como personas y educadores, hemos reflexionando recurrentemente acerca de la dimensión social de los humanos, englobando en el concepto cuanto atañe a su socialización. Indudablemente las personas somos seres sociales que satisfacemos nuestras necesidades materiales, espirituales o simbólicas en grupo. Todos precisamos de los demás para alcanzar la plenitud a través del desarrollo de los elementos inherentes a esa característica y específica dimensión que desarrollamos fundamentalmente en dos escenarios interconectados: la familia y la escuela. En la primera gestamos y perfeccionamos los hábitos y las exigencias que demanda la supervivencia. La escuela, por su parte, resulta insustituible para asegurar el desarrollo personal, pues propicia la convivencia con personas ajenas al núcleo familiar y cuanto ello significa: conocer otras culturas y otras maneras de entender la vida, aprender y practicar valores como la tolerancia, el respeto  y otras muchas actitudes imprescindibles para la convivencia (solidaridad, piedad, empatía…).


Obviamente la familia y la escuela no son exclusivamente los ámbitos donde las personas desarrollamos la dimensión social, que también está vinculada con la accesibilidad a la formación a lo largo de la vida y que no es ajena a la esfera económica o empresarial, en la que incursionamos a través de la iniciativa y el emprendimiento. Vertientes que, por cierto, nunca son inocuas porque, si bien pueden ser muy rentables desde el punto de vista económico, en ocasiones conllevan aristas enormemente negativas, pues los suculentos beneficios a veces se producen acompañados de indeseables lacras sociales o medioambientales, como la contaminación, la promoción de hábitos perniciosos o las facetas dañinas para la subsistencia humana y animal.

Por tanto, cultivar la dimensión social es imprescindible para el desarrollo armónico de las personas. Sin embargo, paradójicamente, en una situación como la que vivimos actualmente, regida por prescripciones que persiguen asegurar el aislamiento, garantizar la distancia social y casi contener el aliento, contravenimos esa necesidad esencial del ser humano. No debe extrañar, por tanto, que seamos tan renuentes a plegarnos a ciertos preceptos que no dudo que coadyuvan a garantizar el principio esencial de conservar la salud, pero que contravienen simultáneamente la dimensión social característica de la especie humana. Y ahí, probablemente, radica el origen de las conductas disruptivas de quienes insensatamente (?) quiebran las normas excepcionalmente establecidas para este tiempo de pandemia.

Viene toda esta introducción a cuento de que, ayer, quienes integramos el grupo Botellamen de Dios realizamos un primer intento para materializar una videoconferencia. Un recurso alternativo a nuestros tradicionales cónclaves presenciales que está al alcance de gente como nosotros, veteranos transeúntes de la vida e integrantes de una generación que consume la que se ha denominado «sexalescencia», un neologismo acuñado por el Dr. Posso Zumárraga que designa el estadio evolutivo que corresponde a una pléyade de sexagenarios y septuagenarios. Se trata de gente generalmente progresista, con ganas de disfrutar de la vida, que se maneja relativamente con las NNTT, que viaja y participa de la vida social y que se mantiene activa de diferentes maneras. Es decir, personas  como nosotros que ya no estamos en edad de merecer y mucho menos de echarnos al monte, cual veinteañeros «inmortales», para hacer un botellón en cualquier descampado u organizar alguna «fiestuqui» en el apartamento de un amiguete. No, definitivamente nuestras privativas patologías, más o menos crónicas,  no nos permiten semejantes dispendios… ¡y no por falta de ganas!

En esta ocasión no nos enredamos cual cerezas, como sucedió en aquel tercer cónclave que celebramos en Aspe allá por mayo de 2013. Ni siquiera hubo banquetes pantagruélicos ni copillas como habitualmente, aunque algunos se prepararon autónomamente algún que otro tentempié. Por faltar, hasta echamos de menos la voz de Antonio Antón poniendo la banda sonora a esta magnífica «peli» que venimos protagonizando durante casi un octenio. También echamos de menos a Pascual y a Elías, que seguro concurrirán a la próxima. Pese a todo, sentí que un finísimo, que un delicadísimo hilo de seda, como aquel con que fruncían su música los Pekenikes, estuvo hilvanando la hora y pico que bregamos peleándonos con las tecnologías y departiendo en una ubicua pantalla de plasma de 13 pulgadas, que se extendía desde Benilloba hasta Eivissa, desde Alacant a Elx, y desde Novelda a Aspe y La Vila. Logramos nuestro propósito. Y habrá próximas ocasiones, virtuales o reales. Porque nosotros, siguiendo los consejos de los «scousers» liverpoolianos de la grada «kop» de Anfield Road, mantendremos la cabeza bien alta y obviaremos el miedo a la oscuridad. Y aunque a algunos no les guste el fútbol celebraremos que, definitivamente, nunca caminaremos solos. Salud y felicidad, amigos.

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